Borges, Shakespeare y Don Quijote protagonizan un “diccionario oral” pensado “de memoria”

¿Por qué desapareció la “ch” del diccionario? ¿Siempre existió la figura de “autor”? ¿Cómo afectó la censura a la cultura escrita? ¿Y el Kindle a la forma actual de leer? Todo esto y más en “El pequeño Chartier ilustrado”.

A fines de 2016, cuando el destacado historiador francés Roger Chartier fue invitado a publicar uno de sus trabajos en la flamante editorial de la Universidad Austral de Chile, su respuesta fue insólita. Aunque aceptó, aseguró que no le interesaba reeditar ninguno de sus viejos libros, pero tampoco escribir uno nuevo. ¿Cuál era, entonces, su idea?

Ante la iniciativa de los antropólogos chilenos Pedro Araya y Yanko González, el especialista en historia del libro, de la lectura y de la edición les propuso materializar un volumen pensado desde la oralidad: “contar”, desde su memoria, un diccionario que abordara los principales hallazgos de sus investigaciones sobre la cultura escrita para un público amplio y no académico.

Encantados con la idea de Chartier, los antropólogos fueron modulando y condensando este “diccionario oral” a través de distintas entradas que, a pesar de estar en orden alfabético, siguen una misma línea como si cada letra fuera una continuación de la anterior.

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El resultado es El pequeño Chartier ilustrado, editado por Ampersand, un excepcional lexicón que comprende la vastísima obra del historiador francés, con la efectiva simpleza de la oralidad. En sus páginas, distintas entradas como BorgesShakespeare Don Quijote van hilvanando una historia repleta de datos, chismes y curiosidades que, a su vez, no se detiene únicamente en los grandes nombres de la literatura universal.

¿Qué pasó con la “ch” y por qué desapareció del abecedario? ¿Puede hablarse de “la muerte del lector”? ¿Qué rol cumplen dispositivos electrónicos de lectura como el Kindle en el panorama actual? ¿Por qué hoy se habla tanto de la “literatura del yo”? ¿De qué manera incidió la censura en la cultura escrita?

Roger Chartier, como quien tira de un hilo que nunca se acaba, entabla en El pequeño Chartier ilustrado una conversación mano a mano con el lector en la que, a través de la tinta, se cuela su propia voz.

“El pequeño Chartier ilustrado” (fragmentos)

♦ Borges

Jorge Luis Borges y la idea de la autoría como cárcel del "yo". (Gustavo Wojciechowski)

Jorge Luis Borges y la idea de la autoría como cárcel del «yo». (Gustavo Wojciechowski)

Se puede decir que todos los cuentos de Borges tienen como objeto explícito o implícito la producción, la transmisión y la apropiación de los textos. Vamos a tomar algunos ejemplos, para no hablar de manera excesivamente general. El primer ejemplo podría ser “Borges y yo” (en El hacedor, de 1960). En este texto, el autor le da una forma poética, casi ontológica, a una cuestión clásica, que es la relación entre el escritor que ha escrito un texto y el nombre del autor al cual se le atribuye este texto; y esta es la cuestión de Foucault en su conferencia de 1969, “¿Qué es un autor?” (pues, todos los textos fueron escritos por alguien, pero no todos los textos tienen un autor).

Entonces, ¿cuándo, cómo y por qué los textos han adquirido un nombre propio, que corresponde o no con el nombre del escritor? Perdurablemente, el nombre del autor apareció siempre como argumento de venta. De ahí la atribución de textos a un nombre propio que tiene ya una reputación. Es el caso de Shakespeare, por ejemplo. A partir de 1598, nos encontramos con poemas y obras teatrales que fueron atribuidos en la portada a Shakespeare, aunque fueron progresivamente excluidos del corpus canónico shakesperiano a partir del siglo XVIII.

