Black Mirror se hace realidad: ¿cómo nos manipulan, exactamente?

Facebook y Twitter, bajo la lupa. Una nueva generación de ensayistas indaga en los métodos de ocultamiento de la verdad. Cuáles son los mecanismos de desinformación del siglo XXI.

El mundo se complica, amigos. Estamos rodeados de falsas noticias, el teléfono móvil nos espía, regalamos nuestros datos personales a grandes corporaciones y no sabemos de quién fiarnos. Una nueva generación de ensayistas españoles, en torno a la cuarentena, está dedicando libros a todas estas cuestiones ligadas a las nuevas tecnologías y la calidad de la información. Ellos son Marta Peirano, Marc Argemí y Albert Lladó, al hilo de sus últimas obras.

La periodista Marta Peirano publica El enemigo conoce el sistema(Debate) donde uno, tras cerrar el volumen, se siente inmerso en una distopía ciberpunk y se pregunta si hay cosas que habría preferido no saber. “La red, dominada por un pequeño número de empresas dedicadas a extraer datos –nos explica, durante su última visita a Barcelona–, se usa para manipular a la gente. Facebook y Twitter no son democráticos, como nos contaron en las primaveras árabes, pues funcionan de forma opaca y centralizada. La red define todos los aspectos de nuestra sociedad. Y, sin embargo, es secreta, su tecnología está oculta, sus algoritmos son opacos, sus decisiones, irrastreables…”.

Así, “tenemos que aprender a sospechar de nuestros deseos más íntimos porque no sabemos quién los ha puesto ahí”. De algún modo, “llevas el demonio dentro, te dedicas a informar a este dispositivo espía que va contigo, el teléfono. Los algoritmos reconocen patrones en tu propia vida que ni tú mismo sabías”. Denuncia que “Pedro Sánchez va a mover la nube de los datos de la administración del Estado a Amazon Services”. Cita asimismo el experimento de la caja de Skinner, en la que un ratón “obtenía comida accionando una palanca. Luego, en vez de comida, recibía descargas eléctricas, pero él seguía tirando más y más de la palanca, aunque ya no hubiera premio, se volvía loco y lo hacía de manera compulsiva. Funciona con los ratones, las palomas, los delfines… y nosotros”.

“Sospechemos de nuestros deseos más íntimos, no sabemos quién los ha puesto ahí”, dice Marta Peirano.

La autora es clara: “Todo lo que se puede utilizar mal acaba utilizándose mal. Ya estamos en la era del reconocimiento facial desde las cámaras de los satélites. Y nos parece muy bien que se espíe y manipule a la gente que vive en Afganistán, pero ¿no vemos que lo que usan allí lo acaban haciendo aquí a los cinco minutos?”.

En China entrará en vigor, en el 2020, un programa con cámaras que vigilará a los ciudadanos en todo momento. El gobierno chino, a su vez, asignará «puntos» a cada ciudadano.

En China “entrará en vigor, en el 2020, un programa con cámaras que vigilan a los ciudadanos en todo momento, y el Gobierno chino centralizará esos datos, con un carnet que te quitará y te dará puntos de buen ciudadano. Las plataformas capitalistas hacen lo mismo sin comunicarte por qué razón no te han dado un trabajo, porque el algoritmo es secreto”. Uno se pregunta cómo no pillaron a Carles Puigdemont con semejante tecnología a disposición de los estados… “Bueno, a lo mejor no le querían atrapar… piense que la cantante Taylor Swift ya ha contratado un sistema de reconocimiento facial que aplica a los asistentes a sus conciertos con la excusa de vigilar a los acosadores”. O las compañías aéreas con overbooking “ya sacan a un señor del avión, escogido por un algoritmo, supuestamente de forma aleatoria, pero no, ha hecho un cálculo de cuál es el tipo que pueden echar sin que les demande”.

“Somos responsables porque buscamos desinformarnos para poder vivir tranquilos”, sostiene Marc Argemí.

