La impaciencia. Una urgencia sin objeto que se ha vuelto crónica

Una vez quedé encerrado en un ascensor que se detuvo entre dos pisos. Así, sin aviso, el previsible discurrir del día se convirtió de pronto en una pesadilla.

La conciencia de esto llegó después de unos segundos de incredulidad: abría y cerraba los ojos, pero nada cambiaba. No había caso, estaba atrapado, aislado en esa cápsula oscura, y la salida no dependía de mí. No podía hacer otra cosa que esperar. Y esperé.

Estaba con un amigo, y eso ayudó. Para que la impaciencia no se convirtiera en desesperación, decidimos sentarnos en el piso y empezar a conversar de cualquier cosa. Había que hallar el modo de soportar la espera hasta que alguien nos rescatara. De las nimiedades más próximas, la charla pasó a asuntos más personales. Funcionó. La cuestión era mantener la cabeza en el presente, y no anhelando constantemente el momento de nuestra liberación. Cuando la caja empezó a moverse, unos quince o veinte minutos después, ya camino a la luz del día, sentí que la calma que habíamos podido preservar en medio de ese accidente le debía mucho al experimento con el tiempo al que nos habíamos entregado por pura intuición.

Muchas veces, impacientes, los motociclistas esquivan la espera con infracciones de tránsito
Muchas veces, impacientes, los motociclistas esquivan la espera con infracciones de tránsito Fuente: LA NACION – Crédito: Fabián Marelli

En su Diccionario de uso del español, María Moliner dice que el impaciente es aquel que por temperamento no tiene paciencia para esperar. O el que tiene afán y prisa por hacer o porque ocurra cierta cosa. Parece claro que el impaciente está en lucha contra el tiempo. Incapaz de acoplarse a su discurrir, quiere correr delante de él, movido por el impulso de su deseo o por su inquietud. Pretende llegar al décimo escalón sin haber pasado antes por el séptimo, alcanzar lo que anhela sin transitar el camino que supone toda búsqueda. En un tiempo donde el mercado y la vida online nos acostumbran a tener todo al alcance de un clic, la tolerancia hacia los procesos es cada vez más escasa. Toda espera que postergue el encuentro entre el deseo y su consumación está mal vista, es un obstáculo que hay que remover. Esta impaciencia consentida, incluso promovida por la dinámica propia de la vida contemporánea, acaba generando mayores niveles de desasosiego y angustia, dicen los expertos.

«La impaciencia está ligada a la ansiedad -afirma José Eduardo Abadi, psicoanalista, actor y dramaturgo-. Cuando se convierte en una tensión crónica, pasa a ser un rasgo de carácter y se traduce en una urgencia sin objeto: estamos siempre apurados. La sociedad de hoy sufre la patología de la eficacia o el rendimiento. Es la imposibilidad de estar con uno mismo sin estar esperando algo específico, sin una finalidad o una meta. La ausencia de calma. Hay que estar siempre haciendo algo, en movimiento, porque la inactividad pasó a ser un estado culposo. Sin embargo, hay un equívoco: la paciencia no es inactividad. Está ligada al ocio, a la introspección y a la receptividad. Es el umbral adecuado para percibir cosas, para imaginar y crear».

Quien describió en forma magistral la pulsión de querer tener ya mismo lo que todavía no llega es el escritor Claudio Magris. En su libro El Danubio, citando al filósofo italiano Carlo Michelstaedter, señala: «La persuasión es la posesión presente de la propia vida y de la propia persona, la capacidad de vivir a fondo el instante sin la maniática angustia de quemarlo pronto, de atraparlo y utilizarlo con vistas a un futuro que llegue cuanto antes, y por tanto de destruirlo en la espera de que la vida, toda la vida, pase velozmente. Quien no está persuadido consume su persona en la espera de un resultado que siempre está por llegar, que no existe nunca. La vida como carencia, como deesse, aniquilada continuamente en la esperanza de que la difícil hora presente ya haya transcurrido». Como para dejar en claro que nadie está exento de estos sentimientos, el escritor triestino remata: «Cualquier vida se decide en la mayor o menor capacidad de ser persuadida, cualquier viaje se juega entre la parada y la fuga».