Los americanos dirían que el nombre propio es como un commodity, algo que se vende, independientemente de la voluntad o del conocimiento del autor. El modelo romántico, en cambio, hará que el escritor como individuo y el autor como nombre propio sean identificados como una sola y misma persona, lo que indica una nueva forma de comprender la literatura. Lo que definimos nosotros ahora como literatura no es una realidad trans-histórica, sino que es una realidad que nace en el siglo XVIII. Uno de los síntomas de este nacimiento sería justamente la identificación entre el escritor y el autor, lo que explica la proliferación de las biografías literarias a partir de este momento.

Esta es la cuestión histórica planteada por Foucault, que podemos seguir en “Borges y yo”. Por un lado, el yo es la condición de posibilidad de “Borges”, el nombre propio, el nombre del autor que aparece en un diccionario biográfico o en una lista de profesores. Este nombre es una construcción social que absorbe la existencia del individuo, incluso si este intenta escapar. Es a este nombre propio al que se le atribuyen todas las obras del escritor, aun las que escribió para liberarse de lo que se esperaba de “Borges”. El nombre del autor es como una cárcel de la cual el “yo” no puede huir.

Por otra parte, el yo, que no está seguro de ser alguien, no puede ser sino gracias al nombre propio, al nombre del autor, a Borges: “Yo he de quedar en Borges, no en mí”. Esta inversión da al cuento una dimensión metafísica y ontológica, como si el yo estuviera absolutamente incierto de su propia existencia (“si es que alguien soy”) y, por tanto, solo a través del nombre del autor pudiese tener existencia y sobrevivencia. Los mismo vemos en un texto magnífico sobre Shakespeare, “Everything and nothing”, en su libro El hacedor, porque Shakespeare, que es nadie (“Nadie hubo en él”), existe solamente a través de los personajes que el actor Shakespeare representaba y, después, en la invención dramática de héroes trágicos: “Nadie fue tantos hombres como aquel hombre”.

Pero el nombre del autor no es suficiente para ser alguien. Ni siquiera para Dios, que le dice a Shakespeare: “Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie”. Con Borges, el problema teórico e histórico de la relación entre autor y escritor adquiere una profundidad poética y filosófica.

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♦ Quijote (don)

Don Quijote de la Mancha, de Cervantes, es uno de los libros más traducidos de la historia. (Gustavo Wojciechowski)

Don Quijote de la Mancha, de Cervantes, es uno de los libros más traducidos de la historia. (Gustavo Wojciechowski)

Hay varias razones para introducir a Alonso Quijano, quien decidió llamarse Don Quijote de la Mancha, en este pequeño diccionario. La primera es que su historia ha sido una de las obras más traducidas en toda la literatura. Pero otra razón puede ser más interesante: la salida de los personajes inventados por Cervantes fuera de las páginas del libro. Muy temprano, pocos años después de la publicación de lo que será la Primera Parte del Quijote, impresa a finales de 1604 y publicada en 1605, varias apropiaciones se apoderaron de los personajes.

Por ejemplo, en las fiestas: en los torneos aristocráticos, en los carnavales o, más curiosamente, en las ceremonias de beatificación de Ignacio de Loyola o de Teresa de Ávila, que tuvieron un episodio quijotesco –a “lo picaresco”–, como dicen los relatos de ese tiempo. Muchas veces nos encontramos con testimonios de personas que habían leído el libro y que encontraban un placer particular en ver a los protagonistas encarnados en hombres y mujeres de carne y hueso. Una segunda forma de salida de los protagonistas de las páginas de las ediciones son las adaptaciones teatrales, que empiezan muy temprano, con una comedia de Guillén de Castro, anterior a 1608.

No era tan fácil hacer una comedia con las numerosas aventuras y desventuras de don Quijote como personaje. Es la razón por la cual los dramaturgos prefirieron focalizarse en las novelas que están dentro de la “historia”, la “Novela del curioso impertinente”, por ejemplo, que son tres capítulos de la Primera Parte (XXIII a XXV) que no tienen nada que ver con la historia de don Quijote, excepto que es una historia leída en voz alta por el cura a los personajes de la “historia”.

