Varias circunstancias la empujaron al primer plano. Como presidenta del jurado del Festival de Cine de Venecia, reavivó la polémica: ¿hay que separar al artista de su obra? A su vez, fue elegida por Almodóvar -entre todas sus chicas- para entregarle el León de Oro por su trayectoria. Con su laudatio brillante y quebrada por la emoción, conmovió tanto al público que el homenajeado tuvo que admitir que el discurso de Martel fue mejor que el propio. Y más recientemente, una distinción la bañó de luz y reconocimiento, a ella y a su obra. Su última película, Zama (2017), fue elegida como una de las diez mejores de este siglo, según los críticos del diario británico The Guardian. En el prestigioso ranking que valora las cien películas imperdibles en lo que va del siglo, Martel conquistó el noveno lugar, después de Paul Thomas Anderson y su primer puesto con Petróleo sangriento (2007) y de Richard Linklater, con Boyhood, entre otros grandes del cine mundial contemporáneo. Ahí se acomoda Martel.
Es mediodía. Ella, que acaba de aterrizar de su experiencia veneciana, dice no creer en las listas, pero que es innegable que le acaricia un poco su ego. Ella prefiere definirse como una ama de casa que hace películas. «Porque es verdad. Me la paso de ama de casa». Después de todo, ¿qué es la identidad? «Es agotador tratar de ser alguien continuamente. Imagino que hay otras maneras de estar en el mundo y con los otros, considerando la identidad como un disfraz circunstancial», reflexiona. Sobre la urgencia que sintió de provocar un debate sobre la situación femenina actual, aclara: «Es una responsabilidad que nos obliga a todos, no solamente a las mujeres. Hay un momento en que las laderas saturadas de lluvia se deslizan, y se forman avalanchas de barro. Pero el segundo antes de que suceda ese caos, los cerros parecen cosas sólidas y quietas. Lo mismo pasa en la vida social. Ya todos sabemos que nada justifica las desigualdades».
-¿Qué significa ser feminista hoy? ¿Se considera feminista?
-El feminismo no es una cosa. Es un sistema de pensamiento que transforma las prácticas sociales. Una feminista ha hecho lecturas precisas, ha inventado categorías, ha desarticulado las tretas del sometimiento. No conozco todas las invenciones del feminismo, porque no he leído esas lecturas fundamentales. Por eso, por respeto, no me digo a mí misma feminista. Uso palabras que ya no se usan, que están cuestionadas. Pero tengo una formación que desconfía del poder y apoyo todo pensamiento que se sitúe en esa zona. Acepto el absurdo de la existencia y no estoy dispuesta a llamar natural ni normal a ninguna invención humana.
-¿Cree que las mujeres son más resilientes que los hombres?
-Creo que sí. Cuando no tenés todo a favor, tenés que darte maña. Este antagonismo hombre-mujer es muy impreciso. La inequidad entre una mujer rica y un hombre rico es minúscula al lado de la inequidad entre una mujer rica y una mujer pobre. Insisto en eso porque hay un intento conservador en simplificar la lucha de las mujeres, que no es solo por las mujeres, sino por toda la sociedad.
-Hay hombres que dicen sentir miedo por la vehemencia de algunas mujeres. ¿Qué les responde a los que dicen que se fueron al otro extremo?
-Cambiar malas costumbres muy arraigadas en las prácticas diarias va a llevarnos por caminos difíciles. Todavía la Justicia no tiene mecanismos para escuchar los reclamos de las mujeres. Las evidencias que se exigen a una mujer abusada son parte del sistema que avala el abuso. Mientras esos sectores más conservadores, que tienen en su mano el Poder Judicial y el poder de policía, no comprendan lo que ha cambiado en la sociedad, va a ser difícil evitar las confrontaciones agresivas, y las mujeres seguirán necesitando de la denuncia pública para buscar justicia. No me gusta ese sistema. El linchamiento público es peligrosísimo como práctica. Pero fíjense cómo ha puesto a muchos a remojar sus barbas. Es necesario que tengamos una instancia privada para resolver estos conflictos, depende de la Justicia, no de las mujeres. Por ahora, seguimos viendo que los acusados de abuso, en vez de pedir disculpas y comprometerse con el cambio de alguna manera, se refugian en abogados que recomiendan negar todo en primer lugar. Eso es fachista, nazi, un aparato judicial que considera la negación como instancia de salvación.
