El mito primordial del cine es que conserva el pasado y lo vuelve hoy en cada revisión de un film. El paso del tiempo permite, además, la reevaluación serena de las obras, algo que no es por cierto privativo del cine, pero que al verse inmerso en un complejo industrial y publicitario (una condición necesaria para su existencia) muchas veces no resulta tan evidente.
Una de las ventajas de las plataformas cuando se deciden a incorporar películas del pasado, especialmente las muy exitosas, es que nos llevan a apreciarlas con otros ojos y sin la contaminación de la publicidad de sus lanzamientos. De hecho, hoy es mucho más interesante que ayer -porque además de ver el film podemos entender una época- analizar ciertas obras que empiezan a aparecer en estos servicios para comprender por qué fueron éxitos incluso si, luego del momento del estreno, su recuerdo se disolvió con el paso de los años. Esos “no clásicos” que llenaron de tinta muchas veces injustificada los medios gráficos pero que, reevaluados, merecen otro lugar, uno quizás mucho mejor.
¿Un ejemplo? En los años setenta, década de enormes películas y, para muchos, la mejor del cine, uno de los mayores éxitos, constantemente repuesto en las salas de nuestro país, fue Papillón (AppleTV+; hay una versión más reciente), de 1973. La dirigió un realizador que venía de dos éxitos notables: la original El planeta de los simios y la oscarizada Patton. Es la versión de la novela autobiográfica del exrecluso de la Isla del Diablo Henri Charrière, de sus intentos de evasión y de su amistad con el falsificador Dégas.
Los personajes fueron interpretados por una estrella muy establecida y altamente taquillera entonces, Steve McQueen, y un actor que acababa de dar el salto a primera, Dustin Hoffman. Sigue siendo una gran película, elegante, con mucho drama y suspenso y casi el molde definitivo del cine carcelario (al menos, del cine carcelario masculino). Pero no fueron ni su elenco, ni su tema, ni su enorme despliegue, ni la combinación de drama reflexivo con aventuras físicas lo que generó curiosidad sino la peculiar manera en la que uno de los personajes guardaba cierto botín. Seguro ya lo saben, porque el asunto se convirtió en sinónimo de la película y era su sello (quienes peinan canas o ya no tenemos ni para hacerlo, recordamos muchas referencias de cómicos televisivos a “Papillón” y su peculiar avance en la técnica colonoscópica). Es el caso perfecto del detalle mínimo que, por curioso, vende un film.
Algo similar fue el caso de El francotirador, de Michael Cimino (AppleTV+). Es curioso, pero por los retrasos en la producción de Apocalypse Now, terminó siendo el primer film que retratase con crudeza el infierno de Vietnam. Pero en realidad era muchas otras cosas: la historia de hijos de inmigrantes en la América profunda, el descenso a la locura a través de la violencia, la tensión homosexual entre varios de los personajes y la relación entre la gran Historia -los acontecimientos que la marcan- y la vida cotidiana. Además de haber sido la última gran actuación de un John Cazale ya enfermo, y del primer gran papel de su entonces pareja, Meryl Streep (Robert De Niro y Al Pacino “conspiraron” para que Cazale actuara: él y Streep necesitaban pagar el tratamiento del actor, que fallecería de cáncer poco después), lo que llamó la atención sobre todo fuera de los Estados Unidos fue el repetido juego de ruleta rusa que marca los dos momentos clave de la película.
Mucho más que su mirada sobre la guerra, la mayoría de los artículos de entonces se concentraban en esos momentos como si no tuvieran relación con el resto. Y de hecho, gran parte de las controversias que levantó la película en su país de origen tuvieron que ver exclusivamente con eso. Hoy merece verse por todas las demás razones, incluso si esas secuencias concentran gran parte de la trama.
