200 años de Flaubert, el “salvaje” sensible que revolucionó la literatura para siempre

Con “Madame Bovary” modificó la forma en que se podía contar una historia y conmovió la vida de miles de escritores y millones de lectores. Sylvia Iparraguirre y Virginia Cosin hablan sobre la potencia de su obra

Gustave Flaubert (Imagen: Stefano Bianchetti / Corbis via Getty Images)

La literatura como evasión, como entretenimiento, como una zona paralela a eso que llamamos vida real, sí, claro que sí, pero de pronto, y sin que nadie sepa científicamente por qué, esa fuerza imaginaria irrumpe en lo cotidiano y ya no es nítida la frontera entre ficción y verdad, entre imaginación y realidad. Mario Vargas Llosa lo dice así: “Leí Madame Bovary pronto hará medio siglo y no exagero al decir que esa novela cambió mi vida”. ¿Qué significa que un libro, una historia, un relato, trastoque tu forma del mundo? Al Nobel peruano, durante los años setenta, le pidieron que escribiera un prólogo para la traducción al español que hizo Consuelo Berges de Madame Bovary. Lo que debía ser un par de páginas se convirtió en La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary, libro muy celebrado, publicado en 1975. Vargas Llosa vivía en el barrio de Sarrià, en Barcelona. “Me tomó muchos meses de trabajo y me hizo vivir muchos momentos de gran felicidad”, escribe, y en esas palabras se trasluce el éxtasis de leer, releer y escribir sobre algo único e irrepetible: la obra cumbre del realismo, el trabajo minucioso de Gustave Flaubert.

El acercamiento originario de Sylvia Iparraguirre a Flaubert fue con “Un corazón sencillo” —“un cuento largo que me maravilló siempre”, cuenta—, que describe la vida de Felicidad, una sirvienta humilde y contenta en la Normandía rural del siglo XIX. Pero fue con Madame Bovary, dice, que “terminé de contemplar el trabajo de Flaubert, lo que significaba esa escritura”. Tenía veinte años, estaba en la Facultad de Filosofía y Letras. “Mi impresión fue indeleble, se formó un recuerdo alrededor de esa lectura, pero posteriormente la leí y la releí muchas veces porque es un monumento a la novela realista burguesa del siglo XIX. No solamente la he leído por placer y por ver una vez detrás de otra la maestría de Flaubert, sino también porque la he dado en muchísimos cursos. La he dado en Literatura Francesa del siglo XIX, en Historia de la Novela, en Novela del Siglo XIX… así que tuve esa primera lectura pero quedó luego debajo de sucesivas lecturas de Flaubert”, le dice a Infobae Cultura, del otro lado del teléfono, la autora de libros como La tierra del fuego, Antes que desaparezca y La vida invisible.

Virginia Cosin cuenta que “la primera vez que quise leer a Flaubert tenía quince años. Mi mamá me regaló Madame Bovary porque para ella era una lectura clave. Tenía razón. Pero en ese momento de mi vida esa novela no me hablaba de nada. Años después, cuando ya estaba interesada en leer y también escribir literatura, y además siendo madre de una niña chiquita, volví a agarrarla y ahí sí, la novela empezó a trabajar en muchísimas direcciones, a resonar, a cobrar sentidos. No sólo me interesó leer a Flaubert sino leer ensayos sobre Flaubert: Barthes, Blanchot, Borges, Piglia. Y las cartas. Las cartas de Flaubert a Colet, que son un documento maravilloso”. Esas lecturas subieron al barco narrativo que estaba emprendiendo y jamás se bajaron. La mejor prueba es Pasaje al acto, una novela cuya protagonista, luego de un suicidio fallido, se apega a la lectura de Madame Bovary y se encuentra, ya no con la evasión necesaria, sino con identificación: “Leí el libro en tres días, con la emoción del que descubre su propia vida narrada con las palabras justas”, cuenta su personaje. Otra vez, ficción y realidad borroneando la frontera.