Cuando ella dirige, todo lo absorbe. Sus directivas tienen la precisión de una aguja y exige una confección inmaculada Fuente: Archivo
-Si hablamos de equilibrio, ¿cuándo se podrá aspirar a ese ideal?
-¿Cuánto llevamos de machismo incuestionado? Siglos. Ojalá salir de ese modelo no nos lleve tanto.
-¿Cree que las nuevas generaciones de hombres se sienten más libres para manifestar su sensibilidad y sentimientos?
-Hay una moda en decir «siento», donde antes hubieran usado la palabra «pienso». Y ahí parece que se ganó en humanidad. Al final es peor, porque no se puede cuestionar tan fácilmente lo que alguien siente, pero sí lo que piensa. Recomiendo revisar antes qué son esa sensibilidad y esos sentimientos.
Nacida en 1966, como la segunda de siete hermanos, en la provincia de Salta, a mil quinientos kilómetros de Buenos Aires, Martel reconoce como dos grandes influencias a sus abuelas, Nicolasa y Antonia. «Me marcaron. Cada una, con su estilo». Su padre, dueño de una pinturería y su madre, ama de casa, la vieron partir a los 19 años. Lucrecia dijo alguna vez que para refundarse hay que alejarse. Recién llegada a Buenos Aires estudió en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (Enerc). Hizo cine de animación en Avellaneda y trabajó en el programa de televisión Magazine For Fai. Como cineasta, dio sus primeros pasos en Historias breves (1995), con su cortometraje Rey muerto. En el Festival de Sundance ganó el premio al Mejor guion, que la ayudó para filmar La ciénaga (2001), película que rompió los moldes del cine nacional de entonces con una historia ubicada en Salta.
-Desde su nacimiento en una provincia conservadora como Salta hasta este momento en su vida, ¿cuál cree que ha sido el mayor obstáculo en su carrera?
-Salta es conservadora en su élite gobernante, pero no puede definirse así a toda la provincia, porque es gente muy variada. Mi mayor dificultad y obstáculo es que no estoy dispuesta a abandonar mis privilegios, mi confort. Eso limita los riesgos que quisiera tomar. Si yo me comportara éticamente de acuerdo a cómo pienso, tendría que vivir de otra manera. No es que sea millonaria. Tengo un auto y un departamento. Pero a veces pienso eso. Es un obstáculo. Descender de la comodidad en la que vivo es algo que evito todo el tiempo.
La niña santa fue su segundo largometraje y contó con Almodóvar -que había quedado fascinado con La ciénaga- entre sus productores
Detrás de esos anteojos vintage de forma gatuna, que pueden recordar a los de Silvina Ocampo, protege una mirada única. Una visión despojada de líneas rígidas y de argumentos redondos, pero repleta de imágenes y sonidos. Reposeras que se arrastran sobre el hormigón, ecos de olas chocando en un estanque. O esas chicas que le cantan al ventilador de pie, siguiendo el movimiento, para que les corte la voz. Y se entretienen, como ella, experimentando.
Para la actriz Mercedes Morán, que trabajó bajo la dirección de Martel en La ciénaga y en La niña santa, fue una experiencia modificadora. «Trabajar con Lucrecia es fácil. Es una artista inspirada y en su remolino genera un campo súper creativo. Nadie termina un rodaje como lo empezó».
«¿Cuánto llevamos de machismo incuestionado? Siglos. Ojalá salir de ese modelo no nos lleve tanto»
-¿Cómo se construye el punto de vista y cuál es su mejor fuente de inspiración?
-Una buena práctica es leer libros de ciencia, de filosofía, como si fueran ficción. Insistir hasta entender de qué tipo de ficción se trata. Porque es una ficción muy poderosa que inventa el mundo y trata de borrar las huellas de esa invención al mismo tiempo.
-¿Cuáles son esas palabras y voces ajenas que habitan su universo?