Marc Argemí acaba de publicar Los 7 hábitos de la gente desinformada (Conecta), un guiño a los titulares con gancho de algunas webs. “Me interesa ver –comenta– cómo las informaciones no contrastadas cotizan cada vez más altas en el mercado, donde compiten con informaciones serias que tienen un coste mucho más alto de fabricación. Hay mucho escrito sobre las fake news, pero faltaba un tratado no sólo sobre el emisor, sino poniendo el foco en ver qué responsabilidad personal tenemos en aceptar esas pseudonoticias. Nos desinformamos a demanda, buscamos desinformarnos para poder vivir tranquilos”. Entre el ensayo y el libro práctico, el autor propone “un itinerario para encontrar nuestras vulnerabilidades. Describo siete malos hábitos en que todos nos podemos ver reflejados ocasional o recurrentemente, es muy difícil encontrar una persona que sea el arquetipo de cada una de estas conductas. La más transversal y universal es la precariedad informativa, todos somos precarios, es un hecho, y el reto es delimitar el propio nivel de incompetencia, la gran sabiduría es entender que sólo llegamos hasta aquí”. El cuñadismo es la necesidad de sentir que uno está en el ajo o sabe mucho de algo, y nos predispone a ciertas falsedades. Otro problema sería “el activismo visceral”, contra el cual propone “distinguir entre medios de información, medios de justificación y medios de movilización, bastaría con poner la etiqueta correcta a cada fuente”, aunque no ayuda que “antes se consideraba cortoplacista a un político que planteara una estrategia para tres o cuatro años, y hoy asistimos a campañas pensadas para días o incluso horas”. 

EFE

EFE

La “incredulidad crédula” hace que la gente se someta, por ejemplo, a dudosas pseudoterapias y “no va ligada, como algunos creen, al nivel educativo, sino a la insatisfacción respecto a la respuesta que se te ha dado sobre una cosa”. Argemí recuerda, no obstante, que “una buena información, aun siendo deseable, no garantiza una buena decisión”. Comenta también que “la gente no quiere asumir el costo de que está equivocada en sus prejuicios y escucha la información que se los confirma”. La “ansiedad informativa” ha sido capaz de hundir bancos, porque “olvidando que hay que buscar la verificación de un periodista o medio serio, nos saltamos la intermediación y, si recibo tres veces un watsap, ya me fío de que un banco se va a hundir y retiro mis ahorros”.

El “confusionismo relacional”, a su vez, tiene que ver con no saber distinguir los amigos virtuales de los reales: “Estudio el impacto de la fama con adolescentes de Instagram que siguen a famosos. Cuando hay un mensaje de la celebridad, es consumido como si fuera el de un amigo con acceso a tu teléfono, hay una alta intensidad emocional que no se corresponde con la relación real”. Con el añadido de que antes sólo eran muy famosas ciertas superestrellas que destacaban en sus campos, “a la fama se le tenía que tener un respeto, mientras que hoy, en las redes…”. Cita, sin embargo, un ejemplo que extrajo de la hemeroteca de La Vanguardia en los años treinta: “El frenólogo Mariano Cubí, que hoy incluso tiene una calle, fue una persona que proponía metodologías como mínimo pintorescas, como los vendedores de crecepelo del far west”. Al final de cada capítulo, el autor incluye un test para ver si el lector es vulnerable al mal hábito analizado.

“Mi propuesta es volver a un clásico como Sócrates y la modestia de reconocer que, en la era de la información, el nivel de conocimiento que podemos obtener no está al mismo nivel que la ingente información disponible. Le sorprendería saber la cantidad de gente que cree que la tierra es plana, porque internet pone de acuerdo entre sí a los desinformados, que se agrupan en comunidades”. A la vez, admite que “es una buena herramienta para desenmascarar las falsedades”. El mensaje global es que “es posible estar bien informado. Lo importante es aprender a vivir en la incertidumbre y la precariedad sin ponerse nervioso. Hay un miedo a reconocer que uno se ha equivocado, y hacerlo es fundamental para poder salir de la desinformación. Que nadie me penalice por cambiar de idea ni me considere traidor, porque nuevas informaciones pueden hacerme decidir diferente”.

