Te cuento un cuento: Finalmente terminó la espera

Por Alejandro Casas, de su nuevo libro “Al Cielo se llega en bicicleta”, especial para DiariodeCultura.com.ar.

Conseguiste ese cargo que anhelabas. Ya no hay nubarrones ni tormentas amenazantes. El cielo está despejado.

Y empezaste a atravesar el desierto, a dejarlo atrás, junto con los nubarrones y las tormentas amenazantes. El tiempo de la sequía llegó a su fin (o, por lo menos, tenés esa sensación).

Es el momento del descanso y del remanso. Del oasis de la lectura y de la escritura.

Volvés a ser el de antes. Pero, ¿quién era ese de antes? ¿Alguna vez lo habías encontrado? ¿O se quedó escondido en tu infancia?

Los refugios. El laberinto. La vida…

Este cargo tan esperado empieza a cambiar algunas cosas en tu vida, de afuera y de adentro. Éstas últimas son las que más te movilizan. Las que tocan las fibras más íntimas y profundas de tu ser, de eso que llamamos “alma” sin saber bien de qué se trata.

Tenés que aprender a ser juez, ya no un simple abogado. Y eso, en una ciudad que mantiene los rasgos, los hábitos y los prejuicios de pueblo, pesa y mucho.

“¿Quién soy?” “¿Quién fui?” “¿Quién quiero ser?”

Preguntas recurrentes que ahora, en aguas calmas, exigen respuestas.

Necesitás volver a las raíces, a los comienzos, al íncipit. Allí donde está todo. Donde empezó todo.

Pero no hay “un” comienzo. El comienzo es arbitrario, caprichoso, discrecional y escurridizo. Hay búsqueda de comienzos, búsqueda incesante, inacabada.

Y hay refugios donde esconderse.

Leés a John Berger: “Tanto para los cazadores como para sus presas saber esconderse es la precondición de la supervivencia. La vida depende de encontrar dónde esconderse”.

Necesitás encontrarte en este laberinto sin fin que es la vida.

En la soledad y el silencio de la noche, en el refugio de tu biblioteca, sentado frente a la computadora, recordás aquel día perdido de tu adolescencia, cuando tu hermano te fue a buscar a Buenos Aires para llevarte de vuelta a tu pueblo y a tu casa. A tu hogar.

Tus padres se habían separado y vos te habías ido con tu mamá a Buenos Aires porque la extrañabas mucho. Pero la vida en la gran ciudad era una selva que contrastaba con la vida en tu pueblo.

En tu pueblo no era necesario esconderse porque no había cazadores al acecho ni amenazas ocultas. (Sin embargo pronto, demasiado pronto para un niño, encontrarías otras amenazas en tu propio pueblo y en tu hogar).

En Buenos Aires extrañabas tu casa.

Estuviste unos pocos meses y un día tu hermano te fue a buscar.

Sucedió un fin de semana. Él llegó con el pretexto de ir a visitarte a vos y a tu mamá, en ningún momento te dijo que su intención era llevarte de nuevo al pueblo, pero él lo tenía claro. Por eso, tal vez, las cosas se sucedieron muy rápido, porque así había sido el plan pergeñado por él antes de viajar.

El sábado por la tarde fueron vos, tu hermano, tu mamá y su pareja al Parque Centenario a jugar a la pelota. Como ya había ocurrido otras veces, en un momento dado tu hermano se peleó con la pareja de tu mamá. Volvieron al departamento, y con tu hermano se fueron a lo de Clelia -una hermana de tu abuelo que vivía en el mismo edificio, unos pisos más arriba- hasta que se les pasara el enojo.

Y ahí concretaron el regreso a tu casa.

Clelia les dio la plata para los pasajes del tren que salía a las 18 de la Estación Once y llegaba alrededor de las 23 a tu pueblo. Y les dio algo más para el taxi y para que se comieran un sándwich en el tren.

Esperaría una media hora o un poco más para darles tiempo, y bajaría a hablar con tu mamá.

De ahí en más los hechos se precipitan en tu memoria.

El ascensor pasa por delante de la puerta del departamento de tu mamá. La puerta está abierta. Es un ascensor de puertas tijera. Tu mamá no alcanza a verlos. Salen del edificio. Paran un taxi. Tu hermano le dice que van a la estación de trenes de Once. Llegan. Pagan. Se bajan. Preguntan cuál es la ventanilla del tren diesel de las 18, el que va a tu pueblo. Compran los boletos. “El tren sale en quince minutos”, les dice el tipo de la boletería. Van al andén. No hay mucha gente. Es sábado. Se suben y atraviesan dos o tres vagones hasta encontrar el que les corresponde. Se sientan.

Todo esto lo hace tu hermano, vos simplemente lo seguís.

El silbato que anuncia la salida retumba en los andenes. Y la locomotora empieza a moverse. También toca dos o tres bocinazos graves y cerrados. Y empieza a tomar velocidad, dejando atrás la estación.

Anochece y el tren ya pasó las estaciones del Gran Buenos Aires para hundirse en la oscuridad del campo.

Te acostás en el asiento y te quedás dormido, hasta que te despierta la voz del guarda que entra al vagón pidiendo los boletos.

Tu hermano se los da. Con voz autoritaria el guarda te dice que bajes los pies del asiento. Tu hermano intercede, le explica que estás cansado. El guarda ignora el comentario y te ordena que bajes los pies. Le hacés caso.

Hasta ahí llega tu memoria. Se queda congelada en los rasgos de esa imagen: la noche, el campo, el viento frío que se cuela por las ventanillas, los asientos de cuerina marrón, rígidos e incómodos, el bamboleo del tren, cada tanto una estación de algún pueblo iluminada por una luz mortecina, las voces de los pocos pasajeros que suben y que bajan…

La imagen se diluye poco a poco y tu memoria se va distanciando de ella, como el lente de una cámara en la escena final de una película.

Dos adolescentes, dos niños en el vagón de un tren atravesando la oscuridad densa del campo, de regreso a su hogar.

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Alejandro Casas nació en 1965 en Tandil, provincia de Buenos Aires, pero vivió desde muy chico en la localidad bonaerense de 9 de Julio. En 1991 se recibió de abogado en la Universidad Nacional de La Plata y ejerció la profesión hasta el año 2016 cuando fue designado Juez de Paz Letrado de Nueve de Julio. Además, fue docente de la Facultad de Derecho de la UNLP, y actualmente es docente de la Universidad Nacional del Noroeste de la Provincia de Buenos Aires con sede en Junín, y del Ciclo Básico Común de la UBA.

Participó desde muy joven en política, primero en la Unión Cívica Radical y luego en el ARI, hasta el año 2005.

Incursionó en la literatura en 2002 concurriendo a talleres literarios de la Capital Federal. Sus cuentos obtuvieron menciones especiales en distintos certámenes literarios, y fueron seleccionados para diversas ediciones.

Publicó un libro de cuentos titulado Encuentros (Dunken 2006); y las novelas Boca de urna (Deldragón 2008); As de espadas, cuatro de copas (De Las Tres Lagunas 2010), y Tan cerca y tan lejos (Deldragón 2012). Ahora, acaba de publicar: «Al cielo se llega en bicicleta».