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Sylvia Iparraguirre

Las tentaciones idiotas

El idiota de la familia es el título de los cinco tomos que Jean Paul Sartre publicó en la década del setenta sobre Flaubert y una definición importante de su compatriota. Sartre empieza por el principio y va hacia el origen, el seno familiar, la relación con sus padres, sus hermanos, las expectativas incumplidas, su temprana enfermedad, su vida en los hospitales. “Le pasó como a muchísimos escritores: su vida fue bastante atormentada. Era un gran burgués, un hijo de médico eminente con tíos y abuelos médicos, con un hermano médico y con una madre bastante terrible, porque la madre tenía la idea de la grandiosidad puesta en la ciencia, en la medicina. Y Flaubert fue un chico al que le costó hablar. Además, a su familia no le parecía que escribir fuera un logro extraordinario. Para ellos la ciencia era todo. Estamos en el siglo del positivismo”, explica Iparraguirre. Fue hace 200 años exactos, en Ruan, Alta Normandía, 12 de diciembre de 1821, que nació el quinto hijo de Archilles-Cleophas Flaubert y Anne-Justine Caroline Fleuriot. Antes de que naciera la pareja había sufrido la muerte de dos bebés; luego, un hermano perdió la vida con cuatro años. Ese era el contexto.

Nada le interesaba demasiado. Estudió en el instituto de Ruan, probó con Derecho, conoció la bohemia, los viajes financiados por el patrimonio familiar, se fue a vivir al campo. Hubo un detonante: en 1844, cuando tenía 24, sufrió un ataque de epilepsia. Dejó sus ambiciones de lado —si es que alguna vez tuvo algunas— y se fue a la casa familiar en Croisset, cerca de Ruan, a orillas del Sena. A los dos años murieron, enfermos, su padre y su hermana en una agonía de dos meses. Vivió con su madre y con su sobrina, de quien se hizo cargo. Es en esa época que conoció a Louise Colet, su gran amor, una poeta once años mayor. Según el ensayista Emile Faguet, el único episodio sentimental de importancia en su vida. En las cartas reunidas en Razones y osadías, la gran mayoría son para ella. No sabemos qué respuestas obtuvo Flaubert: una sobrina de Louise quemó todas esa cartas ni bien murió su tía. “De él lo que se espera es otra muerte. Pero vive. Vive retirado, construye su propio refugio”, escribió Virginia Cosin. En esa familia rota, sin demasiadas expectativas, masticando odio en soledad, se puso a escribir.

Cuando escribió La tentación de San Antonio vivía con su madre. La idea original había aparecido unos cuantos años antes, cuando vio por primera vez el emblemático óleo de Pieter Brueghel el Joven. En 1845 acompañó a Italia a su hermana, recién casada, en su luna de miel, y visitó el Palacio Balbi de Génova, donde estaba en ese momento la pintura. Varios años después, en Ruan, diagramó unas cuantas ideas que fueron engordando y engordando hasta volverse un prometedor manuscrito; al menos para él. Tenía dudas, la historia era muy intensa, estaba llena de demonios. Llama a dos amigos que vivían en París para que vayan a su casa a escuchar de su propia voz la historia. “Ahora ya no se usa más pero en eso momento se hacían sesiones de ocho horas por día de lectura”, cuenta Iparraguirre. Flaubert les lee el manuscrito, los hombres lo oyen con atención, su madre detrás de la puerta trata de entender las extrañas conductas de su hijo. Cuando termina, pide el veredicto a sus amigos. Ellos le dicen que lo queme. Uno le da esta definición: “es una diarrea de perlas”.

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«La tentación de San Antonio según Gustave Flaubert», de Lovis Corinth

“Es que tenía unas preciosísimas imágenes muy barrocas de esta tradición del Diablo, pero le dicen que más vale que lo queme, que empiece por algo sencillo, que por qué no tomaba un personaje común, una historia más cercana, no una cosa tan tremebunda. Y Flaubert, aunque quedó muy herido, siguió trabajando en La tentación de San Antonio y finalmente lo publicó”, cuenta Iparraguirre. El libro se concreta en 1874 y hubo un pintor que, por esa época, lo leyó con el entusiasmo que no tuvieron los amigos de Flaubert. Nacido en Prusia, Lovis Corinth estudiaba en París cuando se topó con La tentación de San Antonio. Lo leyó con una voracidad desmedida. Era, posiblemente, el mejor libro que había leído jamás. Lo compró por unas monedas y lo devoró en un par de días. Evasión, sí, y absorción plena. Muchos años después (¿cuántas lecturas le habrá dado?), decidió representarlo en el lienzo: La tentación de San Antonio según Gustave Flaubert. Flaubert no llegó a verlo, había muerto hacía casi dos décadas. La pintura es de una preciosidad escandalosa y una prueba de cómo la literatura se mete en los intersticios de la vida.