“Camus dio una fórmula del buen periodismo: lucidez, desobediencia, obstinación e ironía”, piensa Albert Lladó.

Albert Lladó publica La mirada lúcida (Anagrama), breve ensayoinspirado en un artículo de Albert Camus de 1939 donde el francés “decía que los cuatro puntos cardinales del periodismo libre son la lucidez, la desobediencia, la obstinación y la ironía. Lo que he hecho es preguntarme qué querrían decir esos cuatro puntos en el periodismo del siglo XXI. Y ver, asimismo, qué vínculos tiene el género con la filosofía y la literatura”.

“El periodista –prosigue– no sólo hace comunicación sino que también produce conocimiento, pensamiento. Y, por el lado literario, el periodista no es ventrílocuo o taquígrafo sino que crea un imaginario, construye imágenes, sin caer por supuesto en la fabulación”. No es un libro pesimista, pues “la crisis del oficio, como certifican los periodistas de larga trayectoria, es permanente, aunque hubo momentos más espléndidos económicamente”.

Para el autor, “hay señales de que el lector está cansado de la propuesta que le hemos hecho los últimos años, hay modelos de negocio alternativos al que se basa exclusivamente en la cantidad de clics. Creo que los tecnólogos, en algunos casos, se han convertido en jefes de redacción, no por culpa suya sino por dejación de responsabilidad. El periodista debe ser humilde, porque sabe de todo y de nada, pero también ambicioso, para tener una mirada propia”. Manejando conceptos filosóficos como la huella de Walter Benjamin, Lladó explica que “la imaginación construye elipsis, crea analogías de un hecho con otro. Por ejemplo, para hablar de los CIE, hay otros ejemplos históricos que ayudan a comprender, de un modo que no alcanza la simple descripción. Una mirada contemporánea nos la puede ofrecer Shakespeare o el Quijote, aunque no sean coetáneos”.

La definición clásica de noticia –algo que alguien no quiere que se publique– remite a la desobediencia camusiana: “El periodismo es incómodo, un periodista que no moleste tiene un problema, eso no quiere decir que haya una provocación gratuita”.

En la misma línea que Argemí, afirma que “Rousseau dice que prefiere tener paradojas que prejuicios, es un buen lema, es mejor equivocarse, contradecirse y cambiar el foco que alimentar el prejuicio o hacer un periodismo de trinchera, buscando el aplauso sólo de los de tu ideología”. Contrasta la “curiosidad basura” con otra más profunda y apunta que “podemos estirar el agotamiento del lector unos pocos años más, pero esto está cambiando, es como un supermercado, al final vas al que tiene buenos productos, buena carne y pescado, aunque en la cola cojas los chicles por impulso. El periodismo debe servir buenos entrecots de información”. A los profesionales les dice que “la única forma de que no nos traten como robots es no comportarse como robots, hay que utilizar la metáfora, la ironía, la paradoja, todo lo que diferencia la pornografía de la seducción”. Entrando en el terreno práctico, critica “los textos que, en vez de desentrañar las claves de la gente que ha votado a Trump o Vox, se limitan a caricaturizarlos”. O señala dos tipos de entrevistador igualmente nocivos, el que machaca compulsivamente sin dar respiro al personaje y el elogiador dulzón: “Nunca entendí a los fans que hacen periodismo. El otro extremo es ­quitarle la palabra al otro, cuando la verdad del personaje aparece si le dejas hablar, porque agota el discurso que llevaba aprendido de casa”.

Puede que el mundo se complique, cierto. Pero algunos autores, al menos, nos dan herramientas para afrontarlo.

Fuente: La Vanguardia