Tato Bores: la vigencia de sus monólogos, a 25 años de su muerte

El mayor legado de Tato Bores está en su vigencia. El máximo exponente de la historia del humor político en la Argentina nos dejó hace 25 años, pero nos sigue hablando desde sus insuperables monólogos televisivos como si no se hubiera ido.

Lo escuchamos ironizar sobre los vaivenes del dólar, sobre la incertidumbre económica, sobre el resbaladizo comportamiento de políticos que prometen una cosa y hacen al día siguiente lo contrario. Cosas dichas hace décadas que conservan plena actualidad en la Argentina del eterno retorno.

Esa vigencia también explica que su estilo no haya encontrado ningún heredero capaz de ponerse a su altura. Esta circunstancia pone todavía más de relieve la grandeza de la figura que se despidió de nosotros aquel 11 de enero de 1996, derrotado finalmente por un cáncer de huesos. Tato logró llevar la observación satírica de la política argentina a una altura imposible de alcanzar. Y con la misma ironía que lo caracterizó podríamos decir que el único personaje que estaba en condiciones de igualarlo era Helmut Strasse, el antropólogo europeo empecinado en encontrar en 2492 las improbables huellas de lo que alguna vez fue la Argentina.

Strasse fue uno de los tantos disfraces que tuvo Tato Bores y, seguramente, el personaje más iluminado del último tramo de su admirable carrera televisiva, que se extendió entre 1957 y 1993. Cuando la inspiración de sus hijos Alejandro y Sebastián Borensztein (responsables creativos de la carrera de Tato a partir de 1988) construyó ese magnífico homenaje llamado La Argentina de Tato en 1999, Strasse apareció como el compilador simultáneo de la vida televisiva del actor y de su punzante mirada sobre la realidad de nuestro país.

A Tato seguramente le hubiese agradado mucho comprobar que esos grandes momentos suyos que reaparecen periódicamente en la pantalla contando hace 30 o 40 años cosas muy parecidas a las que nos ocurren hoy se deben a la paciente búsqueda arqueológica de Strasse. El círculo en forma de chiste se cierra a través de las dos caras de un mismo actor. No hay otro como él en condiciones de cumplir con esa misión.

Por atributos como este, Tato Bores merece con creces un título al que pocos pueden aspirar con tanta legitimidad, el de actor cómico de la Nación. Como señaló con agudeza Bartolomé de Vedia al despedirlo en LA NACION hace un cuarto de siglo, Bores llenó primero con creces los sucesivos destinos que la vida le brindó: hacer reír, hacer pensar (casi siempre por la vía del absurdo) y hacer felices a quienes lo rodeaban. Y lo hizo de la mano de una gran renovación de las tiras políticas no en cualquier lugar sino en la Argentina de su tiempo, durante casi tres décadas. Fue, agrega De Vedia, el brillante monologuista «que mantuvo despierta la conciencia cívica de varias generaciones con su monitoreo desenfadado e irreverente de la realidad nacional». Un abordaje, sabemos hoy, extraordinaria y asombrosamente vigente.

Antes de alcanzar esa identidad definitiva de humorista político imprescindible (e irremplazable) recorrió otros caminos. Pero en su cabeza el viaje tenía una línea recta. Desde que era adolescente sintió que el mundo del espectáculo lo atraía como un imán. No podía resistir el magnetismo de la noche, válvula de escape de una infancia marcada por la pobreza, el fracaso escolar (lo habían expulsado por vago del colegio secundario) y la frustración de no haber podido aprender a tocar el clarinete.

Los primeros pasos en los medios

Mauricio Borensztein (nombre y apellido de su documento de identidad) jugó siempre medio en broma y medio en serio con las incógnitas alrededor de su fecha de nacimiento, que se sitúa según las fuentes entre 1925 y 1927. Creció en los alrededores de la Plaza Lavalle, en una vivienda de dos habitaciones situada en Córdoba y Libertad. Su primer contacto con el universo en el que se consagraría tuvo que ver con la música. Era uno de los plomos (encargados del transporte y armado de instrumentos, partituras y elementos sonoros) de la orquesta de Luis Rolero. No llegó a aprender el clarinete, pero se sumaba de tanto en tanto a las actuaciones ejecutando algún instrumento de percusión.

Tato Bores y sus tres hijos
Tato Bores y sus tres hijos Fuente: Archivo – Crédito: Gentileza Familia Borenstein

Esa orquesta acompañaba las transmisiones de radio en vivo que hacía a mediados de la década del 40 la troupe encabezada por Pepe Iglesias «El Zorro», una de las grandes estrellas de la época. Ellos fueron los primeros en escuchar (y festejar) los chistes que Bores hacía durante las pausas de cada actuación. Cuando el propio Iglesias y Julio Porter (un acreditado guionista y productor radial) lo escucharon, Bores fue inmediatamente invitado a sumarse al equipo.

