¿Existe hoy el cine de terror?: una recorrida histórica por un género en constante cambio

De los monstruos al gore y del slasher al horror científico, las películas han ido mutando la fórmula desde los ’50 para generar miedo. Por qué los filmes contemporáneos están hechos por y para gente a la que en realidad no le gusta el terror

El asesinato más cruel

Tal como describe Juan Villegas en el número 6 de Revista de Cine, el año 1959 puede ser visto como un año de aperturas pero también de desequilibrios y culminaciones. Es decir, mientras Godard visibiliza el absurdo del código clásico a partir del uso de los jump-cuts, el cineasta y productor William Castle marca, con The Tingler, el límite de una cierta tradición del terror y la ciencia ficción a través de jump-scares que se expanden, de manera performática, más allá de la pantalla. Como para muchos cineastas clásicos, para Castle (mezcla bizarra de Jack Warner con P.T. Barnum) la figura del espectador era central en el efecto de la película, y sus películas estaban llenas de “efectos” o, como solía llamarlos, gimmicks.

The Tingleres una película sobre una especie de garrapata que se adhiere a la columna vertebral y la única manera de expulsarla es… gritando. Pero la película, para Castle, no terminaba ahí sino que se daba, simultáneamente, en la sala de cine. Tal como indica en el trailer del film (una película en sí misma), Castle inventa el “Percepto”, un sistema mediante el cual el espectador puede sentir concretamente a la garrapata en su cuerpo. Para esto, distribuye en algunas butacas un receptor que, al ser accionado, hace temblar el asiento mediante una pequeña descarga eléctrica. Claro: la única manera de sacarse a The Tingler es gritando. Al mismo tiempo, como en los viejos espectáculos de variedades, contrata a una actriz que grita y se desmaya para que un grupo de paramédicos entre y se la lleve en ambulancia. Para Castle el espectáculo está en una duplicación de la experiencia y él, como buen entertainer, se ubica tras bambalinas, a disfrutar de la efectividad de su invención: escuchando a la gente gritar. A través de él, The Tingler termina siendo, también, una película sobre el miedo.

Como una especie de vendedor ambulante disfrazado de Georges Méliès, Castle continuó inventando cosas tales como “Emergo” a través del cual esqueletos danzantes aparecían en la sala colgando del techo (House on haunted hill), unos anteojos que permitían ver fantasmas en la oscuridad de la sala (13 ghost), una “póliza para miedosos” que uno firmaba al entrar y, si la película le daba mucho miedo, le devolvían la plata (Homicidal!), o la posibilidad, mediante carteles que brillaban en la oscuridad, de votar por el destino del villano de la película (Mr. Sardonicus). Película y gimmick para Castle eran lo mismo porque Hollywood para él era eso: películas divertidísimas montadas como shows, comandadas por un tipo con un puro gigante y ganas de hacer mucha plata.

El éxito de las invenciones de Castle tiene una razón: cuando empieza a hacer estas películas, el género comenzaba a perder espectadores. Ya había pasado la era de oro con los monstruos de la Universal, y el miedo durante la Guerra Fría estaba en quién poseía la bomba H. Por lo tanto, el género empezaba a ser reemplazado por alegorías espaciales con extraterrestres llamados “comunistas” que venían de un planeta rojo y lejano llamado “Rusia”.

Ya a mediados de los sesentas, hacer películas de terror había dejado de ser una empresa rentable. En plena guerra de Vietnam, Hollywood empieza a buscar sangre joven en aquellos cineastas que, sin ser soldados, filmaban en la calle como en la selva. Directores con un estilo rough, que a su vez mezclaban una lectura cahierista de la Historia del cine con una relación directa o indirecta con el cineasta y productor Roger Corman. Así emergen -como esqueletos de Castle- Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, Brian De Palma, Martin Scorsese Peter Bogdanovich. Claro, estos cineastas no eran Marie Menken, Jonas Mekas Jack Smith, sino que pertenecían a una línea que coqueteaba entre el under neoyorquino y la industria.

De hecho, suele decirse que el primer exponente de esta corriente provenía de la televisión y era el cineasta Arthur Penn, quien con Bonnie and Clyde (1967) marca el inicio de la “era plateada” de Hollywood. La película de Penn conquista no sólo a la industria (candidata a ocho Oscars y ganadora de dos) sino también al público y a la crítica. Película catártica post-código Hays, Bonnie and Clyde revela un síntoma que atravesará la filmografía de todos estos cineastas: la caída del American way of life y la violencia como forma de sublimación. En este sentido el final trágico de la película de Penn es un ejemplo del diálogo que ésta establece con una tradición proveniente del cine de terror: el gore. Los cuerpos cayendo en cámara lenta así como su teatralidad y fragilidad son características esenciales de este subgénero cuya historia se remonta al Grand Gignol francés.

