«El Padrino»: medio siglo de un tanque impredecible que expandió las fronteras de su género

Tiroteos icónicos, diálogos memorables y ofertas que no se pueden rechazar no lo son todo en el legado cinematográfico de «El Padrino», clásico que este lunes cumple 50 años de su presentación en Nueva York de la mano de Francis Ford Coppola y al día siguiente se producía su estreno.

Contra cualquier pronóstico y a fuerza de determinación, trascendió los límites de su género y se convirtió en un símbolo que aún permanece vigente.

Es que su enorme huella en la cultura popular y figuras inmortales como el Vito Corleone de Marlon Brando no son accidentales. El marketing previo a su lanzamiento y los importantes galardones que reunió -entre ellos el premio Oscar- impulsaron al máximo las expectativas y la predisposición de las audiencias, cuando no existía el bombardeo publicitario que permiten las redes sociales ni el alcance del streaming.

Más todavía, esta historia, que explora el tema de la sucesión en una familia mafiosa de origen italiano en la posguerra, ostenta un puesto de privilegio permanente para la crítica global. Con un estatus que comparte con pocos -quizás superado por «El ciudadano», de Orson Welles-, «El Padrino» siempre está a la cabeza de los rankings con el respaldo del público y especialistas por igual.

Se trata de un ejemplo de lo que sucede cuando los planos comerciales y artísticos dan como resultado una obra pionera e influyente, aunque su génesis estaba marcada por impugnaciones y sugería lo contrario: al borde del estallido o el fracaso constante y con un camino lleno de obstáculos, la producción se transformó en un verdadero tanque que nadie vio venir.

Eran tiempos de plena transición para la industria audiovisual estadounidense, después de décadas de sostener el famoso «star system» del Hollywood dorado que, para los contraculturales años 60, ya estaba en franca decadencia y frente a una ola de realizadores cultivados en escuelas de cine que disputaban el poder de los estudios.

Algo tardía, «El Padrino» cayó en esa tensión entre las nuevas y las viejas estructuras, puesta de manifiesto cuando Coppola, un treintañero de breve y modesta trayectoria, finalmente -y tras el rechazo de varios candidatos- se hizo cargo del proyecto.

La película venía con el sello de Paramount, uno de los titanes del rubro, cuyos ejecutivos tenían planes muy claros para la adaptación del libro homónimo que Mario Puzo publicó en 1969. Con el fantasma de sus recientes fracasos de taquilla, la compañía no estaba dispuesta a hacer grandes apuestas y chocó de lleno con un director cuya obstinación valió toda la pena.

«El Padrino» bien podría haber sido una trama situada en los 70 en la ciudad de Kansas City, pleno Medio Oeste de Estados Unidos. También podría haber presentado a Laurence Olivier o Anthony Quinn como Don Corleone; y a Warren Beatty o Robert Redford como Michael, el heredero perfecto. Podría, incluso, haberse sumado a la lista de filmes sobre la mafia que por entonces abundaban en estereotipos y repetían fórmulas chabacanas.

Coppola sabía lo que quería y no pensaba renunciar a sus deseos, cada vez mejor justificados por la creciente popularidad de la novela, lo que le aseguraba fondos y una discutida última palabra a la hora de seleccionar meticulosamente su elenco, sus equipos y el tono de la cinta.

Hoy evocada casi como anécdota, la labor no estuvo exenta de una tensión que dejó al cineasta muchas veces al borde de la renuncia o rodeado por «conspiraciones» de Paramount para reemplazarlo y resolver un rodaje que requería de muchos recursos.

Así todo, el panorama caótico del detrás de escena fue inversamente proporcional a lo que se vería más tarde. Y es que Coppola, liderando una troupe de intérpretes de categoría y creativos como el director de fotografía Gordon Willis, confeccionó una mirada nunca antes vista sobre la experiencia ítalo-americana y sus métodos de supervivencia en formato de Cosa Nostra.

Justamente, «El Padrino» no solamente presume una narrativa con un ritmo atrapante y los minutos justos para inquietar junto a tomas inolvidables. También fue la primera en desplegar ese abanico de costumbres y formas de vincularse de una generación descendiente de inmigrantes italianos que encontraron una manera de estar seguros en esa tierra hostil a través del crimen organizado.