Y con el estímulo de Porter, Bores creó muy pronto su primer gran personaje. Cuenta el libro Días de radio que era «vociferante, excéntrico y con ligero acento extranjero». Se presentaba como Igor Snipechock Nabobotnik («por parte de madre»), pero todos empezaron a conocerlo como Igor. En 1946, el personaje formaba parte de un programa conocido como La escuelita humorística, encabezado por Pepe Arias como el «maestro Vistobueno Ciruela». El éxito del programa fue enorme hasta que, según se recuerda en Días de radio, apareció el primer choque de Bores con un funcionario de un gobierno peronista. El entonces ministro de Educación Oscar Ivanissevich dio por terminado el programa «porque allí no se hablaba como habla la gente».

Porter se las ingenió para llevar a Igor a la televisión argentina que acababa de nacer. En 1952 Bores apareció por primera vez en pantalla al frente de Telelocuras de Igor. Casi inmediatamente comenzó una virtuosa alianza creativa entre Bores y Juan Carlos Colombres (el gran Landrú), que escribió casi todos los ciclos del cómico de ese tiempo, sucesivos ensayos de lo que terminó siendo su personaje definitivo. Sobre todo en un breve programa dedicado a la sátira de la actualidad estrenado en 1958, Semanario político mundial.

Tato Bores en 1980, en un momento de la grabación de su programa
Tato Bores en 1980, en un momento de la grabación de su programa Fuente: Archivo – Crédito: Daniel Merle

El otro aspecto que marcó a fuego el estilo de Tato empezó a configurarse cuando se sumó a la exitosa telecomedia La familia Gesa, en 1960. Allí el público empezó a acostumbrarse al verlo hablando a toda velocidad. «Me sabía el libreto del derecho y del revés, y no me equivocaba nunca», dijo años más tarde cuando cada monólogo de sus programas corroboraba en plenitud esa afirmación.

Sus señales de identidad

Faltaba agregar las restantes señales de identidad. Una de las más importantes apareció en 1958, cuando Tato se presentó ante las cámaras vestido de frac. «Había que estar preparado por si te ofrecían algún ministerio», confesó en aquella oportunidad. Al frac sumó la peluca, el cigarro y los anteojos que tenía que levantar a cada momento porque resbalaban peligrosamente hacia abajo.

Todo ese curioso patrimonio definió a Tato en los años siguientes tanto como sus monólogos, que obligaban a la atención permanente de quien los escuchaba. «El que se distraía un segundo perdía: quedaba al margen de los chistes de la semana que iban a ser el comentario obligado en las reuniones de amigos o en las charlas de oficina», agregó De Vedia en su semblanza.

El monólogo fue siempre la esencia de sus programas, pero por fuera de ellos también indagó en los sketchs y en producciones especiales
El monólogo fue siempre la esencia de sus programas, pero por fuera de ellos también indagó en los sketchs y en producciones especiales Crédito: Ministerio de Cultura

El monólogo fue siempre la base y la esencia de los programas de humor político de Tato. No había uno solo por emisión. La mayoría esperaba el celebérrimo «monólogo nacional» que el propio Tato presentaba con un cantito parecido al del voceo de los vendedores de diarios. Pero también sus programas contaban con un monólogo dedicado a los temas internacionales.

Esa atención casi excluyente a los temas de la actualidad política y económica fue fomentando con el tiempo un equívoco monumental aprovechado en más de una ocasión por quienes quisieron sacarse de encima a Tato porque resultaba una persona incómoda para sus planes y estrategias televisivas. Se argumentó más de una vez para prescindir de él que su humor era «elitista» e incompatible con el perfil «nacional y popular» que había supuestamente adoptado la TV argentina cuando los canales fueron estatizados a la fuerza durante el gobierno peronista de los años 70.

En verdad, lo que Tato siempre buscó fue elevar la calidad de sus programas sumando cada vez más elementos estéticos, innovaciones visuales y elementos propios de un considerable despliegue de producción para que no fueran siempre iguales. Hubo siempre un reconocimiento generalizado hacia el espíritu creativo de Bores y de la gente con la que supo rodearse para llevar adelante sus ciclos, que ciertamente fueron evolucionando con el paso del tiempo hasta adquirir en los tramos finales un esmero formal y un trabajo de elaboración pocas veces igualado en su tipo.

Tato Bores, en pleno monólogo
Tato Bores, en pleno monólogo

Bores supo además rodearse de autores de sólida formación que sabían aprovechar cada oportunidad para jugar con las palabras de un humor inteligente: Carlos Warnes (César Bruto), Jordán de la Cazuela, Santiago Varela, Aldo Cammarota, Geno Díaz, Julio César Castro y Juan Carlos Mesa.

Ese toque de distinción alrededor del humor también se manifestaba en otros detalles, algunos casi lujosos: los invitados que aparecían al final de cada emisión, los números musicales, el brindis con champagne. Y se sumaban excentricidades como la histórica presencia de Federico Manuel Peralta Ramos, cumbre de un humor absurdo que también se reflejaba, desde una perspectiva casi opuesta, en las grandes apariciones de Raúl Ricutti.