-Las palabras preceden la aparición de una persona y la suceden. Nacemos después de que ya se ha hablado mucho sobre nosotros. Con preocupación, con alegría, como sea, ya se ha hablado y dicho mucho de uno antes de que lleguemos a la cuna. Y, ¿cuánto más generaremos conversaciones después de muertos? Ese océano de voces resuena en nosotros. Con los mismos tonos y cadencias que los escuchamos, un día pueden escaparse. La clásica frase de «ya estás hablando como fulano» es imprecisa. Es fulano el que está resonando en nosotros. Por eso, la exposición a un sólo tipo de gente empobrece. Recuerdo el primer día en la universidad pública de Salta. No podía creer la cantidad de tonos y modos, que me eran muy ajenos. La homogeneidad sonora de la escuela privada, por ejemplo, es empobrecedora.
«No tengo tiempo para hacer cosas que no me interesan. Eso lo sé desde muy joven», dice la realizadora
Como en un sueño, a veces, una pesadilla, Martel mezcla lenguas y sus personajes repiten frases hechas como mantras o presagios de muerte. Porque la tragedia acecha a sus criaturas, como perros flacos hurgando en las calles de tierra de cualquier provincia del norte argentino. Como en su Salta natal, donde filmó sus tres primeras películas. Se oyen tiros en el monte. Son escopetas en manos de niños inquietos que resbalan en acequias y trepan carteles de rutas donde puede venir un auto a toda velocidad. A la directora le gusta hacerlos caminar por el borde: el terreno de los accidentes. Una cornisa de horror a la que se asomó en su infancia. En esas siestas, en las que los chicos tienen que ser inmovilizados por un par de horas, tomaba el mando su abuela materna, Nicolasa, que hipnotizaba a los siete hermanos. Llenaba los minutos con cuentos. La mayoría, de terror. Martel todavía recuerda el ritmo y esas pausas que la atrapaban en la cama. «La mayoría eran versiones o parientes próximos de los Cuentos de amor de locura y de muerte, de Horacio Quiroga. A mí me gustaban más las versiones de mi abuela, porque siempre le pasaban a gente que uno conocía. Eran más efectivas», recuerda.
Martel tiene otra forma de contar una historia. Aprovecha que no tenemos párpados para los oídos, y nos sumerge en un océano de sonidos. Es la voz rasposa y ebria de la Mecha, una inolvidable Graciela Borges, pidiendo: «Mamina, un hielito por acá» para refrescar su eterno tinto en mano en La ciénaga. O el tono ahogado en culpa de Vero, una María Onetto alienada, que al fin se desarma en lágrimas sobre el hombro de un albañil desconocido, en La mujer sin cabeza (2008). Son los chapoteos de piernas adolescentes, los rezos poseídos y cantos sumergidos en la pileta del hotel en La niña santa (2004). Y la banda sonora del calor, los agudos de chicharras que sofocan la espera en Zama (2017), donde Don Diego de Zama, funcionario de la Corona española varado en la Asunción del Paraguay colonial, imagina la nieve tan elegante y lejana como su traslado a la ciudad Lerma. El anuncio de un viaje que nunca llega, mientras pasan los años, las llamas interrumpen conversaciones incómodas y los indios ciegos caminan y arrasan en la noche.
-En un reportaje, dijo que se le pide al cine y a la literatura que sean comprensibles cuando la vida no lo es.
-El mal cine, o el cine moralizante que te educa en la creencia de que todo personaje se transforma en una serie de clichés -que tiene mucho el cine mainstream, aunque no solo el cine mainstream– te hace creer e intenta generar unas conclusiones morales sobre la vida totalmente falsas. Es tranquilizador para un sistema de consumo. Pero no es consolador para una angustia existencial.
«Una extraña obra de arte», definió The Guardian a su film Zama, elegido por ese diario como uno de los 10 mejores del siglo
-¿Por eso le dijo no a Hollywood? ¿Cuántas propuestas le hicieron?
-Unas cuatro o cinco veces rechacé ideas de Estados Unidos. Quizá proyectos que son interesantes, pero donde siento que no puedo aportar nada. La reunión que tuve por la película de Marvel fue un casting que hicieron entre cientos de directores. No fue que ellos me dijeron: por favor, hacé Black Widow [que se estrenará el año que viene con Scarlett Johansson como la Viuda Negra]. Cuando vos leés algo y sentís que no te despierta nada, cuando no está en el marco de las cosas que en el momento te interesan, entonces, es imposible hacerlo solo para entrar en esa industria. Si fuera muchísimo dinero, quizá lo pensaría. Pero a mi edad [52 años]… ¿sabés la cantidad de dinero que me tienen que ofrecer? No tengo tiempo para hacer cosas que no me interesan. Eso lo sé desde muy joven.
