Por estos días, el acontecimiento cinematográfico es el 78° Festival Internacional de Cine de Cannes. Aunque también es noticia que ya no representa el polo de atracción (al menos periodístico) que supo ser en sus mejores días. No porque no haya films buenos y extraordinarios; mucho menos porque la selección no valga la pena. Cannes, como el Oscar o Sundance -por mencionar otros acontecimientos que supieron marcar la agenda cinematográfica- cae en la vuelta de la marea provocada por el auge de las plataformas, la deriva hacia el blockbuster puramente sensorial en las salas, y la política. Lo último siempre apareció, pero en estos tiempos convulsos donde la globalización y un reflujo de fronteras -sobre todo comerciales- cerradas crea incertidumbres varias, es absolutamente notable. Y sin embargo, allí está el Palais y las miles de fotos de las alfombras rojas. Allí está el Mercado, donde se negocian producciones y derechos; y allí están, en hoteles de lujo y casi de incógnito, los que manejan el negocio tratando de asegurar dinero de producción, distribución internacional y otras cuestiones para el año por venir. Por supuesto, también hay películas. Si uno quiere saber cómo se desarrolló a través del tiempo el mapa cinematográfico, con sus movimientos y tendencias, es bueno referirse a las ganadoras de la Palma de Oro (básicamente lo único que se recuerda) desde hace casi 80 años.

Sin embargo, no es tarea fácil. Las plataformas tienen varias restricciones para que podamos encontrar legalmente (por medios non sanctos es otro asunto) esas películas, aunque sí hay una cantidad importante de, al menos, las últimas cuatro décadas. Es curioso que en estos días en lo que casi todo está digitalizado y cuando el usuario de una PC con mediano trabajo puede encontrar cualquier cosa sea difícil acceder a un acervo cultural múltiple de un modo legítimo. Será tema para otro momento, pero dejamos sentada la protesta. Dicho esto, vamos a algunas características importantes de Cannes como hecho y mecanismo. A diferencia del Oscar, que es un premio otorgado por miles de personas a través de un sistema de votos y que tiene una orientación mucho más industrial y social que estética, Cannes, como todos los festivales, tiene un jurado de alrededor de diez personas que juzga película por película. Estos films son siempre estrenos, aunque la norma se flexibilizó hace un tiempo para que ingresaran películas que tuvieron estreno comercial sólo en sus países de origen. La cuestión de la “premiere” no es sólo para darle peso a Cannes como plataforma de lanzamiento, sino para que los jurados no tengan un preconcepto de lo que van a ver. Pero lo que importa es que los ganadores surgen de una discusión entre personas vinculadas al cine y con mucho peso en el campo internacional. Han sido presidentes del jurado Steven Spielberg y Quentin Tarantino, por ejemplo. Las discusiones son duras y, claro que sí, incluyen presiones nacionales de todo tipo.
Anécdota poco recordada pero ilustrativa: cuando Viridiana (suele aparecer en MUBI, donde hay otros filmes del realizador) compitió en 1961, implicaba el regreso a España de Luis Buñuel después de su exilio mexicano. Pero el gobierno español no había visto la película: cuando la descubrió en Cannes, se pidió que se retirara, se hicieron varios reclamos y hubo peleas de todos los colores. El resultado fue que Viridiana se llevó la Palma de Oro (compartido con la francesa Una larga ausencia) y Buñuel se rió mucho por su fábula de denuncia contra los puros de corazón.
También hubo problemas años después cuando Andrei Tarkovsky presentó Andrei Rublev (está completa en YouTube), porque el gobierno soviético, entonces feroz contra el realizador, hizo que sólo se pudiera proyectar a las 4 de la mañana (y dura casi cuatro horas). Y no fueron pocas las protestas periodísticas y gubernamentales cuando La hora de los hornos (también en YouTube), de Pino Solanas, pasó por La Croisette. Es decir, Cannes tiene un enorme peso como amplificador de lo que sucede en la industria del cine y con ella y las películas a nivel internacional. Y el hecho de que la Palma de Oro sea elegida por un jurado puede ser tanto una garantía de calidad como una demostración de compromiso político. Vamos a ver ejemplos de ambas cosas, incluso de cesión a la moda del momento, por qué no.
