Como lo veo yo

Turandot de Puccini: una nueva producción del Met de Nueva York, en vivo para 70 países. Por: Adriana Muscillo.

 

“¡Pueblo de Pekín: esta es la ley: Turandot, la pura, esposa será de aquel que, siendo de sangre real, resuelva los tres enigmas que ella proponga. Pero quien afronte la prueba y resulte vencido, ofrecerá al hacha su soberbia cabeza!”.

Con este edicto impuesto por la hermosa pero fría y sanguinaria princesa Turandot (la fabulosa soprano sueca Nina Stemme) y que ha llevado a la muerte a decenas de aspirantes hipnotizados por su incomparable belleza, comienza esta imponente nueva puesta de Franco Zefirelli en el Metropolitan Opera House de Nueva York y que hemos podido apreciar en vivo en la pantalla de El Nacional de Corrientes 960, gracias a la Fundación Beethoven de Buenos Aires.

Pero un forastero de ignoto nombre (el tenor italiano Marco Berti), el hijo de Timur, el Rey Tártaro (el bajo barítono ucraniano Alexander Tsymbalyuk), cae embelesado ante los influjos de la princesa malvada y, aunque los tres simpáticos ministros de la corte -Ping, Pang y Pong intentan desalentarlo, diciéndole: “Cásate con cien esposas, todas tienen una cara y dos piernas. Cien esposas adornan el dormitorio”, él persiste en su intención de pasar la prueba mortal para conquistar el frío corazón de la bella Turandot.

Veinte años después del estreno de Madama Butterfly, el célebre compositor italiano Giacomo Puccini, vuelve a abrevar en las fuentes del orientalismo. Esta vez, sitúa a su monarca de hielo en China y dice: “El mundo no existe, solo el Tao existe. Turandot no existe”.

Hasta la esclava Liú, (la jovencísima soprano rumana Anita Hartig), fiel sirviente de su padre, le implora que desista de su intrépido cometido. Es que Liú, uno de los personajes más leales y abnegados de la historia de la ópera, ha quedado enamorada de ese hombre, cuyo nombre guarda en secreto, desde el momento en que un día él le sonrió en Palacio.

Para intentar convencerlo, en uno de los momentos más dramáticos y cautivantes del primer acto, Liú canta un aria casi magnética, por su enorme belleza y que requiere de una modulación muy cuidadosa: «Signore ascolta!» (¡Señor, escucha!):

“¡Señor, escucha!… Liu ya no se sostiene, su corazón se está rompiendo. ¡Ay, ay, lo que es un largo camino con su nombre en él, con su nombre en mis labios! Pero si su futuro destino se decidirá, vamos a morir en el camino del exilio”…

Pero “la espada del verdugo nunca descansa en el reino de Turandot” y, si el ignoto forastero de nombre secreto, falla en las tres adivinanzas impuestas por la princesa de hielo, morirá al primer destello del alba: “Cuídate de no jugar con la fortuna. Tres veces jugarás, una sola morirás”.

Es que nuestra cruel protagonista, de corazón de témpano, ha sido marcada a fuego por la historia de un antepasado, tal como se evidencia en “In questa reggia” (En este reino), una de las arias más difíciles –por sus agudos- de esta ópera en tres actos con libreto de Giuseppe Adami y Renato Simoni, cuya música de Puccini fue completada, luego de su muerte, por Franco Alfano, que se estrenó el 25 de abril de 1926 en La Scala de Milán.

“En esta corte, hace mil y mil años, resonó un grito desesperado. ¡Y aquel grito, de generación en generación, se refugió aquí, en mi alma! Lo-u-Ling, mi abuela, fue arrastrada por un hombre como tú, por un hombre extranjero como tú, en aquella noche atroz en que se apagó su fresca voz!»