Ese espíritu perfeccionista se traducía en la estrategia invariable con la que Tato concebía su trabajo. Seis meses de dedicación exclusiva a su temporada televisiva y los otros seis meses consagrados al descanso (Punta del Este era uno de sus lugares en el mundo) y a la gestación de nuevas ideas.

Cualquier mirada de soslayo a un humor supuestamente elitista chocaba con el incontrastable testimonio de la realidad. ¿Cómo no reconocer como genuinamente popular la aparición en el programa de Tato de personajes incorporados para siempre a nuestra identidad colectiva como el funcionario corrupto encarnado por Roberto Carnaghi, uno de los grandes actores que se convirtieron en formidables lugartenientes de sus programas?

Censuras en dictadura y también en democracia

El prejuicio en realidad tenía raíces ideológicas. En 1974, Cammarota recordó que tenía «indicaciones precisas de no hacer ninguna referencia ni a Perón, ni a Isabel ni a López Rega. No podíamos ni mencionarlos. Estaban por encima del bien y del mal». Ese año el ciclo de Bores (que se llamaba Dele crédito a Tato) no duró más de dos meses.

Entre 1974 y 1979, Tato estuvo fuera del aire más allá de un especial de poca repercusión que hizo en 1978. Y su reaparición en 1981 estuvo acompañada por sutiles y precisas referencias a la censura impuesta por el gobierno de facto, que compensaban la imposibilidad concreta de aludir a temas políticos en los monólogos de aquéllos tiempos de dictadura militar.

Más adelante también debió sobrellevar algunas temporadas más de silencio (entre 1985 y 1988) mientras los canales siguieron estatizados, esta vez durante el gobierno del radicalismo y en pleno retorno a la democracia. Se mezclaban allí, según testimonios de la época, la persistencia de cierta mirada prejuiciosa hacia el supuesto «elitismo» del humor de Tato y la convicción en algunos círculos políticos del oficialismo de entonces de que satirizar la realidad política desde la televisión intervenida o manejada por el Gobierno no era la estrategia más aconsejable.

Una imagen de Tato Bores de 1984, hablando por teléfono desde una cabina de Entel
Una imagen de Tato Bores de 1984, hablando por teléfono desde una cabina de Entel

Hubo que esperar a que Héctor Ricardo García se hiciera cargo de la programación de Canal 2 en 1988 para que Tato regresara a la TV en un canal de nuevo en manos privadas e iniciara allí el tramo final de su carrera brillante como humorista político. Un camino final en el que se escribieron algunas de las mejores páginas de la historia televisiva y humorística de Tato y que también (en 1992) estuvieron marcadas por el episodio de censura previa planteado a partir de un reclamo de la jueza María Servini de Cubría.

La jueza Barú Budu Budía

La referencia irónica hacia la magistrada era minúscula y parecía casi banal, pero una de las salas de la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial Federal decidió el 11 de mayo prohibir por anticipado a su emisión el contenido de un fragmento de Tato de América. Eran apenas segundos que salieron al aire, pero con una leyenda explícita: censura judicial.

De inmediato, Tato encontró la solidaridad unánime de sus pares, del periodismo televisivo y de todos los grandes y pequeños nombres protagónicos del mundo del espectáculo y de los medios. El coro multitudinario que de manera espontánea participó de aquella noche inolvidable de domingo cantando «La jueza Barú Budu Budía es lo más grande que hay» estaba integrado por algunos rostros que hoy aparecen instalados en veredas ideológicas irreconciliables. El episodio de 1992 demostró que Tato estaba por encima de cualquier grieta. Ya era parte del patrimonio artístico nacional. En septiembre llegó la reivindicación tras un fallo de la Corte y aquellos fragmentos prohibidos pudieron finalmente ser vistos.

Tato Bores fue la figura más grande del humor político en la Argentina, pero todos reconocen que no se lo puede reducir a esa exclusiva faceta. Su inmenso talento le permitió lucirse, por ejemplo, en largas temporadas del clásico teatro de revistas porteño, lugar al que llegaba cuando su tarea televisiva se encontraba con los obstáculos enumerados más arriba. También incursionó con indiscutibles méritos en el musical (cómo olvidar su aparición junto a Carlos Perciavalle en la primera versión porteña de La jaula de las locas) y tuvo unas cuantas apariciones en el cine.

Pero nada de eso llegó a estar a la altura de su presencia televisiva. De frac, con la peluca coronando su cabeza, el cigarro apagado entre los dedos, los anteojos enormes y esa pose característica, entre irónica y resignada, como si estuviese diciendo frente a cualquier observación circunstancial de la realidad algo así como «yo se los dije, pero parece que no me escucharon, porque de otra manera esto no se hubiese repetido».

Tato es la voz de la memoria que regresa del pasado para recordarnos a toda velocidad, con el humor que suaviza cualquier penuria, que la Argentina tropieza todo el tiempo con las mismas piedras. Es por eso que parece que no se hubiese ido nunca por más que lo extrañemos todo el tiempo, y mucho más cuando se cumplen nada menos que 25 años de su partida.

Fuente: La Nación