Más paciencia que genio

Luego de las críticas de sus dos amigos y de poner a descansar su libro sobre San Antonio, se va de viaje a Oriente y, a su regreso, en el año 1851, comienza a escribir Madame Bovary. “Es una novela clásica, desde ya, —dice Sylvia Iparraguirre—, es una novela enorme dentro de la literatura por el trabajo artesanal que hace Flaubert con el lenguaje, con la estructura, con la psicología de los personajes y la descripción de ese mundo de provincia en relación con París y todo el mundo que imagina Madame Bovary. Es una lectura imprescindible para cualquier lector interesado en literatura y, si sos escritor, todavía más, porque Flaubert intentó desaparecer del texto y casi que lo logró en absoluto, es decir, abolir la subjetividad del narrador. Flaubert no opina ni abre juicio sobre los personajes. La novela se desarrolla delante de los ojos del lector como si se contara sola, no hay nadie que intervenga, no hay un narrador como ocurría en la novela romántica, que tenía una subjetividad excesiva. Flaubert escribe la novela positivista realista”. La termina, luego de un trabajo de 56 meses.

En una carta fechada el 5 de octubre de 1856, cuatro días después de que se imprima la primera entrega en La Revue de Paris, Flaubert le dice al poeta y dramaturgo Louis Bouilhet que “este libro indica mucha más paciencia que genio, mucho más trabajo que talento”. Faltarían luego varias entregas más, que se sucederían hasta el 15 de diciembre del 1956, hasta concluir todas reunidas en formato libro en 1857. “Flaubert leía el Código Penal para hacer una prosa desprendida de toda subjetividad y logra una especie de obra de arte de orfebrería. Cualquier lector medianamente afecto a la literatura, ante esa maravilla que es Madame Bovary, se deslumbra”, cuenta Iparraguirre de esta novela cuya protagonista está basada en la vida de Delphine Delamare, “una chica de provincias, casada, que tenía deudas y se termina suicidando”. Al igual que la protagonista de Ana Karenina de Tolstoi, que “sin dudas leyó y muy bien a Flaubert. Incluso los orígenes de las dos novelas son hechos policiales ocurridos en las zonas donde vivían cada uno de los escritores”.

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Virginia Cosin (Foto: Valeria Bellusci)

Emma, la protagonista de esta novela, es la hija del señor Rouault. Charles Bovary se enamora de ella, le pide la mano a su padre y Emma se convierte en Madame Bovary. Pero, ¿qué es lo que realmente quiere? “Antes de casarse —escribe Flaubert—, ella había creído estar enamorada, pero como la felicidad resultante de este amor no había llegado, debía de haberse equivocado, pensaba, y Emma trataba de saber lo que significaban justamente en la vida las palabras felicidad, pasión, embriaguez, que tan hermosas le habían parecido en los libros”. Sylvia Iparraguirre explica que “el romanticismo venía de una cosa excelsa. Lo que hace Flaubert es como escribir sobre el colectivero, parecía una cosa menor. Había un criterio un poco aristocrático de la literatura. Quedó demostrado que cualquier persona vista de cerca es complejísima. como esta chica que sueña todo el tiempo con otro lugar, no se sabe cuál, pero no es aquel en el que está. Y así surge un concepto psicoanalítico, el bovarismo, aquellos que nunca están conformes con lo que les está pasando y siempre están soñando con otro lugar, como que la vida está en otra parte”.