De esta manera, no es casual que las primeras películas de esta generación de cineastas, como Dementia 13 (Coppola, 1963), Duel (Spielberg, 1971), Murder à la mode (De Palma, 1968), The big shave (Scorsese, 1967) o Targets (Bogdanovich, 1968), hayan sido justamente películas de terror. Si el asesinato de Kennedy sucede en un instante fugaz, Hollywood, a través de Abraham Zapruder, lo convierte en una película exploitation. En realidad, el llamado “New Hollywood” está fundado con el color de la sangre y filmado en Super 8mm.

La semilla del diablo

Soy el diablo y vengo a hacer el negocio del diablo.

Frase supuestamente escuchada por Sharon Tate antes de ser asesinada

La anécdota es más bien conocida. Como resultado de los acontecimientos político- sociales de 1968, la vigésimo primera edición del Festival de Cannes es cancelada con tan solo haber proyectado once de los treinta y dos largometrajes de la competencia. Entre quienes agitaron la suspensión del festival estaban Jean-Luc Godard y Francois Truffaut, mientras que Alain Resnais, Carlos Saura Miloš Forman retiraron sus películas de la competencia. El jurado iba a ser, en aquella oportunidad, Louis Malle, Monica Vitti Roman Polanski. Este último, después de un tenso intercambio con Godard, decide (bajo cierta presión) dimitir a su rol como jurado, junto a Malle y Vitti.

Es lógico que Polanski estuviera ahí dado que su carrera estaba en franco ascenso. El cuchillo bajo el agua (1962) había sido nominada al Oscar a mejor película extranjera, lo que le había posibilitado viajar al Reino Unido y conseguir financiamiento para realizar Repulsión (1965) que termina ganando dos premios en Berlín y estrenándose en el mismo Festival de Cannes. Cul-de-Sac (1966) confirma lo que algunos críticos llaman “su estilo” (gana nuevamente en Berlín) y filma en el 67 La danza de los vampiros, película con la que afianza su relación con Hollywood. Ya para 1968 Polanski es un cineasta que ha construido su prestigio en torno a un género que nunca había gozado de tal reconocimiento: el terror. Con Repulsión y La danza de los vampiros comienza a esbozar una lectura del género que se basa, justamente, en el vaciamiento de los códigos que forman la esencia del mismo. En el primer caso, a través de la psicología y el onirismo; en el segundo, con la parodia. Pero tal vez la película que mejor explica la estrategia de Polanski o su mirada sobre el terror es el El bebé de Rosemary (1968).

Una anécdota que forma parte de las tantas trivias alrededor de este film “maldito” anticipa un síntoma que va a atravesar todo el género hasta la actualidad, su propio cul-de-sac. La protagonizan el propio Polanski, Robert “Bob” Evans (reconocido ejecutivo de la Paramount) y… William Castle. Para 1967, ni los trucos publicitarios ni el cine de terror de los 50 funcionaban en la violenta y nueva Hollywood. Castle veía caer su teatro de variedades y artilugios infantiles hasta que llegan a sus manos las galeras de una novela aún inédita: era El bebé de Rosemary, del escritor Ira Levin.

Castle se enamora tanto de la misma que cree ver en esta historia de satanismo el resurgimiento de su carrera. Su mujer le comenta que es muy buena pero que tal vez tenga problemas de censura con la Iglesia católica, algo que para el espíritu escandaloso de Castle potencia aún más el deseo de llevarla al cine. Es así que rápidamente compra los derechos de la novela por 100.000 dólares y pide una reunión con Robert Evans. Castle -que, como es de imaginar era un hábil negociador- logra que más allá de la resistencia de Evans y el jefe de la productora Charlie Bluhdorn le den 250,000 dólares, el 50% de las ganancias, y la oportunidad de producir y dirigir El bebé de Rosemary, pero con una advertencia: primero debía reunirse con Roman Polanski, en quien Evans había considerado primero para que la dirija. Castle acepta y se reúne pero el poder seductor de Polanski logra imponerse a la idiosincrasia de la vieja guardia de Hollywood: el director polaco le promete que si él la dirige, no habrá ningún truco ni movimiento estrafalario con la cámara, porque para él El bebé de Rosemary se tiene que filmar como si uno estuviera mirando la vida de dos personas a través del cerrojo de una puerta. Polanski lo sabía: eso era lo que Castle quería escuchar. Nunca el origen de una película se pareció tanto a su trama: Polanski entonces dirigiría El bebé de Rosemary y William Castle sería su productor.

