Tres hombres en la Luna: quiénes fueron los héroes norteamericanos

Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins en el módulo de cuarentena al regresar de la Luna

Fueron ocho días que conmovieron al mundo y, de algún modo, lo cambiaron para siempre, justo hacia la mitad de los 45 años que duró la Guerra Fría. El tránsito que va desde el 16 de julio de 1969, cuando salió el cohete Saturno V desde Cabo Kennedy (Florida), hasta el 24, cuando los astronautas regresaron, pasando por el inevitable hito del 20 de julio, marcó el fin de la ventaja soviética en la carrera espacial: los norteamericanos habían dejado atrás a los Gagarin y los Laika. Por esa razón, los tres astronautas-pilotos que fueron a la Luna son considerados héroes nacionales y sus vidas cambiaron para siempre. Pero tenían un pasado y dos de ellos aún están con vida.

Armstrong, la virtud de ser el primero

En estos días, el pueblo de Wapakoneta («lugar de huesos blancos», en idioma shawnee) vuelve a aparecer en los mapas desde un recóndito lugar de Ohio. Sus 10.000 habitantes se enorgullecen de ser el lugar de nacimiento del primer humano que puso sus pies en la Luna y recibirán este julio a decenas de miles de visitantes para el festival lunar de cada verano boreal, que incluye la torta lunar más grande (de 25 kilogramos). Neil Alden Armstrong nació allí en agosto de 1930. Fue piloto de guerra (peleó en Corea), ingeniero aeronáutico y profesor universitario, pero por el singular valor de ser pionero su existencia mutó radicalmente ese 20 de julio de 1969 cuando bajó las breves escaleras del módulo lunar y dejó caer un peso de poco más de 13 kilogramos (aquí en la Tierra pesaba unos 80 kilogramos). Su frase «Un pequeño paso para un hombre, un salto gigantesco para la humanidad» no fue espontánea: según contó su hermano Dean, la preparó durante los meses previos. Esas dos horas y media en la superficie del satélite lo dejaron en similar estatus histórico que Colón, Amundsen o Ragnar Lothbrok (o el vikingo que sea).

Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins, el 30 de marzo de 1969

Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins, el 30 de marzo de 1969 Fuente: AP – Crédito: NASA

A Armstrong siempre se le reconoció cierta frialdad, quizá por eso fue elegido para semejante misión, pero quienes monitoreaban desde la Tierra su estado de salud con elementos un tanto rústicos veían cómo al momento de descender hacia la superficie lunar sus pulsaciones llegaron hasta 158. Su corazón sabía que era el instante culminante de su vida.

Luego del regreso, la cuarentena, los paseos de la victoria por Estados Unidos e incluso un recorrido por la Unión Soviética en 1970, decidió que no volvería a volar. Se compró un terreno en su Ohio natal y se limitó a trabajar como vocero y representante de empresas privadas, sin aceptar las ofertas que le hicieron los dos partidos de su país para ocupar cargos. Se cuenta que incluso dejó de firmar autógrafos cuando se enteró de que se vendían por miles de dólares. Murió en 2012 antes de que alguien pudiera pedirle una selfie. Las huellas que sus botas imprimieron en el polvo lunar permanecen.

Aldrin, el segundo de doce

La escena es en un hotel de Beverly Hills, en las afueras de Los Ángeles. Alguien se le acerca con una Biblia y le pide que jure sobre el libro que realmente estuvo en la Luna. Él se quiere escapar, le pide ayuda al personal del hotel, y da un rodeo como un torero hasta que se le ponen enfrente y le dicen que es «un cobarde y un mentiroso». En ese momento, decide que es suficiente y le da a quien le hablaba (un documentalista) un derechazo en pleno rostro. Todo eso sucedió en 2002.

Treinta y tres años antes, Edwin Eugene Aldrin (Buzz para todo el mundo) había sido el segundo humano, 19 minutos después de Armstrong, en estampar su indeleble pie en la superficie de la Luna. En algo sí fue el primero: se dio a sí mismo la comunión con un kit que llevó exprofeso. Si Armstrong habló del «salto gigantesco», su frase fue más poética: «una magnífica desolación», dijo del paisaje lunar.

Hoy, a sus 89 años, Buzz Aldrin siguen participando de todo tipo de conferencias relacionadas con el espacio y no puede creer que las condiciones geopolíticas hayan cambiado tanto como para que no se hayan conseguido más hitos espaciales. En ese sentido, lo entusiasmó tanto el anuncio del presidente Donald Trump de volver a la Luna hacia 2024 que decidió presenciarlo en vivo en la Casa Blanca.

Casado tres veces, y divorciado otras tantas, en algún momento de su vida con problemas de depresión y con el alcohol, este ingeniero mecánico es el más viejo de los cuatro de un total de doce que estuvieron en el satélite y que siguen vivos (los otros son Dave Scott, Charlie Duke y Harrison Schmitt).

Collins: saber cómo es la soledad

La televisación de la llegada de la NASA a la Luna tuvo entre 500 y 1000 millones de espectadores en todo el mundo, la incredulidad de unos y el asombro de otros. Entre quienes no pudieron ver esa transmisión especial estuvo el piloto de pruebas Michael Collins. Mientras sus compañeros dejaban su sello, juntaban kilos y kilos de roca extraterrestre y colocaban un sismógrafo, entre otras actividades científicas, él daba 30 órbitas a la Luna en cuidado del módulo Columbia a unos 100 kilómetros de altura.

Es más, se ha dicho que fue la persona que más sola jamás estuvo cuando, en esas órbitas, estaba al otro lado de la Luna, sin ver a sus compañeros ni tener siquiera contacto visual con el planeta madre. Y era él quien, en caso de que sus compañeros no lograran salir de la superficie lunar, hubiera tenido que poner proa a la Tierra, también en soledad.

Nacido en Roma, hijo del agregado militar de Estados Unidos en Italia, también dejó la NASA poco tiempo después del regreso, ocupó un cargo público brevemente durante la presidencia de Nixon y en la década de 1970 dirigió dos museos en Washington. Desde hace 50 años viene quitándose el peso de no haber pisado la Luna: «Siempre me sentí un tercio de toda esa misión», señaló recientemente, a sus 88 años, en una de las entrevistas que dio para el aniversario.

Fuente: Martín De Ambrosio, La Nación