-Y su mirada se aleja de ese tipo de narrativas.
-Simplemente, nunca pude hacer otra cosa que la que hago. Si me pidieran que haga una comedia romántica, no la sabría hacer. No es que soy muy inteligente y hago otra cosa.
LA ZONA DEL HABLA
En su laudatio a Pedro Almodóvar, la cineasta y guionista dijo: «Mucho antes de que las mujeres, los homosexuales, las trans, nos hartáramos en masa del miserable lugar que teníamos en la historia, Pedro ya nos había hecho heroínas».
-¿Cómo conoció a Almodóvar y cuál es su heroína favorita?
-Lo conocí varios meses después de La ciénaga. Fue uno de los productores mis últimas tres películas. El cine de Almodóvar fue una revelación respecto del lenguaje, del habla. Hablo de mí, pero me animo a decir que para una generación de directores fue así. Del español como lenguaje para el cine. Y en particular, iluminó la zona del habla en el drama. Donde la solemnidad se quebraba, donde se hacía pedazos, él descubría emociones nuevas. Sus películas están llenas de afirmaciones tajantes, ridículas la mayoría, y sin embargo calan profundamente. Chus Lampreave [NdR: actriz clave del cine español y auténtica chica Almodóvar] era exactamente como mi abuela paterna y, a la vez, todo lo contrario, como mi abuela materna. En Mujeres al borde de un ataque de nervios [NdR: Chus actúa de portera de la finca donde vive Pepa, interpretada por Carmen Maura] dice que ella solo puede decir la verdad, porque es testiga de Jehová, y dice: «Ya me gustaría a mi mentir, eso es lo malo de ser testiga de Jehová.» Nada más acertado.
«Almodóvar iluminó la zona del habla en el drama» Fuente: LA NACION Crédito: Martín Lucesole
«A ver, decilo como lo dirías vos -corrige a un actor una, dos, tres veces en el rodaje de Zama documentado en Años Luz, donde Manuel Abramovich retrata a la directora en acción. «Tratá de no pestañear con el ojo izquierdo, solo con el derecho», pide la cineasta. Las directivas tienen la precisión de una aguja, y Martel exige una confección inmaculada. Con el walkie talkie pegado a la boca, escruta la escena tras sus llamativos anteojos. Dos agujeros negros, aunque no sean negros sino de un tono marrón, tirando al ámbar cuando los baña el sol de frente. De unos yuyos mal colocados hasta la llama (una de las tantas exhuberancias en el set de Zama) que come alfalfa. Cuando ella dirige, todo lo absorbe. «Nunca levanta la voz, pero cuando habla todos la escuchan. De a ratos prende un cigarro y fuma, soltando un humo espeso que tarda en terminar de salir de la boca y perderse en el aire. Los qom la respetan. El equipo técnico y los actores la aman. Ella se mueve en ese arco de amor y respeto con delicadeza y cuidado. Parece una exploradora del siglo XIX. O un ave rara del siglo XXI», escribió Selva Amada en sus notas del rodaje de Zama, reunidas en El mono en el remolino.
«Es una extraña obra de arte», definió The Guardian a esta película basada en el libro homónimo de Antonio Di Benedetto, y vinculó su afinidad estética con la obra de Werner Herzog. «Cuando hice Zama, no fue desde el lugar de la espera, sino del lugar de trampa del que se cree alguien. En mí, la espera no funciona».
-Aquel rodaje exigió un esfuerzo épico y, luego, estuvo un tiempo enferma. ¿A qué se aferró para sobrellevar el diagnóstico de cáncer y seguir adelante?
-Estuve enferma, hice el tratamiento y ahora estoy en ese periodo que son años de controlar. No necesité aferrarme a nada. Y eso me ayudó. No tuve hijos. Creo que es muy diferente a cuando uno tiene hijos a su cargo. Mi pensamiento fue más por imaginar un camino que quería hacer. Tenía una libreta chiquita y me anotaba detalles de un camino por un cerro. Fue pensar: también ustedes se van a ir; todos nos vamos a ir. Tratar de hacer lo que hay que hacer sin exagerar. Yo tenía que pensar quién iba a terminar Zama si yo no podía. Y los vínculos que tenés, sanearlos por si acaso. Pero no me aferré a nada. Eso lo pude hacer creo porque no tuve hijos.
