Hay sol y hace calor, y en el séptimo piso del complejo de departamentos más insulso de Atlanta están en medio de una pool-party.
El ascensor se llena de rubias oxigenadas que suben con flotadores y vasos descartables y que están tan en la suya que no advierten que uno de los mayores galanes del cine quedó arrinconado contra el fondo. No es un posición en la que se suela encontrar el tipo de personajes por los que Javier Bardem es más conocido. Pero este fin de semana por la mañana, vestido con short deportivo, remera de entrenamiento rosada y zapatillas sin cordones, Bardem esboza una sonrisa y se apretuja contra el fondo del ascensor.
Finalmente, cuando hace un comentario sobre el tránsito, su voz melodiosa, redonda como un whisky de pura malta, con las vocales alargadas hasta el límite, llena la cabina del ascensor como un soneto. Las rubias oxigenadas captan al hombre arrinconado en el fondo, lo miran, y siguen con lo suyo.
Bardem no sabe manejar, una ironía de la vida si pensamos que estaba ahí para hablar de su papel en F1: la película (que se estrena el 26 de junio en la Argentina), una taquillera superproducción sobre la Fórmula 1, tan ambiciosa que insertó su rodaje en una temporada real del automovilismo profesional y que obligó a Bardem y a sus compañeros de reparto –Brad Pitt, Damson Idris y Kerry Condon– a ir del Circuito de Silverstone en Gran Bretaña hasta Abu Dabi, pasando por Las Vegas y Budapest.

En la película, Pitt e Idris interpretan a los pilotos de un equipo de carreras en problemas: hace dos temporadas que no suma un solo punto. Bardem los anima desde el papel de Rubén Cervantes, un expiloto devenido propietario que está muy endeudado y cuya última gran apuesta, quizás desacertada, es por un viejo amigo y un prometedor, aunque inexperto, piloto novato.
La destreza para manejar, por supuesto, es el eje central de la película, y Joseph Kosinski, director de Top Gun: Maverick, tuve que adaptar las cámaras con certificación IMAX para que cupieran en el asiento de un coche de carreras. Pero Pitt, también productor de la película, dijo que “pilar de la historia” se llama Javier Bardem y se permitió apenas una gentil broma sobre la negativa del actor de ponerse al volante. Aun así, Bardem no parece haber tenido demasiados problemas para “manejarse”.
De estirpe
Bardem, de 56 años, parece haber nacido con un don para sortear curvas cerradas. Hijo de una larga tradición de actores y artistas en actividad, creció en España entre los teatros y sets de rodaje donde actuaba su madre, Pilar, que los crio a él y a sus dos hermanos mayores “como una manada de lobos”, dice el actor. Amaba a su madre y tiene una relación muy estrecha con sus hermanos, pero fue un modo de crianza que, según Bardem, “podía ser brutal”.
Ni siquiera después del despegue de su carrera se permitía soñar con una felicidad doméstica: solo quería sobrevivir. “Fue todo muy natural”, dice Bardem. Nunca me sentí presionado. Nunca sentí el mandato de hacerlo. Y gracias a Dios, sucedió. Es increíble que no recuerde cómo era mi vida antes de tener hijos”.
Bardem está casado con la superestrella Penélope Cruz, y su hijos, Leo y Luna, ya están en la secundaria. Bardem aún recuerda la decisión de tener hijos como “un acto de amor, el deseo de crear algo hermoso”.

Y resultó ser una experiencia hermosa, pero también trascendental y difícil. El proceso —con una curva de aprendizaje más dramática que cualquier curva cerrada en una pista de carreras— lo obligó a reflexionar sobre sí mismo y a observar a su esposa, impenetrable en su transformación. “Como hombre, podés acompañar a la mujer, pero no pasás por lo que pasa ella”, recuerda el actor. El embarazo no fue tan malo, pero sí la depresión posterior, y como para ella la depresión eral algo nuevo, no podía manifestarlo. Ahora está mejor, pero hace 14 años, ella se preguntaba: ‘¿Estará bien compartir esto con mi esposo? ¿Tengo derecho a sentirme así cuando se supone que debería sentir todo lo contrario?’. Desafortunadamente, no pude comprender la dimensión de lo que era. Pero más tarde, lo hice. Es una mujer increíble, valiente, fuerte y hermosa por haber podido compartirlo”.
Cartas de amor
En su penthouse de Atlanta, Bardem tiene orgullosamente exhibidas las cartas de amor manuscritas de Penélope Cruz y los garabatos de sus hijos, que lleva consigo a todas partes para decorar la sosa vivienda que ocupa mientras trabaja. El comediante Conan O’Brien, que conoció a Bardem en su programa nocturno de entrevistas y desde entonces conserva la amistad, lo elogia efusivamente y compara su indeleble atractivo y su expresiva “máscara griega de comedia-tragedia” con la de Marlon Brando. Observando su propio reflejo, Bardem se compara más bien con un gorila.