Esa perspectiva dejaba muchísimo que desear a las historias casi burlonas protagonizadas por delincuentes de sombrero y sospechoso semblante que, ametralladora en mano, hacían de las suyas en los agitados años de la Ley Seca. Esta vez, el relato volvía más terrenal -con sus pasiones y múltiples dimensiones- ese mundo que se percibía como una ficción, mientras complejizaba el concepto de «sueño americano» tradicional.

Artífices de sangrientos episodios y de guerras clandestinas, los Corleone y sus enemigos eran al fin y al cabo familias hechas de abajo, con códigos internos y sentido de autopreservación, aunque eso incomodara la premisa blanca, protestante y ética del progreso característica de ese país del norte.

La imposición de Coppola en su quehacer, claramente habilitado por una corriente que modernizaba el cine con un mayor peso de la dirección, creó nuevos estándares y personajes del hampa de carne y hueso, con los que incluso es posible empatizar. La mala reputación que arrastraba Brando y la inexperiencia de Al Pacino no fueron impedimento alguno para trasladar esa tragedia a la pantalla con sensibilidad y cautivar a millones.

Su repercusión pronto multiplicó por diez la cantidad de películas que se estrenaban anualmente encabezadas por mafiosos ítalo-americanos, que antes de «El Padrino» ocupaban uno o dos renglones en el catálogo estadounidense. Y más importante todavía, introdujo un estilo y una forma de representar el universo criminal que lo legitimó como género y sentaría un precedente para la posteridad.

Por eso resulta casi imposible evaluar sin este antecedente otros títulos como «Scarface» (1983, de Brian de Palma), «Buenos muchachos» (1990, de Martin Scorsese) y la aclamada serie de HBO «Los Soprano» (1999), todos retratos poblados por conflictos morales y tiranos con sentimientos tan honestos como cuestionables que nunca fallan en tentar a las audiencias.

Ejercicio de equilibrio entre climas y matices por excelencia, «El Padrino» llegó medio siglo atrás para marcar una inflexión y elevar la vara artística de un género que pedía recambio y encontró su salvación en un cineasta con ideas que, al día de hoy y con cada visionado, se revelan tan frescas como siempre.

Hace 50 años Marlon Brando se vestía de Corleone para plantar un mojón en la historia del cine

Hace medio siglo, el 14 de marzo de 1972, ocurrió en Nueva York lo que muchos críticos consideran un hito del cine: la presentación mundial de “El padrino”, de Francis Ford Coppola, simultánea en cinco salas de Manhattan, con miles de espectadores que hacían fila bajo una lluvia descomunal.

“Parece un funeral italiano”, comentó alguien de la televisión ante el bosque de paraguas negros que cubría cuadras y cuadras, haciendo un guiño acerca del carácter del filme, que en Buenos Aires se conoció recién el miércoles 20 de septiembre.

La forma de exhibición de películas era distinta entonces, no había estrenos simultáneos internacionales ni existían las multisalas, por lo que se realizaba una lógica jerarquización: “El padrino” no era cualquier película, se vendieron miles de ejemplares del libro original de Mario Puzo y las radios repetían a toda hora el tema principal compuesto por Nino Rota, que con los años se convirtió en un clásico.

Por entonces, Coppola no figuraba aún en las ligas de los grandes directores, que en su mayoría estaban vivos porque el cine era un arte aún joven, y fuera de algunos títulos de los que muchos hablan y pocos vieron, como “Demencia 13” (1963), su único antecedente comercial era “El camino del arco iris” (1968), con bailes y cantos a cargo de Fred Astaire y la entonces popular Petula Clark.

El filme creó o cimentó el estrellato de figuras que fueron importantes en la década –Al Pacino, Robert de Niro (en la primera secuela), James Caan, Diane Keaton, Robert Duvall, John Cazale (por entonces pareja de Meryl Streep, muerto prematuramente), Talia Shire, Morgana King.

El tono de la película, que algunos críticos de entonces calificaron de “grandilocuente” u “operístico”, no hacía otra cosa que trasladar a la pantalla el espíritu de la gran ópera italiana, llena de excesos, crímenes violentos, pasiones y fidelidades desenfrenadas que quienes no tenían conocimiento de esa vena peninsular no podían entender.