-Su hijo fue Zama.
-No, nunca pongo a las películas en ese lugar. Porque de las películas te podés desentender, de los hijos, no. Eso es lo mejor del asunto [risas]. Para mí no se parece en nada al afecto y la preocupación que tengo por mis sobrinos. Son incomparables.
Martel fue presidenta del jurado del reciente Festival de Venecia Fuente: LA NACION Crédito: Martín Lucesole
-En cuanto a su trabajo junto a Björk como directora de Cornucopia, el show de teatro virtual de la cantante islandesa, ¿en qué aspecto la soprendió?
-Björk está todo el tiempo buscando cosas, gente, sonidos. Eso le da a su sólida experiencia como música y como empresaria algo infantil y frágil. Le gusta la vida familiar y las reuniones más importantes suceden en su casa, en la mesa del comedor. Cree profundamente en la continuidad entre lo orgánico y la tecnología. Lo que más me gusta de ella es cierta contradicción entre pelear por el medio ambiente, y cierta esperanza y curiosidad en ver colapsar este mundo.
-¿Qué opina de las plataformas como Netflix y Amazon? ¿Hacia dónde nos dirigimos?
-Se concentran aún más los polos de producción. Eso nunca es una buena noticia. No sé hacia dónde nos dirigimos, ni creo que alguien lo sepa. No me preocupa que el cine deje de existir, me preocupa que la producción audiovisual de todos los países quede en manos de tres empresas.
-En este contexto, ¿cómo se lograría ampliar la mirada? ¿De quién depende?
-La responsabilidad pertenece, en primer lugar, a las políticas culturales de cada país. A entender la cultura no como gasto, sino como inversión. Depende de la escuela, de la casa. En fin, abrir los ojos no es una tarea de pocos. Cuando uno habla de la educación, se imagina a los chicos con guardapolvos blancos yendo a la escuelita del barrio. Pero la educación más dañada es la de las élites que gobiernan nuestro país, que no saben qué significa la cultura para una comunidad, y la confunden con consumir espectáculos. Una comunidad tiene que descubrirse en su cultura. Y la cultura no es recordarse en las tradiciones.
«Todo lo que se necesita se puede aprender en un taller de cuatro meses. Lo más difícil es entender la perspectiva que uno tiene del mundo»
-Teniendo en cuenta la situación política mundial que tiende a los populismos de derecha, pedirle a Almodóvar un aporte en favor de la mirada más diversa, ¿es pensar que el cine puede transformar realidades?
-El cine puede iluminar algunos rincones, a los que tal vez no estábamos atentos. Eso puede generar cambios. Estamos en esas décadas donde el arte es inocuo. Pero va a pasar.
-¿Cuál es el horizonte más temido que vislumbra a futuro?
-Volvernos adictos a una eternidad mediocre. Comprar un servicio para que las personas que amamos sigan recibiendo cada tanto un WhatsApp, aunque estemos muertos. Ya está toda la tecnología necesaria para eso.
-«Era más importante aventurarse en ciertas calles que tener un home theater 5.1 para ver tres seasons de once capítulos», dijo en Venecia. En su opinión, ¿cómo están cambiando nuestro deseo, nuestra ansiedad y, de alguna manera, nuestra manera de vivir y sentir?
-La calle ha dejado de ser una aventura para la aterrorizada clase media. Me compré una bicicleta buena, por primera vez; siempre había tenido bicicletas baratas. Ahora no salgo en bici porque tengo miedo a que me la roben. ¿Es el flagelo de la inseguridad? No, es el flagelo de una economía devastada por décadas de malas administraciones, donde el riesgo de robar una bicicleta bien vale la pena como fuente de ingresos.
De joven, Lucrecia abandonó los cerros, los montes y las casas con piletas del noroeste para luego volver a ellos, a esa escenografía natal y a los diálogos familiares en sus películas. «Cuando puedo, viajo a Salta y, ahora, con Juli [su mujer, Julieta Laso, cantante de tango] estamos tratando de armarnos un lugar para tener, y no parar en la casa de mis viejos o de mis hermanos». Martel no quiere alejarse demasiado de esos rincones que iluminó para que los conociera el mundo. ¿Se puede separar al artista de su obra? En el caso Martel pareciera que no.