Bardem está en Atlanta para interpretar al letal exconvicto protagonista de Cabo de miedo para Apple TV+, una adaptación de la icónica película homónima de Martin Scorsese. Pero Bardem viene alternando su vida entre Los Ángeles, por trabajo, y Madrid, donde viven él y Cruz en sus momentos de descanso. Dos semanas consecutivas es el máximo tiempo que pasa sin ver a sus hijos, una regla que se impuso mientras trabajaba en la película Being the Ricardos, en la que interpretó a Desi Arnaz. Cuando llegó a las tres semanas de rodaje, “literalmente mi cuerpo experimentaba reacciones físicas de dolor y tristeza”, recuerda el actor.
Es lo que le pasa a él, dice Bardem, un hombre muy sensible que les imprime una gran dosis de emoción incluso a los papeles más comerciales, que intercala entre otros proyectos de corte independiente. En la saga de Duna, su Stilgar actúa con el fanatismo de un verdadero converso. En la entrega Skyfall de la franquicia de James Bond, que protagonizó junto a Daniel Craig, al personaje del amenazante Raoul Silva, Bardem le imbuyó de un encanto explosivo, desquiciado a la vez que seductor.
Bardem obtuvo su primer papel a los seis años, un pequeño rol en una serie de televisión española protagonizada por su madre. Pero en los Estados Unidos su carrera no despegó hasta Sin lugar para los débiles, la película de los hermanos Coen de 2007 que lo convirtió en estrella de cine y le valió un Óscar al mejor actor de reparto. Allí Bardem interpretaba a Anton Chigurh, un villano desenfrenado con un corte de pelo tan extraño y maléfico que hasta el día de hoy sigue siendo un disfraz de referencia para Halloween.

En aquel entonces, Bardem tenía 37 años y estaba “en plena depresión”. Acababa de terminar una larga relación y se sentía “desconectado del placer de la vida”, dice. “Nunca llegué a un punto de tener ideas oscuras, pero sí estaba muy triste. Me llevó tiempo salir de ahí”.
El trabajo lo ayudó a salir adelante, al igual que su coprotagonista en la película, Josh Brolin, “quien me abría literalmente las ventanas, mi casa era oscura, y él corría las cortinas y me sacaba a caminar. Y de a poco empecé a sentir: ‘Ay, qué alegría, ¡qué suerte tener vida!’. Cuando terminé esa película, ya era otra persona”.
Cuando llega el momento
Bardem se reencontró con Cruz un año después, en el rodaje de la película de Woody Allen Vicky Cristina Barcelona, 15 años después de que ambos protagonizaran Jamón Jamón, una escandalosa y sensual tragicomedia en la que las patas de jamón están muy presentes y donde en un momento dado Bardem hace la pantomima de una corrida de toros completamente desnudo. Por entonces ella tenía 17 años y Bardem 21. “Ahí tuvimos nuestro momento”, dice Bardem. “Y más tarde, tuvimos otros momento. Pero ella estaba con alguien o yo estaba con alguien. Éramos muy jóvenes y no era el momento, pero entonces el momento llegó, lo entendimos, y tratamos de evitarlo”.
Pero el rodaje de Vicky Cristina Barcelona iba llegando a su fin y Bardem todavía no había dado ningún paso. Llamó preocupado a tres de sus amigos más cercanos, “Porque era complicado”, dice Bardem. “Ella es actriz. Yo soy actor. Ella viaja. Yo viajo. ¿Qué hacés con eso?”. Bardem sabía que la relación concitaría la atención pública y eso no le gustaba para nada. Pero la última noche en el set, “tomamos un par de copas, y de eso ya pasaron 18 años”.

Solo cuando la conversación gira en torno a la invasividad de los paparazzi, Bardem deja escapar ese mismo atisbo de la furia que a veces irradia en la pantalla. Lo alivia que en Madrid casi no los molesten. Se alegra de haber saltado a la fama en Estados Unidos antes de los iPhones y las redes sociales, cosa que detesta. Pasa el menor tiempo posible frente a las pantallitas, un logro del que puede dar fe la actriz Chloë Sevigny, quien interpretó a Kitty Menéndez junto a Bardem en el rol del patriarca José en Monstruos: la historia de Lyle y Erik Menéndez, de Netflix. “No lo pesqué nunca mirando el celular”, dice Sevigny. “Simplemente se quedaba sentado en el set, mirando fijamente o hablando con la gente. Y yo pensaba: ¿Quién es esta persona? ¿De dónde salió? ¿Cómo sobrevive?”, recuerda la actriz.
