El 24 de mayo de 1883, una multitud se agolpaba en las orillas del East River para presenciar un espectáculo sin precedentes: la inauguración del puente colgante más largo del mundo. Los neoyorquinos miraban hacia el cielo con una mezcla de asombro y temor al observar aquella mole de acero y granito que unía Manhattan con Brooklyn y que parecía casi imposible de sostenerse en pie. Algunos se negaban a cruzarlo, convencidos de que la estructura podía ceder en cualquier momento.
Entre vítores, bandas militares y discursos oficiales, una mujer subió a un carruaje y emprendió el primer cruce. Llevaba un gallo en las manos, símbolo de victoria y buena fortuna. Era Emily Warren Roebling, y con ese gesto dejaba claro que el puente era sólido y que su nombre debía quedar ligado para siempre a esa obra colosal, aunque la historia tardara más de un siglo en reconocerlo.

Un proyecto marcado por la tragedia
John Augustus Roebling, un ingeniero prusiano radicado en Estados Unidos, fue uno de los principales impulsores del Puente de Brooklyn. Soñaba con levantar un puente colgante de 486 metros de luz central (es la medida de la luz entre los pilares del puente, la distancia más larga sin apoyo) —el doble de cualquier otro construido hasta entonces— y convertirlo en la obra cumbre de su carrera. Pero ese mismo sueño se transformó en su condena: en 1869, apenas iniciadas las obras, mientras tomaba mediciones en el muelle de Fulton Ferry, un ferry le aplastó el pie derecho contra una viga. Rechazó la amputación que le aconsejaban los médicos y, pocas semanas después, el tétanos puso fin a su vida. A los 63 años murió el 22 de julio, dejando a Washington Roebling (su hijo) como el líder de esta monumental obra.

Pero, casi como una maldición al estilo Tutankamón, a poco tiempo de asumir la responsabilidad de la obra, Washington Roebling enfermó gravemente de la llamada “caisson disease”. Esta dolencia, hoy conocida como enfermedad de descompresión, afectaba a los trabajadores que pasaban horas en las cámaras presurizadas bajo el agua, excavando los cimientos del puente. Al volver a la superficie, las burbujas de nitrógeno se expandían en la sangre y provocaban síntomas devastadores: dolores intensos, parálisis parcial, problemas respiratorios e incluso la muerte. Washington quedó con secuelas neurológicas y motoras que le impedían caminar con normalidad y lo obligaron a recluirse en su casa de Brooklyn Heights. Desde allí, postrado, solo podía observar el avance de la obra a través de un catalejo desde la ventana, mientras transmitía sus instrucciones por medio de su esposa Emily.
Emily Roebling: la mujer que, contra todo los prejuicios, tomó el mando
Emily Warren había nacido en 1843 en Cold Spring, un pequeño pueblo del estado de Nueva York, en el seno de una familia bastante adinerada. Se educó en un convento católico en Georgetown, donde recibió una formación poco habitual para una joven de la época: además de bordado y literatura, estudió idiomas, matemáticas y ciencias naturales. Tenía solo 19 años cuando conoció a Washington Roebling quien, en ese momento, era un joven ingeniero que trabajaba junto a su padre en la construcción de puentes. En 1865 dieron el sí y ese fue el inicio de su vida juntos.
Cuando su marido se enfermó y quedó incapacitado, fue Emily quien terminó poniéndose al frente de la obra de su suegro. Rodeada de prejuicios de la época y siendo el foco de una fuerte discriminación sexista, comenzó a instruirse con disciplina férrea en ingeniería, resistencia de materiales y construcción de puentes. Y mientras Washington la guiaba desde su cama, ella recorría la obra a diario, transmitía instrucciones, resolvía dudas técnicas y negociaba con proveedores, inversores y funcionarios.