Hay títulos que sí trascendieron su -disculpen el academicismo- “contexto enunciativo”, como Encuentros cercanos del tercer tipo (HBO Max), entonces el tercer largo para cines de Steven Spielberg que venía del éxito de Tiburón. En 1977 fue moda universal el avistamiento de ovnis y ese momento permitió que el film duplicara su éxito probable. Hoy todos lo vemos como un clásico de Spielberg y pocos recuerdan que había programas ómnibus donde sólo se hablaba de seres extraterrestres, platos voladores y avistamientos. Lo más divertido del asunto es que cinco años más tarde, cuando Spielberg hizo E.T., los ovnis se habían aburrido de la Tierra y sólo era afición de unos pocos. Y el nombre de Spielberg disolvía desde el póster de la película cualquier atadura al contexto social o político.
Por supuesto, no sólo Hollywood era objeto de este tipo de relación con las novedades del momento o los escándalos. En esos mismos años, donde la imagen cinematográfica era de una libertad gigante, llenó cines una película que, con frecuentes reposiciones, escandalizaba socialmente pero vendía entradas a lo loco. Era italiana y se llamaba Adiós, hermano cruel (completa con subtítulos en YouTube, de nada). Era del dramaturgo y puestista Giuseppe Patroni Griffi, quien hizo varias películas (dirigió nada menos que a Elizabeth Taylor) pero su vocación era más específicamente teatral. De hecho, Adiós… es una obra del autor pre isabelino John Ford (no confundir con el maestro del cine estadounidense), antecedente inmediato de Shakespeare y, como en toda obra de aquellos días, narraba una tragedia llena de sangre.

La obra se llama -puede buscarla el lector- Lástima que sea una puta y es la más conocida de Ford (la última puesta en la Argentina, a cargo de Gonzalo Eloy, fue en 2014) y narra la pasión amorosa entre dos hermanos descubierta por el marido de ella, que dispone de una venganza familiar sangrienta para castigar el incesto. Hubo artículos sobre el amor prohibido, sobre el sexo en la película (la chica era Charlotte Rampling, por cierto) aunque quien busque erotismo desaforado en la era de OnlyFans y PornHub se va a decepcionar. También entonces, pero mejor no decirlo.
La película es muy teatral, estilizada, con momentos que recuerdan a Peter Brook. Hay una secuencia donde un banquete termina en ejecución múltiple que sólo se ve en resultados (si alguien vio la Boda Roja de Game of Thrones, esta sería su versión Hannah-Barbera). Pero el boca a boca y el tema tabú lograron llevar gente a las salas.
Más o menos al mismo tiempo, el que no quería escandalizarse pero sin llorar hasta deshidratarse tenía La última nieve de primavera (Prime Video), también italiana, dirigida en 1973 por Raimondo del Balzo (un gusto). La banda de sonido, ampliamente reutilizada por la televisión argentina cuando de estimular lagrimales se trataba, quedó como mosquito prendida en la memoria de muchísima gente. Y la película, también ampliamente repuesta hasta los años ochenta -siempre con gente dispuesta a pagar entradas- generó debates sobre el divorcio y padres solos (de hecho, como sucedería con otra película en la categoría “fueron y ya no”, Kramer vs. Kramer -en HBO Max) se hablaba de la paternidad.
Básicamente era un señor que tenía un hijo pequeño y se volvía a casar, el pibe no aceptaba a “la nueva” de buena gana y, además de ser caprichosito, tenía cáncer (Spoiler: muere al final, aunque no tan “spoiler” porque todos lo sabían e iban a buscar ese golpe bajo el cinturón como una cefalea el ibuprofeno). Curiosidad que habla bien de cierta mentalidad de esos años: nadie cuestionaba mostrar la muerte de un niño en la pantalla. Hoy sería totalmente imposible “papá, si me duermo, tomame la mano así sé que no me dejás”.
Y en este apartado “los setenta nos dieron mucho más que El Padrino, Tiburón, El exorcista o Star Wars”, citemos la película británica más vista de esa década, la que triunfó en gran medida por la altamente reutilizada por la TV vernácula banda de sonido a cargo de los Bee Gees -la mitad de la carrera de Andrea del Boca tiene ese sonido- y el tema de niño rico/niña pobre y rebelión escolar: Melody (YouTube), que desde 1971 en adelante y por más de una década, volvía a llenar salas. Incluso cuando se repuso una copia a finales de los 90 en el ya desaparecido Atlas Recoleta, volvió a ser un éxito de taquilla descomunal, nostalgia mediante.