El show de Springsteen
Bardem sabe que la fama tiene sus ventajas. “Conseguís mesa en los restaurantes llenos y tenés la oportunidad de conocer gente a la que admiras”, señala. Brad Pitt recuerda con evidente placer aquella vez cuando durante un descanso en el rodaje Bardem lo llamó de repente y le dijo: “Mirá, voy a volar a Dublín a ver al Jefe. ¿Querés venir conmigo?” Pitt recuerda que doce horas después iban camino a ver a Bruce Springsteen en un recital en vivo.
Pero ser tan visible también te quita algo, señala Bardem. “Por eso algunos actores o directores que se hicieron muy famosos de repente empiezan a trabajar en su propia burbuja, y ves que ya no hay conexión con el afuera”, dice el actor. “Se encierran en sí mismos, pero dejan de enterarse de lo que pasa ahí fuera, más allá de lo que oyen o les cuentan, y eso se nota en sus actuaciones. Hay que estar siempre atento y conectar, conectar y conectar”.
Perder ese sentido de una humanidad interconectada no solo amenaza tu arte, apunta Bardem, que también ha visto como eso compromete la capacidad de la gente “de criticar lo que debe ser criticado”. Bardem es un defensor público de los derechos de los palestinos desde hace más de una década, pero el reciente sufrimiento en la Franja de Gaza le causa una angustia particular.
“¿Cómo lograr un cambio?”, se pregunta. “Yendo a votar, sin duda. Denunciando, sin duda. Alzando la voz y señalar lo que está mal, sabiendo que habrá repercusiones”.
Bardem no se deja intimidar. Es algo que le enseñó su madre, que validaba sus convicciones y le mostró cómo expresarlas. “Podía ser tan sensible y liviana como una mariposa, y podía ser feroz como un león”, recuerda Bardem. “El espectro completo”.
Su padre estuvo menos presente, ya que sus padres se separaron después de su nacimiento. Cuando tenía 19 años, fue elegido para participar en Las edades de Lulú, “donde interpreté a una prostituta que tenía sexo con hombres y mujeres. Una película dura, pero una gran película”, dice el actor. El padre de Bardem la vio y dejó de hablarle, horrorizado por la representación explícita del sexo gay. “Se avergonzaba de mí como hijo”, recuerda.
Entonces, Bardem rodó Jamón Jamón, “y como ahí eran todas peleas y mujeres, papá volvió a mí y estaba súper orgulloso de que fuera actor”. Murió cuando Bardem tenía 26 años, pero el actor sigue explorando esa masculinidad —y sus límites— que imprimió en su trabajo actoral. “A mí me enseñaron el mundo masculino tóxico, y fui parte de él, ya que me crié en España en las décadas de 1970 y 1980. Pero en casa ese comportamiento no era tolerado, y eso fue una verdadera lección”.
Efusiva dulzura
En F1: la película, cualquier otro actor habría interpretado a Rubén como una reliquia fósil, un viejo desesperado por demostrar su destreza en un juego para jóvenes. Pero Bardem le da un brusco giro a ese papel. En sus escenas con Pitt, redobla la emoción y le infunde a su relación en pantalla una efusiva dulzura. Bardem resume la película como “la historia de amor entre esos dos hombres”. “Creo que hacemos una gran pareja”, dice Pitt. “Hay electricidad entre nosotros”.
Próximamente, Bardem y Cruz se instalarán en España para el rodaje de Bunker, un thriller que el director Florian Zeller —quien en 2020 dirigió El padre, protagonizada por Anthony Hopkins—, escribió pensando en ellos como pareja. “Lo bueno de trabajar con Penélope es, ante todo, que es una gran actriz”, dice Bardem. Pero lo segundo es que nos conocemos y sabemos dónde parar. No estamos ahí para hacernos daño”.
Bardem se involucra con sus personajes, pero no se confunde con ellos. Cuando era chico pasaba mucho tiempo en el camarín de su madre, y una vez la vio vomitar. La habían elegido para interpretar a la reina Isabel, y estaba encorvada sobre el inodoro, vomitando sobre su vestuario. Bardem se asustó. “Le pregunté si estaba bien, y me respondió: “No te preocupes’,” recuerda el actor. A continuación, la vio enjuagarse la boca, salir al escenario y, ¡paf!: era la reina Isabel.
Esa metamorfosis de su madre lo dejó pasmado. Era ella, pero no a ella. Era su madre, y era la reina. “Y es necesario tener miedo, hay que tener miedo”, dice el actor. “Porque hay mucha incertidumbre en la actuación, y el actor tiene que aprender a vivir con eso”.
Traducción de Jaime Arrambide
Fuente: La Nación