Cannes tuvo su primera edición en 1939, pero sólo cuenta como anécdota. La ocupación nazi de Francia hizo que no existiera y, al volver en 1946, todas las películas se llevaron premio; la celebración iba por otro lado. Un poco lo mismo sucedió en 1947 (entre las premiadas estaba Dumbo -disponible en Disney+-, que era de 1941 pero no se había podido estrenar entonces). La primera ganadora de peso sería El tercer hombre (AppleTV+), de Carol Reed. No sólo porque era una manera de festejar a Orson Welles, sino porque la película muestra los problemas de la Posguerra a través de su fábula policial. La Viena partida en tres distritos (el británico, el americano y el ruso), los nobles de ayer viviendo de cierta mendicidad, la mirada de dueño del mundo de los americanos, el propio héroe-villano Harry Lime, un pícaro simpático pero en el fondo el demonio de bajos fondos, pintaba de un modo muy preciso la Europa de esos años. El Festival la prefirió probablemente por eso.
De allí en más, si bien las películas ganadoras son bastante famosas (El salario del miedo, Milagro en Milán, Marty u Orfeo Negro, por ejemplo), no hay grandes obras maestras hasta 1961, donde la modernidad arrasó y el premio se lo llevó Federico Fellini por La Dolce Vita (volverá a MUBI), el film que lanzó definitivamente al estrellato internacional a Marcello Mastroianni y Anita Ekberg (que ya era una estrella menor en Hollywood, dicho sea de paso) y sobre todo a Fellini. Pero la película además ponía en cuestión el propio glamour del mundo del espectáculo y las miserias del periodismo. Más allá de sus innovaciones narrativas y de su enorme imaginación -¿cuántas películas comienzan con un Jesús gigante volando sobre Roma, colgado de helicópteros?- reflejaba muy bien esa mirada moderna o, mejor, contemporánea (al espectador) que el cine moderno europeo había incorporado incluso en registro realista. La Dolce… era en parte el otro lado del “milagro italiano”.
Inmediatamente después fue el “caso Viridiana”, que también comenzaba a despuntar -de allí su premio ex aequo- la mirada contra autoritarismos de todo tipo. Franco ya no era persona demasiado grata, especialmente para las élites culturales, y el triunfo de Buñuel, incluso si era muy merecido (incluso si era superior a Una larga…, hoy olvidada película premiada “para cumplir”) tenía todo el tinte de una declaración política. Pero fue diferente en 1963 y 1964. En el primer caso, la película que se llevó el premio mayor es una de las grandes obras maestras del cine, El Gatopardo, de Luchino Visconti (Disney+, en copia restaurada). La adaptación de la novela de Lampedusa contaba el paso del poder de la nobleza arcaica a la nueva burguesía a través de un matrimonio por conveniencia, y sigue siendo uno de los mayores comentarios sobre los vaivenes acomodaticios de la política (el personaje de Alain Delon es clave en ese sentido, un auténtico pícaro) aunque lo supera. En 1964, la ganadora fue Los paraguas de Cherburgo (Apple TV+), que reunía condiciones ideales: era novedosa (todos sus diálogos están cantados), incorporaba lo popular (el melodrama), tenía procedimientos modernos (su director, Jacques Demy, era parte de la Nouvelle Vague, aunque no un “radical” formal como Godard, sino todo lo contrario) y su trama incorpora como elemento clave la Guerra de Argelia. De paso, descubrió a Catherine Deneuve. Y hoy sigue funcionando como cuando su estreno.
Más allá de la suspensión de 1968 por el Mayo Francés y la reacción de los cineastas franceses (Truffaut, Godard y Lelouch a la cabeza) que detuvieron la Competencia -el movimiento daría nacimiento el año siguiente a la Quincena de los realizadores, paralela a la Competencia oficial-, los años setenta tenían que mostrar un mundo en convulsión. Las guerras de liberación pos coloniales, las revoluciones en América Latina, Vietnam y la Guerra Fría cada vez más cálida aparecieron a la par de una nueva cinefilia en los años setenta, cuando irrumpió la nueva generación estadounidense en una muestra hasta entonces dominada por Europa (con algún desvío japonés, como el triunfo de La puerta del infierno en 1954). Cannes mostró, por ejemplo, Reto a Muerte, de Steven Spielberg, en cine (fue hecha para TV) en la Quincena. O las primeras películas de Scorsese y De Palma.