Por otra parte, sorprendía la reaparición como gran estrella de Marlon Brando, un actor que fue un vendaval de sensualidad viril en “Un tranvía llamado Deseo” (1951) “¡Viva Zapata!” (1952) y “Nido de ratas” (1954), todas de Elia Kazan, y luego eligió compromisos menores mientras la prensa enfocaba sus desvelos matrimoniales con la actriz bengalí-británica Anna Kashfi, con la mexicana Movita Castaneda y luego con Tarita Teriipaia, a la que conoció en la Polinesia cuando fue a filmar “Motín a bordo” (1962).

Su primera aparición en el cine fue, sin embargo, en “Vivirás tu vida” (1950), en la que interpretaba a un lisiado de guerra que intentaba llevar una vida normal e incluso tener relaciones sexuales con su esposa (Teresa Wright), pero le hizo la vida imposible al director Fred Zinnemann porque, siguiendo las pautas del Actors Studio se internó un mes en un hospital para tullidos bélicos. Así marcó una conducta que influyó en otros colegas que llegaron a ser famosos.

Como era bello y deseado por las multitudes, Brando cedió al gran espectáculo con “Desirée, la amante de Napoleón” (1954), comedias como “Ellos y ellas” (1955), de Joseph L. Mankiewicz, y a las edulcoradas “La casa de té de la luna de agosto” (1956), de Daniel Mann, “Sayonara” (1957), de Joshua Logan, entre otras, pero sus trabajos se adocenaban.

En “El padrino”, pese a un maquillaje que le agregaba años, Brando volvió a demostrar que era uno de los grandes, aportó una presencia patriarcal e inventó una forma de hablar que era la síntesis del inglés con entonaciones itálicas que había escuchado desde pequeño, cuando solía imitar a las personas que le llamaban la atención.

Allí era Don Vito Corleone, jefe de una familia mafiosa en la Nueva York de la primera mitad del Siglo XX y la película abre con la fiesta de casamiento de su hija, en la que el Technicolor de los años 50 enaltece las ropas y el jardín donde se realiza y que levantará la vara a partir de entonces de cómo se deben pintar las épocas en la pantalla.

La décadas pasadas están fotografiadas –por Gordon Willis- a través de una textura apastelada, en la que los colores suelen ser invadidos por el sepia y que aportaba ciertos filtros nebulosos, como si todo estuviera filmado desde la memoria.

En cuando a Corleone, quien desde joven debió aniquilar a otras bandas mafiosas que le disputaban el mercado, no necesariamente por mano propia, era un hombre afable y contenedor bajo su propio techo que sacaba a relucir sus mecanismos de muerte y destrucción en la selva de asfalto.

Según apuntes extranjeros, durante el rodaje de la película los auténticos mafiosos aún pululaban por allí aunque muchos vivieran fuera de Manhattan y algunos miembros de la “cosa nostra” trabajaron en el rodaje, entre ellos el que interpreta al guardaespaldas de Corleone.

La mayoría del barrio “Little Italy” fue reconstruida en estudio. Ni siquiera la Quinta Avenida que se ve es la original. Y para muchos italoamericanos ver la película fue sentir la nostalgia de una Nueva York que nunca llegaron a conocer.

La preparación de la película no fue fácil: las “familias” italianas que sí tenían algún contacto con las organizaciones ilegales no estaban de acuerdo con que se hablara de ellas: hubo amenazas telefónicas a los productores, a Puzo y Coppola y hasta se habló de tiroteos misteriosos durante la noche frente a las oficinas de Gulf & Western, filial de la compañía Paramount.

Por las dudas, Joseph Colombo, el poderoso capo de una las cinco familias que controlaban la ciudad de Nueva York, creó la “Liga de Derechos Civiles de los Italoamericanos” para “protestar contra la persecución de los italianos y el estigma de los estereotipos mafiosos”.

Así, a comienzos de 1971, el productor Albert S. Ruddy se reunió con Colombo y su hijo Anthony e hizo algo insólito: les entregó el guion de 155 páginas y les aseguró que la película no afianzaría estereotipos y que bajo ningún concepto se escucharían las expresiones “mafia” ni “cosa nostra”.

“El padrino” creó un género y tuvo innumerables repercusiones: hubo imitaciones parodias y hasta la serie televisiva, “Los Soprano” (1999–2007) que invirtió inteligencia, humor y sagacidad rodeando aquella historia fundante.

Fuentes: Victoria Ojam y Héctor Puyo), Télam.