Digo historia porque es así como Cervantes designó su libro, jugando con documentos, archivos, o discusiones eruditas que hacían de Alonso Quijano un personaje real. Los amores y desamores entre Cardenio y Luscinda, o Fernando y Dorotea era otra “novela” que podía atraer la atención de los dramaturgos. Los lectores contemporáneos generalmente han olvidado estas novelas dentro de la historia, pero en su tiempo el Quijote fue leído como un repertorio de novelas breves que podían transformarse en obras teatrales. La primera parte inspiró la comedia de Guillén de Castro, otra obra perdida escrita por Shakespeare y Fletcher –cuyo título era The History of Cardenio– y una serie de obras francesas escritas por Pichou Guérin de Bouscal.

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Una última observación: Don Quijote es un libro fundamental para comprender la fuerza de lo escrito. Es un libro que muestra cómo la lectura silenciosa, visual, construye un mundo en el cual el lector se proyecta en el texto y el texto se hace realidad para el lector. Esto es esencial.

Muchos de los protagonistas del Don Quijote han leído, como él mismo, las novelas de caballería, pero piensan que pertenecen a un pasado abolido, desaparecido. Don Quijote las hace contemporáneas de su propia existencia. Según los tiempos, este rasgo de la ficción permitió mostrar lo cómico del personaje, que confunde los tiempos, hacer hincapié en los peligros de la lectura, cuando aleja al lector del mundo real, o plasmar al héroe como un personaje idealista, que piensa que el mundo en el cual vive debe ser el mundo justo de los caballeros andantes, el mundo de la caballería y de la justicia, un personaje que desea un orden más justo.

Todas las lecturas sucesivas de Don Quijote radican en la importancia central otorgada a la lectura en el texto, ya como un peligro, cuando la lectura es una ilusión quimérica, o como una inspiración para una voluntad de justicia. Don Quijote es el libro de la historia del libro y de la lectura: no solo porque prefigura la commodification de la literatura, que se encarna de diversas maneras en los productos derivados de las ficciones contemporáneas, sino también porque nos obliga a ubicarlo en su tiempo –es un libro de 1605– y a seguir sus múltiples apropiaciones, en varias lenguas, géneros y formas, hasta nuestro presente.

♦ Shakespeare

La figura de "autor" es más bien moderna: recién a partir de 1598 empezó a aparecer el nombre de Shakespeare en las portadas de ediciones o reediciones de sus obras, pero no de manera sistemática. (Gustavo Wojciechowski)

La figura de «autor» es más bien moderna: recién a partir de 1598 empezó a aparecer el nombre de Shakespeare en las portadas de ediciones o reediciones de sus obras, pero no de manera sistemática. (Gustavo Wojciechowski)

La historia de las ediciones de las obras de Shakespeare muestra la importancia que tienen las formas materiales de publicación para la construcción del sentido de las obras por sus lectores.

En la Inglaterra de los siglos XVI y XVII, la forma normal de publicación de las obras teatrales (cuando tocaba el caso de que eran publicadas), eran pequeños pliegos en formato in-quarto, compuestos por hojas de imprenta dobladas dos veces, que daba un cuaderno de ocho páginas. Estos pliegos, o pamphlets en el léxico de los impresores ingleses, no eran encuadernados y no constituían “libros”.

En un taller de imprenta, una prensa podía imprimir en un día 1500 ejemplares de una hoja in-quarto. La publicación de los textos dramáticos en Inglaterra, tal como la publicación de las comedias sueltas, los romances y las relaciones de sucesos en España, se plasmaban en esta forma de publicación. En el caso del teatro inglés –y esto se puede vincular con la relación entre la voz (de los actores) y los ojos (de los lectores)–, gran parte de las obras de teatro nunca fueron impresas, de modo que el teatro inglés de la primera modernidad es un poco como la cultura escrita de la Antigüedad, es decir, un mundo de obras perdidas, de las cuales conocemos los títulos, pero no los textos. El caso de Shakespeare lo demuestra, porque antes de su muerte –en 1616–, la mitad de las obras suyas que conocemos hoy en día no habían sido impresas.