Y llega el momento de descifrar los enigmas. El primero es: «En la oscura noche vuela un fantasma iridiscente. Se eleva y despliega las alas sobre la negra e infinita humanidad. Todo el mundo lo invoca y todo el mundo lo implora, pero el fantasma desaparece con la aurora para renacer en el corazón. ¡Y cada noche nace y cada día muere!». El príncipe piensa y acierta respondiendo: «la esperanza». Turandot prosigue: «Surge como una llama y no es llama. Es, a veces, delirio. Es fiebre de ímpetu y ardor. La inercia lo torna en languidez. Si se pierde o mueres, se enfría. Si anhelas la conquista, se inflama. Tiene una voz, que escuchas palpitante y, del ocaso, el vivo resplandor» y la respuesta al segundo enigma es «la sangre». Finalmente, temblorosa y perdiendo la compostura, formula el tercer enigma: «Hielo que te inflama y con tu fuego aún más se hiela. Cándida y oscura. Si libre te quiere, te hace más esclavo. Si por esclavo te acepta, te hace rey». Al verlo dudar por varios instantes, Turandot ríe de la suerte del concursante. “Dime, forastero, ¿qué escarcha quema como el fuego? Éste, al observarla directamente a los ojos y contemplar su belleza, se reincorpora triunfante y responde: «Tú eres la escarcha y yo te derretiré, Turandot».

Habiendo acertado los tres acertijos, el padre de Turandot debe cumplir su promesa de entregar a su hija al forastero pero ella se resiste: “¿Te llevarás a tu novia por la fuerza, forastero?” “No, principessa, quiero que ardas de amor… No sabes mi nombre, si lo adivinas, moriré al alba”, contesta el valiente ignoto príncipe.

Entonces, Turandot, manda a matar a todo aquel que conozca el nombre el príncipe y no lo diga. Y es aquí cuando él canta el aria más famosa de la ópera. La incomparable Nessun dorma:

“¡Que nadie duerma! ¡Que nadie duerma! También tú, oh Princesa, en tu fría habitación miras las estrellas que tiemblan de amor y de esperanza. Mas mi misterio está encerrado en mí. Mi nombre nadie lo sabrá. Sobre tu boca lo diré, cuando la luz brille, y mi beso derretirá el silencio que te hace mía.”

Los guardias del reino encuentran a la esclava Liú y comienzan a torturarla para que diga el nombre del príncipe. Pero Liú no cederá. “Guardo mi nombre entre mis labios, si lo digo, nada me quedará”. Es aquí donde se ejecuta otra dramática aria en donde Turandot pregunta a Liú el porqué de su fuerza interior para soportar tal dolor («Chi posse tanta forza nel tuo cuore?»), a lo que la esclava responde que es amor («Principessa, l’amore!»). Le advierte incluso a la princesa que ella también caerá rendida a sus pies y, en un acto final de sacrificio por amor («Tu che di gel sei cinta»), toma una de las armas de los guardias a su lado y se suicida. El coro de la gente de Pekín grita «Parla! Parla! Il nome!», mientras Liú muere en brazos del príncipe, manteniendo su palabra hasta el final.

Entonces, el príncipe increpa a Turandot por haber derramado sangre inocente («Principessa di morte, Principessa di gelo!») “Tu hielo es una mentira”, le dice y logra besarla, quebrando su rígida actitud, al punto de que acepta su derrota, pidiéndole que no la estreche entre sus brazos. Finalmente, el príncipe, con resignación, revela su nombre: «Io sono Kalaf, figlio di Timur» (Soy Calaf, hijo de Timur). “Ahora mi vida está en tus manos”. Es el amanecer, y suenan las trompetas de palacio.

Y llega el cuadro final del tercer acto, en el que el Emperador se hace presente junto a toda su corte frente a su pueblo («Diecimila anni al nostro Imperatore!»), para que su hija, la princesa Turandot revele el nombre del misterioso príncipe. Todos esperan expectantes la respuesta y cuando el momento llega, ella responde a su padre que conoce el nombre del extranjero «Il suo nome è …Amor» (Su nombre es… amor). El pueblo estalla en alegría, exclamando:

“¡Amor! ¡Oh, sol! ¡Vida! ¡Eternidad! ¡Luz del mundo es el amor! ¡Ríe y canta bajo el sol nuestra infinita felicidad! ¡Gloria a ti! ¡Gloria a ti! ¡Gloria!”

En la celebración participan todos los coros de la obra y cantan esta última estrofa juntos, brindando un final muy emotivo.

Adriana Muscillo es Cofundadora y Directora de Contenidos en Diario de Cultura.