El valor de la palabra: La palabra

Por Sandra Auteri, especial para DiariodeCultura.com.ar

El sabio Mahatma Gandhi expresaba: «Cuida tus pensamientos, porque se convertirán en tus palabras. Cuida tus palabras, porque se convertirán en tus actos. Cuida tus actos, porque se convertirán en tus hábitos. Cuida tus hábitos, porque se convertirán en tu destino”.

La comunicación es una necesidad de los seres humanos, como el aire, el agua y el alimento. Y la palabra es su fundamento esencial. Es tan importante la palabra que lo que no puede nombrarse no existe. Existe, porque fue nombrado.

Con la palabra como herramienta, el diálogo, la lectura y la escritura nos cambian y mejoran la vida como seres humanos.

Las palabras han sido y son la profesión de muchas personas. Y la escritura es el arte puesto en palabras.

La escritura nació con los sumerios, en la antigua Mesopotamia, unos cuatro mil o tres mil años antes de Cristo.

Su primera manifestación fue pictográfica: se reducía al dibujo de objetos o escenas, grabados con tintas o con cuñas en las paredes de las cavernas o con un punzón en tablillas de arcilla sin cocer.

De allí, un paso más complejo, el dibujo no solo reproducía objetos, sino que éstos, a su vez, simbolizaban ideas. En Egipto, adoptó la forma de los “jeroglíficos”.

Más tarde, se convirtió en escritura fonética, incluyendo símbolos que representaban sonidos, y que hacían posible una lectura en voz alta de lo que se dibujaba y simbolizaba.

Los fenicios llevaron el alfabeto, tal como hoy lo concebimos, de Oriente a Grecia, donde se incorporaron, por primera vez, las vocales. Los países orientales lo desarrollaron, teniendo como base el griego, el alfabeto cirílico.

El fenicio se convirtió en uno de los sistemas de escritura más utilizados al ser difundido por los mercaderes fenicios a lo largo del mundo mediterráneo, donde fue asimilado por muchas otras culturas que lo adaptaron a sus respectivos idiomas. El alfabeto arameo, una forma modificada del fenicio, es el precursor de los alfabetos árabe y hebreo modernos.

El alfabeto griego (y por extensión sus descendientes, como el latino, el cirílico y el copto) deriva directamente del fenicio, aunque los valores de algunas letras se modificaron para representar las vocales.

En Roma, hacia el siglo IV a. C., se adoptó la escritura hierática, término proveniente del griego ἱερατικά (hieratika, sagrado), que permitía a los escribas del Antiguo Egipto redactar de forma rápida, simplificando los jeroglíficos en los papiros. Se empleaba para textos administrativos y religiosos.

En Turquía, en China, y luego en los pueblos semitas de Siria y Palestina, previa a Cristo, aparecieron las primeras manifestaciones concretas de escritura ideosilábica ―con la que nos comunicamos hoy―, capaz de representar ideas a través de sonidos que, a su vez, se articulan en sílabas.

El primer acto de comunicación de la vida humana comienza con el llanto. Así se expresa el hambre, el frío, el sueño, el dolor.

Durante ese transcurso hacia el nacimiento de la conciencia, aparecerá, en algún momento, la palabra.

Ninguna palabra nace porque sí. Al igual que las personas, vienen al mundo por una razón y con un sentido, que a veces está a la vista, pero que en otros casos es necesario descubrir.

Las palabras se anuncian en la boca y desde allí se multiplican. Generan cantidad de caminos en los que podemos andar, sólo con ellas. Es un milagro que hablemos. Y que seamos capaces de leer, de tomar un texto y reinventarlo en nuestra mente, en nuestro corazón. Y cuánto nos nutrimos con todo esto.

Desde su primer versículo, la Biblia describe cómo fue cobrando vida el mundo a medida que Dios hablaba. Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz. Y así continúa. Nos cuenta que Dios llamó “Día” a la luz y “Noche” a la oscuridad. Lo hizo con La Palabra.

Ateos o creyentes sensibles no escapan a la comprobación de que la Biblia es una portentosa creación de la palabra. Los compiladores son los llamados “palabristas”, y construyeron un relato inmortal acerca de la creación del mundo.

El mundo y la vida comienzan con la palabra. A través de la palabra, podemos articular frases y transmitir con ellas deseos, necesidades, sensaciones, sentimientos, vivencias.

Es la palabra la que empieza a separar, a crear, a afirmar la diversidad, la alteridad, la conciencia, la identidad.

Sin el lenguaje nos sería imposible pensar. Nuestro pensamiento culmina en la palabra.
Nuestro idioma es rico, amplio y generoso. El idioma español tiene casi trescientas mil palabras/conceptos diferentes (sin contar variaciones ni tecnicismos o regionalismos), pero en nuestra comunicación cotidiana utilizamos sólo y con suerte unas trescientas, es decir, cerca de un 0,10%.

Por supuesto, ese porcentaje es flexible de acuerdo con cada persona:
• Una persona culta e informada usa unas 500 palabras.
• Un escritor o periodista puede usar unas 3.000.
• Cervantes usó 8.000 palabras diferentes en su obra.

Otro dato interesante es que las palabras tienen distintos grados de comunicación: existen palabras de primer, segundo y tercer grado.

Comunicarse con sencillez requiere palabras de primer grado. Por ejemplo:
– “cara” es de primer grado. Se entiende inmediatamente a qué nos referimos.
– “rostro” es de segundo grado.
– Y “faz” es de tercer grado.

Las de segundo o tercer grado, si bien son entendibles, distraen la escucha.
Hay pocos escritores que tienen esa gran habilidad de extraer de las palabras su sentido esencial.

En nuestra vida cotidiana, transitamos campos muy surtidos de palabras.
Somos creadores y portadores de todo lo que decimos, y eso podemos lograrlo con la gran herramienta de LA PALABRA.

Tengan presente que no es la cámara o el micrófono lo esencial. Es LA PALABRA.

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Sandra Auteri – Locutora Nacional MN 10.523
Difundir valores a través de palabras cotidianas es un desafío que les propongo transitar.
La consigna es que en cada encuentro, teniendo como guía la palabra elegida, podamos celebrar nuestras fortalezas y superar nuestras limitaciones.