De ahí la importancia de la segunda forma de publicación que ha rescatado el corpus shakesperiano en 1623, siete años después de su muerte, que es la publicación de un libro in-folio que reunió treinta y seis piezas de teatro shakesperianas. Con esta publicación, se da a conocer por primera vez la mitad de sus obras teatrales que no habían sido publicadas anteriormente en una edición in-quarto. La mutación entre los quartos y el folio tiene importantes consecuencias. Los pliegos eran frágiles y para que se puedan conservar debían estar encuadernados con otros textos, perteneciendo al mismo género o compartiendo la misma temática. En las colecciones que conocemos, las obras de Shakespeare in-quarto se encuentran con los textos de otros autores. Su sentido se construye a partir de su coexistencia en el propio libro con estas otras.

Es solamente el folio de 1623, enteramente shakesperiano, el que le otorga una consagración canónica a la obra del dramaturgo, incluyendo su retrato en el libro. Mientras que los quartos no sobrevivían cuando quedaban sueltos (por ejemplo, de la primera edición de Hamlet de 1603 se conocen solo dos ejemplares), el folio aseguraba la posteridad de la obra y de su autor (hoy en día se conservan 234 ejemplares de la edición de 1623).

Entonces, se trata de dos formas diferentes de publicación, donde la lectura de las obras no es la misma. Por un lado, un monumento que celebra la gloria del autor que falleció siete años antes de la publicación y, por otro, frágiles objetos que son como los “papeles rotos de la calle”, para citar al Quijote. La diferencia material implica diferentes formas de apropiación y de lectura, también gobernada por las variantes textuales que la acompañan. Movilidad de la forma e inestabilidad del texto están vinculadas, como se puede ver en la comparación entre los tres Hamlet (cuyos textos fueron publicados en los dos quartos de 1603 y 1604, y en el folio de 1623) o los dos King Lear (en 1608 y 1623).

Otro tema importante en relación a Shakespeare, que parece ser el autor más canónico, es la presencia o la ausencia de su nombre en las ediciones de sus obras. Muchos de los quartos no lo mencionaban como autor, como si finalmente no fuera el elemento más decisivo. Las portadas mencionaban la compañía teatral, los lugares de las representaciones, el título y el género de la obra, pero no el nombre del autor. Existía una distancia entre el autor que ha escrito el texto, que no está mencionado, y la relación de la obra con toda una serie de agentes que no son su autor.

En el caso de Shakespeare, es solamente a partir de 1598 que aparece su nombre en las portadas de ediciones o reediciones de sus obras, pero no de manera sistemática. Sin embargo, después de esta fecha, el nombre de Shakespeare emerge como un argumento publicitario, que puede ayudar a la venta de los pamphlets. De hecho, su nombre va a ser utilizado por libreros-editores que van a poner las iniciales W. S. o el nombre completo, William Shakespeare, en la portada de obras que nunca fueron reconocidas después del siglo XVIII como escritas por él. De esta manera, hay una discrepancia entre el nombre del autor, manipulado por los editores, y la identidad de la escritura que remite a un escritor particular. A la rarefacción de la función-autor, ya que no aparece en las ediciones de sus obras, se opone su “proliferación” cuando su nombre se ha vuelto argumento comercial por ser famoso.

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Quién es Roger Chartier

♦ Nació en Lyon, Francia, en 1945.

♦ Es un historiador de la cuarta generación de la Escuela de los Annales, especializado en Historia del Libro, Historia de la Lectura e Historia de la Edición.

♦ Es profesor de la Universidad de Pensilvania y del Colegio de Francia, así como director de estudios en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS).

♦ Es autor de libros como El mundo como representación, Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna y Sociedad y escritura en la Época Moderna. La cultura como apropiación.

Fuente: Infobae