Encierro, pero no tan creativo: el desafío de los escritores

Para muchos, la extraña realidad que vivimos es un obstáculo para lograr narrar. Cómo afrontan el contexto. Mariana Enriquez.

En una carta, le escribió Kafka a uno de los grandes amores de su vida, Felice Bauer: “Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Ir a buscarla en camisón, a través de todas las bóvedas, sería mi único paseo”. Esa era la fantasía más extrema que tenía Kafka en su cabeza sobre el espacio y la situación ideal para llevar a cabo sus dos grandes (y únicas) pasiones: escribir y leer. Resulta paradójico que ni siquiera el mejor escritor del siglo XX pudo imaginar una situación tan anómala como la que estamos viviendo en estos momentos donde la cuarentena que nos regaló la peor pandemia del siglo XXI nos confina a una obligación extraordinaria: el aislamiento, la quietud, el encierro.

Se trata de una situación que desestabiliza no solo las expectativas sobre el futuro más inmediato sino que entrega algo que de verdad no estaba en los planes de nadie para su propia vida: tiempo libre. Parece el panorama ideal para que los escritores hagan lo que más les gusta: ponerse a escribir. Pero no es tan sencillo como suena.

El escritor Martín Felipe Castagnet, autor de la novela de ciencia ficción Los cuerpos del verano, puede comparar esta situación con la que se vive en una residencia de escritura, donde también hay aislamiento, quietud, encierro. Explica: “En una residencia se supone que uno tiene todas las facilidades para concentrarse en la escritura: techo, comida y un gran silencio, y a veces incluso un sueldo. Esta cuarentena, en cambio, nos agarra a la mayoría más precarizados que nunca y con nuestros hijos en casa sin posibilidad de ayuda externa. Lo único que une ambas experiencias es cierto aislamiento y la presión desmedida que nos ponemos para escribir, para ‘producir’ algo que por definición siempre se escapa. Imaginar el aislamiento como una oportunidad de escritura perfecta será posible solo para aquellos que tengan una concentración inhumana”. ¿Existirá ese tipo de concentración de la que habla Castagnet? Dice lo siguiente: “Todos los colegas que estamos organizando talleres virtuales intentamos dar una mano a aquellos que quieren intentarlo; los grandes proyectos muchas veces fallan, pero algo siempre se avanza y eso también sirve”.

“Yo no me puedo concentrar en nada y ni se me ocurriría escribir literatura ahora, que estoy preocupada y ansiosa. La literatura es para cuando estoy bien, en mi caso. No tengo necesidad de escribir”, cuenta Mariana Enriquez y pone en relevancia algo que cuesta sostener por estas horas: el estado de ánimo necesario para ponerse a escribir.

Con una angustia social reinante, ¿es probable que alguien pueda abstraerse totalmente de lo que sucede en el exterior? “Yo siempre trato de encontrar un equilibrio entre encierro y salidas”, dice Pedro Mairal. Necesito salir para que me pasen cosas, necesito el estímulo de la calle, todo ese gran desorden que es el gran acontecimiento del mundo. Después que eso decante en el encierro, quedarme quieto y de alguna manera encontrarle algún orden al caos con la escritura en la palabra. Las residencias y los viajes son ideales para eso. Ahora, en este encierro forzoso es difícil porque no hay opciones, no hay salida. A mí me está costando mucho escribir porque no me puedo concentrar en una ficción. Estoy demasiado preocupado con lo que veo alrededor. Las reglas cambian dos veces por día. Es casi un cambio de paradigma. No sé bien cómo se sigue. Tal vez debería escribir igual. En cambio cocino, limpio la casa y toco la guitarra”.