Farrow al teléfono, Polanski detrás de cámara, durante la filmación de "Bebé de Rosemary"

Farrow al teléfono, Polanski detrás de cámara, durante la filmación de «Bebé de Rosemary»

Esta especie de complot satánico contra William Castle describe, con increíble precisión, la lógica de este nuevo Hollywood: un grupo de empresarios (que ya no tienen ni traje ni puro, sino camisa abierta, jean, patillas y grandes anteojos de marco grueso) vampiriza a un joven y exitoso director polaco (vestido igual que los empresarios) quien, para afianzar su lugar en Hollywood, decapita a un viejo director americano en decadencia. Castle se tuvo que conformar con producir la película y tener un breve cameo como alguien que espera su turno en una cabina telefónica. Pero, ¿por qué Polanski? Porque él era el ticket que la Paramount tenía para lograr unificar al público con la crítica y al mismo tiempo el señuelo perfecto para que los jóvenes cineastas independientes confiaran en la industria.

Con El bebé de Rosemary, la primera película de Polanski en Hollywood, el terror deja de ser un género bastardo para niños y adolescentes: comienza a atraer a un público adulto que, a cambio de algún susto, obtenía algún tema importante sobre el cual reflexionar un fin de semana con amigos.

Muere, monstruo, muere

Y llega de París un nuevo ritmo

Que todos bailan ya

Moderno, sincopado

Y que nunca queda mal

De Francia a la Argentina

Del Sena al Paraná: Cul de Sac

“Cul-de-sac”, Los Twist

Polanski traiciona a Castle y a la tradición del género que acomete para, en realidad, hacer un drama psicológico donde el Diablo no es más que una excusa. La famosa historia de que Polanski se resistía a mostrar al Demonio sobre el final de su película, describe su posición y estrategia frente al género. La “madurez” de la que hablan los historiadores, cuando toman el ejemplo deEl bebé de Rosemary, reside en el afán de de Polanski por reinventar el género, considerándolo a priori no sólo agotado sino bajo y vulgar. Esta reinvención se basa en un desplazamiento del concepto de “horror” hacia el concepto de “ambigüedad”. El espectador promedio, cansado de ver monstruos y violencia gráfica e innecesaria, puede encontrar allí que todo puede ser o no ser. Es decir: es una película de horror sobrenatural pero también puede no serlo. Película y espectador terminan jactándose, así, de su propia inteligencia. Al fin y al cabo, el Demonio, en El bebé de Rosemary, es una excusa para hablar de cosas más importantes.

De esta manera, Polanski construye un terror high-class, elegante, cuyas imágenes pueden decorar las páginas de las revistas Life Playboy porque logra evitar (o porque le teme a) estar cara a cara frente a lo monstruoso. En Repulsión, por ejemplo, suprime el grito de Deneuve para potenciar la experiencia de angustia y, llamativamente, en El bebé de Rosemary, el grito se convierte en mueca muda. Lo llamativo del caso Polanski es que su semilla recién germinará cuarenta años después en la mayoría de los exponentes del terror contemporáneo.

Los años Reagan (Ronald, no la niña de El exorcista) serán para el terror tiempos turbulentos pero felices. A fines de los 70 y principios de los 80 los más exitosos exponentes del género tomarán como modelo a Cat People, de Jacques Tourneur, explotando el principio rector del fuera de campo y el trabajo sobre la sombra/reflejo (AlienTiburón); otros, en cambio, dialogarán con la clase B y volverán, gracias al avance de los efectos especiales de artistas como Rick Baker Rob Bottin, a poner luz sobre lo monstruoso: es el caso de The Thing (1982) de John Carpenter. Aquí (como en La noche de los muertos vivos de Romero) el horror existe, justamente, porque lo vemos. Verlo es la prueba de su existencia y el tiempo dedicado a que apreciemos su (de)forma se vuelve intolerable. Un principio similar puede encontrarse en Un hombre lobo americano en Londres (1981) de John Landis, donde el proceso de transformación del personaje dura dos minutos y medio, en los que observamos cómo sus huesos se ensanchan, cómo el pelo emerge de su piel como espinas, cómo su rostro se desproporciona. Vemos y sentimos el dolor de un hombre transformándose en lobo.