Como era de esperar, su presencia en el sitio de la obra generaba sorpresa y desconfianza; eran muchos los que dudaban de que una mujer pudiera manejar una empresa de semejante envergadura. Sin embargo, su temple y sus conocimientos terminaron imponiéndose: los trabajadores la respetaban, los ingenieros aceptaban sus indicaciones y las autoridades municipales comprendieron que, sin Emily, el puente no podría completarse. El resultado no solo fue exitoso, sino que también demostró la persistencia y tenacidad de Emily ya que la obra duró más de una década.
<i>“Si el público hubiera sabido que el puente había sido diseñado por una mujer, no se habrían atrevido a cruzarlo”</i>
Una inauguración repleta de supersticiones
No hay ninguna duda de que el 24 de mayo de 1883 Nueva York vivió una jornada histórica que quedaría como uno de los eventos más importantes de la ingeniería mundial. El presidente Chester A. Arthur y el gobernador de Nueva York, Grover Cleveland, encabezaron la ceremonia inaugural, mientras decenas de miles de personas se congregaban a orillas del East River. Las torres góticas se alzaban imponentes y los cables de acero brillaban bajo el sol. A pesar de la pompa oficial, el ambiente estaba cargado de una mezcla de orgullo y temor: muchos neoyorquinos desconfiaban de que semejante estructura pudiera sostenerse.

Para disipar dudas, Emily Roebling fue la primera en cruzar el puente en un carruaje adornado con flores, llevando un gallo vivo en su regazo, símbolo de victoria y buena fortuna. Su gesto, casi teatral, buscaba demostrar que la obra era segura. A lo largo del día, más de 150.000 personas atravesaron el puente, entre aplausos, vendedores ambulantes y músicos que celebraban lo que ya se consideraba un prodigio moderno.
Sin embargo, el miedo no desapareció por completo. Apenas seis días después, un falso rumor sobre un inminente colapso provocó una estampida en la que murieron doce personas. Para restaurar la confianza pública, el empresario circense P. T. Barnum organizó un espectáculo memorable en 1884: hizo desfilar a 21 elefantes, encabezados por el famoso Jumbo, sobre el puente. La caravana se convirtió en una prueba de fuego que selló para siempre la reputación del puente como indestructible.

Más allá del puente
Después de la inauguración del Puente de Brooklyn, Emily Warren Roebling continuó construyendo un camino propio. En una época en la que pocas mujeres podían aspirar a estudios superiores, logró graduarse en Derecho en la Universidad de Nueva York.

Además, su enorme compromiso con la igualdad de género se reflejó en su militancia feminista. En 1899 fue invitada al Congreso Internacional de Mujeres en Londres, donde pronunció un ovacionado discurso sobre los derechos de la mujer. Ahí defendió la educación femenina como un medio indispensable para que las mujeres pudieran alcanzar independencia real y contribuir al progreso social.
Al mismo tiempo, mantuvo un rol activo en asociaciones benéficas y culturales de Nueva York. Se la recuerda como anfitriona en encuentros sociales, pero también como una mujer que sabía moverse con soltura en ámbitos académicos y políticos reservados casi exclusivamente a los hombres.
Murió en 1903, a los 59 años, en Trenton, Nueva Jersey. El New York Times la despidió como “una mujer de capacidad inusual y fortaleza de carácter”. Aunque su nombre estuvo eclipsado durante décadas por el de su marido, hoy es reconocida como pionera: no solo la primera mujer ingeniera de campo en Estados Unidos, sino también un símbolo de cómo las mujeres podían trascender las barreras de su tiempo.

- Durante su construcción murieron más de 20 trabajadores, víctimas de accidentes y de la enfermedad de descompresión.
- El puente costó alrededor de 15 millones de dólares de la época, más del doble de lo presupuestado inicialmente.
- Se necesitaron más de 14 años para completarlo.
- Fue el primer puente colgante de acero del mundo, y hoy es Patrimonio Histórico Nacional de Estados Unidos.
Fuente: Cristian Phoyu, La Nación