La cultura de Internet nos ha acostumbrado a relaciones y comunicaciones breves, marcadas por la velocidad y la inmediatez
La cultura de Internet nos ha acostumbrado a relaciones y comunicaciones breves, marcadas por la velocidad y la inmediatez Crédito: NYT

El impaciente desea, pero impelido por el deseo pierde el sentido de la medida y quiere tragarse el tiempo en lugar de hacerlo su aliado. ¿Cómo alcanzar ese punto donde el presente se inclina y tras una leve tensión se entrega al momento que sigue? ¿Cómo viajar con el tiempo?

En el atardecer, al contemplar cómo se apaga el día, vamos hacia lo que adviene sin prisa pero sin pausa, instalados en un presente en permanente transformación. Cuando el propio tiempo se acompasa al de la naturaleza surge una confianza -lo que Magris llama persuasión- que es la antítesis de la impaciencia.

Tras la caída del sol, cae la noche. Esa certeza nos permite descansar en su belleza. La impaciencia en cambio nace de la angustia que produce el miedo a no acceder a lo que queremos. De la falta de confianza en el camino, en el proceso a recorrer para llegar a lo que se anhela.

Hay voluntades que parecen participar de la constancia de los ciclos naturales. «La impaciencia no fue uno de mis vicios -escribió el gran pianista Alfred Brendel en el diario The Guardian-. Sentí que tenía talento musical, pero fui prudente a la hora de imaginar qué tan lejos me llevaría. Lo veía como un propósito de largo plazo, confiando, a los 20 años, que podría llegar a ser un artista de estatura a los 50. Grandes músicos como Edwin Fischer, Alfred Cortot y Wilhelm Kempff, a quienes escuchaba entonces, me dieron una idea de a qué aspirar».

La demora necesaria

Treinta años puede parecer mucho tiempo, pero tal vez no lo sea si uno quiere conquistar una verdadera maestría en el arte. Esos treinta años, de cualquier modo, no son un obstáculo que hay que superar cuanto antes o una dilación caprichosa de aquello que se quiere alcanzar, sino un tránsito necesario. Sin embargo, en la sociedad de la eficacia el proceso, el itinerario, es considerado una demora, algo negativo. «La demora no es estar rezagado -dice Abadi-. Es algo ligado a la búsqueda. Es el tiempo necesario entre el estímulo que llega y nuestra acción, que nos permite encontrar la mejor respuesta. Pero para eso no debemos estar compelidos por la urgencia ni prisioneros de la velocidad».

La impaciencia conspira contra las relaciones humanas. Conocer a alguien exige tiempo, señala Abadi, y quien siempre tiene prisa no da ni recibe. El impaciente no escucha mientras el otro habla, sino que está pensando en lo que va a decir. Así, el lazo que establece es débil. También es flojo el vínculo que genera. En verdad, no dialoga. Y una sociedad impaciente tampoco lo hace.

«La sociedad argentina no tiene demora ni sentido del largo plazo -dice el experto-. No es consciente de que toda meta exige una trayectoria, un camino, un esfuerzo. Por eso exige resultados inmediatos propios del pensamiento mágico. Eso es comodidad, no estar dispuestos a hacer el esfuerzo de pensar y trabajar. Todo es aprendizaje, pero una sociedad impaciente carece de introspección y no elabora el error para salvarlo. Es incapaz de aprender».

La falta de tolerancia hacia la demora se manifiesta de manera inequívoca cuando estamos frente a una pantalla. La multiplicación de la información y de los estímulos que provee la conectividad permanente produce una saturación donde ya no queda tiempo para nada. Se salta de una cosa a la otra, en interminable zapping. La mano sobre el mouse, los dedos sobre el dispositivo, responden a la presión de los algoritmos que ofrecen nuevos clics, nuevos saltos, siempre hacia adelante y a velocidad creciente, como si estuviéramos a punto de caernos y corriéramos solo para recuperar un equilibrio o una vertical perdida.