-¿Qué aconseja a los que aspiran a dejar una huella en el cine?
-Todo lo que se necesita se puede aprender en un taller de cuatro meses. Lo más difícil es entender la perspectiva que uno tiene del mundo. Eso lleva mucho tiempo. Hay que tener paciencia y mucho rigor. Otro asunto difícil es saber elegir las herramientas. Pero es cuestión de práctica. Estoy hablando de los artificios que necesitamos para construir algo audiovisual. Y el momento más hermoso es cuando uno entiende que se pueden inventar las herramientas.
-El aporte de la mirada femenina, ¿debería dejar de ser solo un aporte?
-Quiero que haya más mujeres en la industria del cine para que puedan transmitir sus experiencias, no para que me instruyan sobre la mirada femenina. Tengo curiosidad, por cada una, no por todas. La idea del cupo femenino hay que mirarla como a tantas medidas transitorias que aceptamos en economía. Sabemos que no es ideal, pero pueden generar un cambio positivo. Hay que experimentar.
-Cada 25 horas hay un femicidio, cada 25 horas asesinan a una mujer. ¿Cuánto la moviliza esta cifra?
-Hay un holocausto permanente de mujeres y personas trans. Estamos en el tembladeral. Hay muchas conductas que ya sabemos que son erradas, pero siguen vigentes. Vemos la basura que producimos diariamente en la casa y suspiramos frente al tacho. Sabemos que es insostenible. Sabemos que las mujeres han sufrido un calvario injustificable durante siglos. Sabemos que miles de datos privados son vendidos a empresas cada vez que clickeamos Agree. Estamos en el tembladeral, que es cuando ya sabemos, pero todavía no hacemos nada. Es el momento de la ladera saturada de agua que comienza a deslizarse. Parece el Apocalipsis para los que se resisten a cambiar. Tengo mucha nostalgia del futuro. Es un momento extraordinario.
CASO POLANSKI: «RENUNCIAR ERA ESQUIVAR EL PROBLEMA»
-«Yo no separo al hombre de la obra», dijo en el reciente Festival de Venecia. ¿Cuánto meditó esta declaración y cómo recibió las repercusiones?
-Acepté ser presidenta del jurado mucho antes de conocer qué películas competirían. Cuando supe que estaba Polanski, pensé: «Listo, renuncio». Para colmo, me quebré la muñeca el mismo fin de semana. Busqué información sobre el caso en internet. Intercambié unos mensajes con Rita Segato. Hablé con mis amigas y amigos. Renunciar era esquivar el problema. El problema es: una persona ha escapado a una condena por un crimen que admite, en una época marcada por las luchas contra abusos de menores y de género. No es cualquier año. Es este año. No es cualquier film, es uno basado en el caso Dreyfus, un hombre privado de su libertad injustamente por ser judío. No es cualquier director, es Polanski, un hombre que sufrió al nazismo. Si como comunidad decidimos meter todos estos temas bajo la alfombra, nada va a cambiar. Es sentido común. Mi decisión de no ir a la gala es insignificante como llamado de atención a la gente del cine, y una mínima solidaridad con las víctimas de abuso. Después viene lo importante, que nos sentemos a hablar.
-¿Qué le pareció finalmente Yo acuso, la película de Polanski?
-Es muy interesante. Tiene una gran voluntad estética de convencer al espectador de que todo lo que se está diciendo es verdad, sucedió. Lo anuncia con un cartel adelante. No cuenta nada que no se sepa sobre el caso Dreyfus. Un hombre acusado de espionaje y condenado a reclusión simplemente por ser judío. Separando al autor de la obra, hasta ahí llegamos. Pero si unimos el autor a la obra, la película, la conversación se vuelve más interesante, porque Polanski sufrió la persecusión del nazismo en su infancia, perdió a su familia en campos de concentración, y por lo tanto conoce bien la violencia de los prejuicios. Además, abusó de una menor y fue condenado, pero logró eludir la prisión escapando de Estados Unidos. Ha recibido, además, otras acusaciones de mujeres por el mismo delito. Entonces, Yo acuso puede entenderse también como un intento de autoindultarse, identificándose a sí mismo con Dreyfus. Dreyfus era inocente, ese es el problema.
Fuente: Victoria Pérez Zabala, La Nación