Juicio y deleite

En Pasaje al acto, la novela de Virginia Cosin, la protagonista lee Madame Bovary en un neuropsiquiátrico luego de intentar suicidarse. Según la propia Cosin, “hace una lectura un poco bovariana; aunque Piglia dice, y yo coincido, que Madame Bovary nunca leería Madame Bovary. Quiero decir que la protagonista de Pasaje al acto se identifica con Emma, (anti) heroína de la novela. Se identifica en el sentido de que para ella, igual que para Emma, el mundo de las ficciones es muchísimo más interesante que el de la vida cotidiana del trabajo, la familia, las obligaciones diarias, que la aburren mortalmente. Pero a la vez esa tendencia a fantasear la lleva a hacer ‘locuras’”. Martín Kohan escribió que se trata de una novela que “reclama un refugio casi con desesperación. Sólo que lo otro del refugio, en esta novela, más que la intemperie es la trampa. Refugio o trampa: es una oscilación fatídica”. Justamente, ¿es el refugio que Emma Bovary encuentra en la lectura la trampa que la condena? ¿Cuál es el estatuto de la literatura hoy? ¿Qué es Gustave Flaubert, su obra, su literatura, en un mundo como éste?

“Flaubert es la cima de la novela moderna”, dijo Diego Cano. Iparraguirre sostiene que “es la cúspide del realismo en este sentido literario: que desaparece del texto”. Cuando Madame Bovary vio la luz, el Estado francés le inició acciones legales por “atentar contra la moralidad”. En ese mismo año y en ese mismo tribunal fue juzgado y condenado Charles Baudelaire por Las flores del mal. “El fiscal que lo acusa de inmoral —dice Cosin— pretende alegar como prueba la inmoralidad de Emma, su personaje. Lee pasajes enteros en donde el autor no opina, no hace juicio de valor sobre lo que hace o deja de hacer un personaje que no existe en la materialidad del mundo real pero que adquiere tal consistencia gracias a las palabras empleadas por su autor, que cobra vida. Y por eso es una obra revolucionaria”. Finalmente fue absuelto, pero empezó a sentir cómo la moralidad de la época le respiraba en la nuca, cómo todo lo que podía escribir podía suscitar lecturas condenatorias. También sintió el éxito, que “no es para mí”, como le escribió a Jules Sandeau en una carta de 1861.

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Ilustración de Alfred de Richemont para una edición de Madame Bovary

Sin dudas, las miles de cartas que dejó forman una obra en sí misma que debe ser leída como una literatura íntima. Ahí, en esa escritura, se toma licencias y opina con vehemencia sobre la democracia, la esclavitud, las mujeres. “Yo no creo que Flaubert haya sido ni racista, ni machista, por otro lado. Hay que leer a los autores en el contexto de la época en que escriben y no con categorías de la época actual. Madame Bovary es una obra de una extrema y exquisita sensibilidad femenina. En todo caso creo que Flaubert era, como él mismo decía, un salvaje”, dice Cosin. Iparraguirre coincide: “El juicio moral hacia atrás es muy peligroso. Las circunstancias sociales y políticas eran muy distintas”, y agrega que “Flaubert produce un tipo de emoción estética, incluso sentimental, justamente con unos medios que parecen imposibles: con una especie de frialdad para narrar muy tremenda y con un elemento composicional que es el contrapunto, que él lo maneja de manera magistral. Flaubert te hace emocionar hasta con un loro embalsamado”, dice en referencia al cuento “Un corazón sencillo”, que inspiró la novela de Julian Barnes, El loro de Flaubert.

“¿Por qué ciertos objetos de la realidad ficticia sobreviven en la memoria tan nítidos y sugestivos como verdaderos personajes de carne y hueso?”, se pregunta Vargas Llosa en La orgía perpetua, y se responde: “Porque han sido arrancados al mundo muerto de lo inerte y elevados a una dignidad superior; dotados de cualidades insospechadas, como, por ejemplo, una recóndita psicología, una capacidad de comunicar mensajes y despertar emociones, que hacen de ellos, pese a sus cuerpos inmóviles, pétreos, ciegos y mudos, seres imbuidos de profunda animación, de secreta vida”. Hay algo en este escritor inaugural —en varias dimensiones del término— que trastoca la manera de entender la literatura, no sólo de los autores, de cómo escribir, de qué es posible hacer con la imaginación y buen uso del lenguaje, también de los lectores, de qué puede provocar una historia sensible e inteligente y qué tan visible es la línea que separa lo que pasa dentro de las páginas y lo que suceda fuera. “No creo que haya que buscar ni enseñanzas ni moralejas, ni mensajes. Creo que hay que leerlo por puro deleite”, concluye Virginia Cosin.

Fuente: Infobae