La burocracia y la mala atención someten a la gente a largas esperas que despiertan, en algunos casos, una impaciencia justificada
La burocracia y la mala atención someten a la gente a largas esperas que despiertan, en algunos casos, una impaciencia justificada Fuente: LA NACION – Crédito: Fabián Marelli

«Como sugería McLuhan, los medios no son solo canales de información. Proporcionan la materia del pensamiento, pero también modelan el proceso de pensamiento. Y lo que parece estar haciendo la Web es debilitar mi capacidad de concentración y contemplación», decía Nicholas Carr en Superficiales, un libro de 2010 que fue de los primeros en observar los efectos del uso creciente de Internet en nuestras mentes y nuestro sistema nervioso. Se quejaba allí de que, cuanto más tiempo pasaba online, más le costaba demorarse en libros o textos largos.

Hemos pasado de lo lineal a lo simultáneo. Nuestra atención está jaqueada desde muchos flancos. Y a cada estímulo, una respuesta. ¿Nos hace eso más impacientes? «Quien quiere estar en todas partes no está en ninguna», escribió Montaigne.

Toda la economía online se beneficia de la impaciencia o está basada en ella. La ilusión que vende un smartphone es que todo está a la distancia de un clic, desde una docena de empanadas hasta un alojamiento en Saint Tropez. Lo que quieras, cuando quieras, donde quieras. La gratificación instantánea del deseo más caprichoso en la palma de la mano. Un paraíso donde la impaciencia puede corretear y jugar a sus anchas. Hacerse fuerte. En una nota sobre la industria del turismo, la revista Forbes ilustró con un ejemplo el hecho de que los deseos ya no pueden esperar: según datos de Google, las búsquedas online de «vuelos hoy» y «hoteles esta noche» creció a un ritmo del 150% en dos años.

El celular y las apps buscan vender experiencias rápidas y placenteras, sin fricciones. Y tan indoloro resulta que los consumidores buscan aliviar allí todo tipo de necesidades, desde las materiales hasta las afectivas. Luego esas expectativas son trasladadas a la aspereza del mundo analógico y allí empiezan los problemas. La impaciencia que no encuentra cauce, que no es calmada de inmediato, genera frustración e ira. Produce más impaciencia, nuevos clics, nuevos consumos, en un espiral sin fin.

Viajar, no llegar

«La cultura de Internet nos acostumbra a relaciones y comunicaciones breves -dice Abadi-. Todo tiene que llegar ya. Si algo se demora, aparece la impaciencia. La duración no está vista como un tránsito necesario y placentero (el impaciente tiene poca capacidad de saborear el placer), sino como algo que ha de abreviarse para que el resultado llegue rápido. La impaciencia nos hace creer que la vida consiste en llegar. Pero la vida es el tránsito, el viaje».

El paciente no quiere ganarle la carrera al tiempo sino unirse a su fluir. Sabe que no se llega al horizonte, pero que para recoger los frutos lo importante es caminar hacia allí.

En una de las misivas que Rilke le envió a Franz Xavier Kappus a principios del siglo XX, reunidas en Cartas a un joven poeta, el autor de los Sonetos a Orfeo escribió: «Deje que en sus juicios se opere el desarrollo propio, tranquilo, no perturbado que, como todo progreso, tiene que derivar de lo íntimo, sin que pueda ser acelerado o instado por nada. Todo es llegar hasta el término y después dar a luz. Dejar completarse cada impresión y cada germen de sentimiento absolutamente en sí, en lo oscuro, en lo indecible, en lo inconsciente, en lo inasequible al propio entendimiento, y esperar con profunda humildad y paciencia la hora del nacimiento de una nueva claridad; solo eso es vivir como artista: en la comprensión como en la creación. Para ello no hay ninguna medida de tiempo; un año no cuenta y diez años nada son. Ser artista es no calcular y no contar; madurar como el árbol, que no apura sus savias y que está, confiado, entre las tormentas de primavera, sin la angustia de que no pueda llegar un verano más. Llega, sin embargo, pero solamente llega para los que tienen paciencia y viven despreocupados y tranquilos como si ante ellos se extendiera la eternidad. Lo aprendo diariamente; lo aprendo en medio de dolores a los cuales estoy agradecido: paciencia es todo».

Fuente: Héctor M. Guyot, La Nación