El tema, además, daba mucho de qué hablar: dos niños de diez años que quieren casarse. Que el film fuera además un retrato social amplio y crítico de cierto estado de la educación y de las costumbres importó menos que el casi cuento de hadas en la Londres de entonces. Prácticamente no existe argentino urbano nacido entre 1965 y 1975 que no la haya visto.
Películas dominadas por su contexto en los ochenta, o éxitos hoy poco recordados -o la intersección entre ambos conjuntos- hay poco. Las razones son varias, pero el destape, la abolición de la censura cinematográfica en 1984, la sobreabundancia de mezcla de géneros y cierta ironía que permea la década, en la que Hollywood además se debatía entre ser pro y contra Reagan a veces en la misma película, lo evitaron. También porque hoy los ochenta son vistos como una especie de Arcadia de la cultura pop.
Pero en los noventa, las cosas cambian. Y hay por lo menos dos películas que fueron impulsadas por “temas de agenda periodística” (o los instalaron) y que hoy nadie está muy dispuesto a rever, incluso si una de ellas, por lo menos, vale la pena. No, no hablamos de Bajos instintos (Mubi), que les dio la posibilidad de existir, porque el tiempo la transformó en clásico con justas razones y superó el “aire de época”, sino de otras dos.
Una, Propuesta indecente, del inefable Adrian Lyne (Mercado Play). Pareja de años (Demi Moore y Woody Harrelson, que se debe de haber divertido mucho) viaja a Las Vegas y conocen a un híper millonario (Robert Redford) que ofrece un millón de dólares (de 1993, actualizado por inflación son 2,235 millones, ojo) por pasar una noche con la Demi. Dejemos de lado la película que es un melodrama con final absurdo y Woody vestido de blanco y rodeado de animales. “Absurdo” porque la chica deja a Redford pero, como don Robert no podía permitir que alguien abandonara al galán, es él quien la deja ir en un cambio de guión bastante torpe.
De todos modos, lo que importó fue que los medios hicieron su agosto (y septiembre, y octubre…) gracias a la pregunta: “¿Dejarías que tu mujer se acueste con otro por un palo verde?”. Fue de las primeras películas en generar eso que hoy tanto se busca, la “conversación global” y aún en tiempos sin redes sociales, y eso fue lo que la transformó en un éxito de su época. Incluso hoy hay polémicas y polémicas, páginas y páginas escritas en la web sobre el asunto. Sobre la película no, gracias. Spoiler: es mala casi con ganas.
Pero Demi Moore protagonizó poco después otra película que aquí se llamó -¡ah! publicidad…- Acoso sexual (1994, AppleTV+). En realidad se llama “Disclosure” (es decir, “revelación”), es de lo mejor que hizo Barry Levinson y sumaba el hecho de que el pobre Michael Douglas, que venía de sufrir a una rubia manipuladora en Bajos instintos. Aquí es un ejecutivo de una empresa tecnológica al que una mujer que toma el puesto que iba a ser suyo (la Moore, aunque el gran villano de la película es Donald Sutherland) acosa sexualmente y da vuelta la historia, lo que deja al hombre sin trabajo y casi sin nada.
Se habló del acoso sexual siempre, nunca de que es el primer gran tecnothriller de la pantalla, de que es una radiografía despiadada del mundo de las grandes corporaciones y, a la manera de la muy posterior Matrix, una profecía sobre cómo las tecnologías de la información iban a hacer tambalear la noción de “realidad”. Además de ser una película muy inteligente y pesimista (incluso con “final feliz”) adelantaba la crisis del discurso woke cuando aún la corrección política era vista casi como un chiste.
Llenó los cines, por supuesto, pero por las razones equivocadas. Vuelta a ver, resulta inquietante su lucidez y, a su modo, con su mujer empoderada con vicios de sometimiento propios de lo “masculino”, más pertinente hoy que entonces.
Fuente: Leonardo D’Esposito, La Nación