En el 2010, John Carpenter realiza The Ward, su último largometraje hasta el momento y, como si cerrara una especie de ciclo y abriera otro, dos años más tarde irrumpe en la escena del cine independiente una productora llamada A24. Fundada por Daniel Katz, David Fenkel John Hodges tiene su primer éxito un año más tarde con el lanzamiento de la película Spring breakers de la estrella indie Harmony Korine. A partir de allí comienzan a distribuir o directamente producir películas de diversos cineastas ya consagrados por fuera de la industria: Atom Egoyan, Kevin Smith, Noah Baumbach, Yorgos Lanthimos e incluso algunos old school como Paul Schrader Gus Van Sant. Después apuestan a los nuevos talentos con las óperas primas de Greta Gerwig (Lady Bird) o Jonah Hill (Mid90′s) y no les va nada mal; la película de Gerwig, incluso, es nominada al Oscar como mejor película.

Pero la producción más respetada y reconocida de A24 está en un nuevo tipo de mirada sobre el cine de terror. Es tan reconocido su sello que, incluso en la actualidad, más que del director se habla de “una película de A24”. The Witch y The Lighthouse, de Robert Eggers, así como Hereditary Midsommar de Ari Aster, son ejemplos más que de la estética de estos cineastas, de la estética de su productora. Como una especie de Jonathan Shield, el cruel productor interpretado por Kirk Douglas en The bad and the beautiful de Minnelli, los productores detrás de A24 se encargaron de construir un tipo de terror basado en la hipótesis de Polanski: ante la supuesta vulgaridad del género, la clave está en “elevar” su calidad. Es decir, hacer género de qualité. Sin embargo, mientras las ambiciones de Roman Polanski eran, al menos, las típicas ambiciones de un auteur (ser reconocido por un estilo propio y tener libertad creativa), la particularidad de A24 es que se erige como una “productora de autor”, cuya principal ambición parece consistir en lograr que el terror entre al Festival de Cannes.

Las películas de terror de A24 se caracterizan, en principio, por la gran crueldad con sus personajes, que suelen ser oscuros y estar perturbados por haber experimentado situaciones terriblemente traumáticas. Esas situaciones están mostradas con una gran ambición realista, donde la puesta en escena, nuevamente, intenta transmitir de la manera más fiel posible, la experiencia, siempre psicológica, de los protagonistas. Esto también se puede ver en una especie de rigor proto-científico (que podríamos llamar “Horror Científico”) que parece surgir frente a un reclamo absurdo alrededor del verosímil de una película de terror: “esa cantidad de sangre no puede brotar de ese cuerpo decapitado” (que es como decir en una película de acción: “esa cantidad de balas no entran en ese tambor” o “¿de dónde viene la música?” en un musical). Entonces el Horror Científico transforma el cine en un paper académico haciendo que la película, más que por un cineasta, parezca filmada por un cirujano, o en realidad un taxidermista. Es decir, películas compuestas por imágenes impactantes y sugerentes por fuera, pero si intentamos rasgarlas para ver qué hay en ella descubrimos que están completamente vacías.

Este es el gran malentendido que se tiene sobre el fuera de campo. Si el fuera de campo establece una dialéctica entre lo que se ve (campo) y lo que no (fuera de campo), en películas como The Lighthouse, dado que todo (desde el terror hasta el sentido narrativo) está en el fuera de campo, éste automáticamente se anula y deja de existir. A24 construye por primera vez un fuera de campo en el que en realidad no hay nada, y ésa parece ser la gracia. El ejemplo que lleva al paroxismo esta idea es una película por fuera de esta productora, pero cercana a su estética: It Follows (David Robert Mitchell, 2014) que abrió el Festival de Cannes de ese año. ¿Y cómo llega una película de terror a abrir un festival “prestigioso”?

En los ochentas, siguiendo un poco el modelo iniciado por Halloween (John Carpenter, 1978), se ponen de moda los asesinos de cuchillo. Comienza entonces el llamado sub-género slasher (de “slash”= cuchillada). La marca más concreta de la saturación de este subgénero fue Scream (1996) realizada por quien, con Nightmare on Elm Street, había sido parte de su creación: Wes Craven.

Allí, en un juego de cajas chinas, Craven hace una película sobre el género; cavando y profanando su tumba. En una famosa escena, mientras un grupo de jóvenes ve en video Halloween durante una fiesta, uno de ellos, el cinéfilo nerd, explica las “reglas” del género: “Uno: no se debe tener sexo. El sexo es equivalente a muerte. Dos: no se debe consumir ni alcohol ni drogas. Es un pecado, es la extensión del punto uno. Y número tres: nunca, nunca, bajo ninguna circunstancia digas ‘ya vuelvo’, porque no volverás”. Mientras tanto, sus compañeros se burlan y arrojan pochoclos, incrédulos. En realidad, lo que este personaje está pronunciando, es el acta de defunción del género, su límite.