Poner la energía en otro lugar y que eso luego se vuelva escritura parece ser un camino posible. Cuenta la escritora y ensayista Tamara Tenenbaum: “Tengo la suerte o la desgracia que trabajo en mi casa. Casi no salgo. Es decir, en mi trabajo muy pocas cosas se modificaron. De hecho me siento rara cumpliendo entregas cuando el mundo se cae pedazos. Lo que sí hice mucho estos días es traducir y estuvo bueno porque es rutinario. Y eso me sirvió porque me desconectó de mi adicción a la información. Entonces pude desconectar, sentarme e investigar y traducir. Además estoy leyendo bastante para limpiarme el cerebro. La lectura es el mejor antídoto para la limpieza, y ya sé que en estos días, cuando esté con el cerebro bien limpio, voy a escribir ficción. Creo que lo voy a lograr”.

¿Se trata de un escenario apocalíptico, propio de la ciencia ficción? Opina Castganet: “Los escritores de literatura fantástica venimos imaginando el fin del mundo de muchas maneras, pero este colapso es un baño de humildad: es difícil imaginar con tanto detalle un miedo tan grande y una desesperanza tan pesada. Lo peor es la ironía: pedíamos un descanso y lo que llegó fue la intemperie, como escribieron Pedro Mairal, Ariadna Castellarnau o Rafael Pinedo. La literatura fantástica al menos nos dio un par de lecciones de antemano: las consecuencias son impredecibles; la estupidez humana está a la par de nuestra solidaridad; nada vuelve de inmediato a su estado anterior”.

El escritor Juan Diego Incardona imaginó distopías mutantes en textos como Las estrellas federales, pero las calles de su barrio le entregaron una realidad de una potencia inusitada: “Estamos en una película: es una cosa de locos. Hay muchas cosas que veo que me conectan con libros que leí y el cine también: me siento como el personaje de Soy leyenda. Todavía no escribí pero estoy armando unos bocetos. De hecho tenía ganas de hacer una especie de diario parecido al de Richard Matheson en Soy leyenda, tomarlo como modelo. Jugar con esta cuarentena en plan ficción. Vi cosas bizarras en el Abasto, donde vivo: el chino del supermercado atendiendo con casco de soldador, o cosas insólitas como que a las 9 ya había cerrado todo y seguía abierto el negocio que vende raquetas de tenis. El estado general es de nerviosismo y tensión. Además estoy conectado con los alumnos de mi taller: hago ciclos de cine y corregimos mucho. De todas formas siento que es una etapa muy prolífica: tanto para mí como para los demás”.

Una pregunta algo inevitable y natural en esta cuarentena: ¿en el mañana leeremos textos escritos en estos días tan inciertos y desoladores? Mariana Enriquez piensa que sí: “Por supuesto que se van a leer textos, algunos serán vergonzosos, otros serán buenos. Creo que quizá lo más atractivo sea la crónica periodística bien hecha, documentada, en los lugares, con presencia y con datos. Personalmente, no me interesa tanto la experiencia intimista y el pequeño drama cotidiano. Pero me atraen relatos más amplios y más sólidos y que den cuenta de diferentes realidades. Menos ombligo. Eso está bien para la catarsis necesaria, pero no es lo que leería. Igual me parece prematuro pensar en el día después. Creo que hay que vivir este momento y dejarse de recomendar y pretender hacer y organizar la fiesta del día después. Me parece agobiante y un síntoma de pánico muy obvio, entendible, pero yo no quiero ser parte de la ansiedad del otro”.

Como lector experimentado en la ciencia ficción y la literatura fantástica, Martín Felipe Castagnet es determinante con una perspectiva amplia: “Son muy pocas las obras relevantes sobre un acontecimiento histórico escritas durante el evento mismo. Las excepciones son a cuentagotas, como Respiración artificial o Los pichiciegos. Es difícil atrapar la vida en movimiento; lo habitual es esperar a que sedimente. Tampoco hace mucha falta: obras como Varadero y Habana maravillosa de Hernán Vanoli o La sombra de las ballenas de Cynthia Matayoshi parecen hablar con más precisión sobre este momento que cualquier obra que se escriba hoy en día, quizás porque no intentaron imitar nada. Y si pese a todo surge una obra maestra probablemente estemos preocupados en cosas más importantes como para valorarla en el corto plazo”. ■

Las responsabilidades familiares y no poder salir a la calle frenan el ímpetu creativo.

Fuente: Clarín