Entre 1970 y 1980 hubo seis Palmas de Oro para estadounidenses, y uno de ellos se llevó dos. Primero Robert Altmann por su sátira antibélica M.A.S.H. (1970, Disney+) que, aunque transcurría en la Guerra de Corea, criticaba el militarismo estadounidense manifestado en Vietnam. En 1973, sería Espantapájaros, de Jerry Schatzberg, drama social con Al Pacino y Gene Hackman como dos vagabundos, muy cercano en estilo al neorrealismo italiano. En 1974, Francis Ford Coppola se llevaría la primera de sus Palmas por La Conversación, un thriller paranoico con trasfondo político. En 1976, la ganadora sería Taxi Driver (Netflix, Prime Video, Max), cuyo protagonista es un veterano de Vietnam y cuya trama incluye la crítica a la política, a los medios de comunicación (el final es claro en ese sentido) y la alienación en las grandes ciudades. Y en 1979, Coppola repetiría con la película que resume toda esta tendencia: Apocalypse Now (Apple TV+), donde Vietnam, la alienación contemporánea y el delirio de poder llegaban a su máxima descripción. En 1980, la Palma fue para All That Jazz, de Bob Fosse.
Los ochenta fueron más formalistas, más cercanos al “autor” aunque hubo no pocas Palmas políticas (Missing, de Costa-Gavras, por ejemplo). Pero fueron los años de consagrar a realizadores jóvenes pero con gran trayectoria detrás (Wim Wenders por París, Texas, disponible en Prime Video y MUBI), debutantes (Sexo, mentiras y video, de Steven Soderbergh, en Netflix), o los que estaban “en el medio” y requerían un último empujón de prestigio (David Lynch por Corazón Salvaje).
La tendencia menos política y más formalista continuó en los años noventa, en los que el premio se lo llevaron los hermanos Coen (Barton Fink, Apple TV+), o el gran descubrimiento de Cannes Quentin Tarantino (Pulp Fiction, Netflix, Mercado Play). Eran premios indiscutibles, como sucedió con el doble premio -y descubrimiento internacional para dos maestros- de 1997: El Sabor de la Cereza, de Abbas Kiarostami (Irán) y La Anguila, de Shoei Imamura (Japón). Es cierto que Imamura ya había ganado por La balada de Narayama, pero logró que sus películas se exportasen gracias a este último premio. Sucedió casi lo mismo con los hermanos Dardenne en 1999 con Rosetta, donde las cosas empezaron a derivar a un equilibrio entre lo político y lo formal más acusado, y al premio como “reconocimiento” a una obra. No otra cosa explica los premios a Nanni Moretti (La habitación del hijo), a Roman Polanski (El Pianista, Netflix) o Elephant (Gus Van Sant, Max). Son muy buenas películas sin dudas, pero salvo la de Van Sant, no el punto más alto de estas carreras.

Desde entonces hay problemas. La Palma tuvo entregas vergonzosas (a Fahrenheit 9/11, de Michael Moore, Apple TV+), pésimo film al que Tarantino, presidente del jurado, hizo premiar por razones únicamente políticas, y entregas virtuosas (las últimas dos: Anatomía de una caída -Prime Video- en 2023 y Anora -por ahora sólo en Apple TV+, pronto en otras plataformas-, en 2024). Pero ha primado tanto la corrección política o la sátira mordaz (Yo, Daniel Blake, de Ken Loach -Apple TV+-; Parásitos, de Bong Jon-hoo -Max y Prime Video-; o The Square y Triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund -Max-), como el escándalo (Titane, de Julia Ducournau -MUBI-).
Lo que se delinea década a década es la sincronía entre un estilo autoral o nombre consagrado, el comentario frontal o lateral sobre el contexto histórico, una relación evidente con el cine a través de algún elemento formal, y lo que en cada momento es políticamente correcto. Aún cuando ha premiado obras maestras, la Palma de Oro es un mapa preciso de la relación entre el cine y la realidad más que una celebración del arte cinematográfico. Y no está tan mal.
Fuente: Leonardo D’Esposito, La Nación