Para el momento en que Craven hace Scream ya no importaba ver la película, sino saberse las reglas para simplemente decir: “son todas iguales”. It Follows surge tan solo dos años después de la cuarta parte de Scream y se construye sobre un modelo agotado: un grupo de jóvenes, después de tener sexo, es perseguido por una entidad invisible. Mitchell parece partir de la misma hipótesis de la película de Craven, pero mientras una muestra que el género está agotado la otra desea deshacerse de él para bailar sobre su tumba. El personaje de Scream disfrutaba del género aún conociendo su mecánica, Mitchell encuentra placer solo en su mecánica porque su más grande ambición es hacer del género un “concepto”. It Follows más que una película “conceptual” es un concepto ilustrado en una película. Esto le permite mostrar jóvenes asesinados de las maneras más brutales pero cuidarse, nuevamente, de la vulgaridad y la supuesta tontería de un tipo con una máscara y un cuchillo.

Lo que se detecta en esta película y en las producciones de género de A24 es algo que Polanski planta y germina monstruosamente, multiplicando su tamaño: películas en las que el género es, en realidad, un pretexto, una coartada para en realidad hacer una película profunda, grave y seria. ¿Pero no puede una película de terror ser profunda, grave y seria? Sí, Cat People y La noche de los muertos vivos de alguna manera lo son, pero también son películas en las que no se nota el miedo del realizador a hacer una película de género. Es común escuchar que se recomienden películas como Midsommar con la siguiente frase: “Es de terror…pero está buena” o “Lo bueno es que no parece ‘de terror’”. Ese miedo, tal vez, es a exponerse a lo “trucho”, a lo que alguien llamó alguna vez “cliché”, al código. Un temor, quizás, a perderse en el anonimato.

En una entrevista realizada poco después de The Ward le preguntan a John Carpenter si sigue yendo a esas famosas cenas que se dan entre los directores de terror. Allí van Guillermo del Toro, Eli Roth Darren Aronofsky. Carpenter cuenta que al principio iba y la pasaba muy bien, pero en un momento dejó de ir. Y recuerda la razón: un día llegó David Cronenberg, viejo amigo suyo, y pasó al lado de él sin saludarlo. Carpenter ve que “Cronenberg, últimamente, se toma a sí mismo demasiado en serio. Es un artista ahora. Y bueno, está bien, dejen que Eli Roth con su Hollywood hair tenga el control ahora. Darren Aronofsky creo que odia en secreto las películas de terror. Dejen a los genios ir, dejen que sean genios. Yo me quedo en casa, jugando a los jueguitos”. Desde ese momento Carpenter deja de hacer películas para dedicarse a la música. Allí se estaba jugando un juego al que ya no pertenecía. Ese mismo juego iba ser jugado, poco después, por A24. La descripción de Carpenter del clima de esa (última) cena es de una precisión terrorífica, dado que finalmente el terror que triunfó es el hecho por gente que secretamente quiere hacer “arte”, que habla del cine de género pero que al fin y al cabo quisiera ser BergmanTarkovski Polanski. La paradoja oculta de 2001, odisea del espacio culmina en la actualidad: una película que comienza en el pasado, en la era de las cavernas, con un grupo de tipos en horribles trajes de mono, y que termina en una gran habitación blanca con un monolito gigante mientras suena de fondo música de Ligeti.

El terror contemporáneo, finalmente, es un terror hecho por y para gente a la que en realidad no le gusta el terror. Quizás algún día alguien se anime, finalmente, a poner la cámara frente a los ojos del Demonio para mirarlo de cerca y, aún viendo sus costuras, remaches y maquillaje, poder creer en él.

Este artículo se publicó primero en Revista de Cine

*Nicolás Zukerfeld es docente de la Universidad del Cine y dirigió, entre otros, el largometraje “No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo” /2020) exhibido en el Festival de Nueva York. El último número de Revista de Cine, publicación escrita por realizadores argentinos (desde Rafael Filipelli, Rodrigo Moreno, Sergio Wolf y otros), incluye textos de Beatriz Sarlo sobre Jocker, un diálogo entre Rafael Filipelli y Jorge Altamira y una discusión del Consejo de Redacción sobre el documental, entre otros. La publicación se consigue en librerías.

Fuente: Infobae