Joaquín Sabina desplegó su mapamundi del deseo en la hora de la poesía

El cantautor habló en el Congreso de la Lengua como si entrara en una taberna madrileña a tomarse un par de tragos; humor, barroquismo y el arte de hablar de poesía en prosa. Con pudor, Sabina admitió que estaba por debajo de eruditos y teóricos. 

Suspiros, no aplausos. Bastó con que el vozarrón áspero y metálico tajase el aire de la sala para que un coro de suspiros (femeninos, claro está) se elevara hasta volverse aplauso sostenido en agradecimiento al poeta entrañable. Ya estaban sus compañeros de mesa sentados esperándolo, como lo aguarda la banda en sus conciertos, cuando Joaquín Sabina ingresó con pasos largos y sin prisa, envuelto por los aplausos: camisa y pantalón y una campera de cuero negra, como quien ingresa despreocupadamente en una taberna madrileña para beberse un par de copas y no en un santuario de las academias.

Hubo una serie de presentaciones a cargo de sus compañeros de mesa (María Negroni y Elvira Sastre, entre ellos), y cuando le tocó el turno, el andaluz presentó credenciales de forastero: «Me siento un poco impostor», dijo. La media sonrisa insinuó que no habría de pedir disculpas-. Pero siempre me ha gustado sentirme un impostor -añadió. Las primeras risas se abrieron paso en medio de los suspiros-. Es decir, asistir a fiestas a las que se supone que no debí haber sido invitado».

No hubo música esta vez, porque el que llegó al VIII Congreso Internacional de la Lengua que hoy culmina no fue el cantautor de multitudes enfebrecidas sino el poeta que en sus días de juventud se enamoró de Garcilaso de la Vega y Rubén Darío, de Jaime Gil de Biedma y César Vallejo, y leyéndolos e imitando a esos maestros descubrió el milagro de la poesía.

Juegos de azar

La tercera jornada fue otra vez un vendaval de actividades. En ocasiones como esta, cuando en la ciudad se multiplican las actividades, el cronista tiene la amarga sensación de que en nombre de las urgencias que exige la crónica periodística, casi siempre destinada a satisfacer los intereses de una gran cantidad de lectores, omite con frecuencia poco deseable la noble tarea que en mesas de discusión muy ricas en ideas llevan adelante lingüistas, filólogos, historiógrafos de la lengua y otros especialistas, cuya labor es decisiva para la custodia y el enriquecimiento del idioma. Seamos sinceros: no es una sensación, sino una certeza.

La ciudad (o una parte de la ciudad, para despejar de paso ese malentendido según el cual solemos creer que el mundo que nos rodea es el mundo, a secas) está plagada de actividades, y la mayoría de ellas reciben muy buena acogida de cientos, a veces miles de personas. Santiago Machado Muñoz, presidente de la Real Academia de Letras, insiste, con ánimo de calmar ansiedades, en que los interesados pueden elegir de entre todas escogiéndolas al azar, con la misma libertad y espíritu de juego con que Julio Cortázar invitó a leer Rayuela a sus devotos lectores con un Tablero de Direcciones.

Es una buena idea, solo que, cuando en procura de asistir a otra mesa de debate se deja atrás un encuentro (pongamos por caso los de «Literatura e interculturalidad» o «La competitividad del español como lengua para la innovación y el emprendimiento»), y se va aprisa a otro encuentro, sobreviene un sentimiento de pérdida, de escucha fatalmente inacabada. Como si el lector de Rayuela, para seguir el juego de Machado Muñoz, detuviese abruptamente la lectura en medio de un párrafo, sin siquiera completar una frase. A decir verdad, no hay nada para reprocharse en ese caso: el propio Cortázar quiso liberarnos de esas ataduras.

El chispazo de la poesía

Hubo de mañana la presentación de diccionarios y obras centrales para la pedagogía (el Glosario de términos gramaticales y el Libro de estilo de la lengua, entre otros), y de tarde una aparición grabada en video de Marcos Mundstock. Pero la gran expectativa era escuchar a Sabina, claro. Que pagó con creces. María Negroni -tan delicada y luminosa ella, tan femenina, tan poeta- abrió la mesa con palabras sutiles: «La poesía es el descenso a lo desconocido de nosotros mismos -dijo-. Con la conciencia que se tiene, esa trabajosa ceguera, de aquello que se resiste a ser nombrado».

Al cabo de un momento, cuando concluyó la presentación de quienes lo flanqueaban en la mesa, incluida la muy aplaudida Elvira Sastre, Sabina irrumpió como un fulgor.

Elvira Sastre, otra protagonista Fuente: LA NACION Crédito: Diego LimaEl creador de Inventario (en aquel debut discográfico, de 1978, aparece el «Romance de la gentil dama y el rústico pastor»); el estudiante de filología románica en la Universidad de Granada; el autor de aguafuertes madrileñas escritas en amaneceres de tantos excesos y tantos amores carnales y corazones rotos y tanta resaca; el autor del poemario de sonetos Ciento volando de catorce, en fin, al cabo de un momento, Sabina celebró que tanta gente se hubiese reunido a oír poesía. Y luego desató la fiesta leyendo un texto en prosa hermosísimo, lleno de imágenes suculentas de tan personal barroquismo y de escenas de un risueño erotismo y de un humor tan inconfundible como su voz gravemente rasposa.

«Así que un día me subí sin billete de vuelta al vagón de tercera de aquellos sucios trenes que iban hacia el norte, me apeé en la estación de Atocha y aprendí que las malas compañías no son tan malas. Y supe al fin a qué saben los aplausos y los besos y el alcohol y la resaca y el humo y la ceniza, y lo que queda después de los aplausos y los besos y el alcohol y la resaca y la ceniza. Tal vez por eso mis canciones quieren ser un mapamundi del deseo, un inventario de la duda, siete crisantemos con espinas…». Todavía se oye el aplauso que agradeció ese vibrante retazo de tan intensa autobiografía.

Fuente:  Víctor Hugo Ghitta, La Nación