Responsabilidad afectiva. El término abre el debate sobre los vínculos actuales

«Llevábamos tres meses hablando y de la nada me dejó de contestar en todas las redes», «Tenemos en una relación abierta, estuvo con mi mejor amigo y dice que no pasó nada», «Me dijo que me quería pero al mismo tiempo que no quería ningún compromiso».

De un tiempo a esta parte, muchas situaciones que forman parte de la realidad sexoafectiva del siglo XXI empezaron a evaluarse y discutirse a partir de un concepto que hoy parece estar en boca de todos, la «responsabilidad afectiva»; quienes incurren en conductas como las mencionadas al principio del párrafo son entonces tildados de «irresponsables». ¿Pero qué es la responsabilidad afectiva? ¿Cómo se adquiere? ¿Cómo se cumple o se renuncia? Y, ante todo: ¿para qué sirve?

Paternidad incierta

Por más que suene rimbombante, «responsabilidad afectiva» no es un concepto académico. Es difícil trazar su historia pero la versión más plausible es que proviene del movimiento poliamoroso que empieza a desarrollarse en la década del 80, particularmente en los Estados Unidos.

La reflexión sobre los problemas de la monogamia y la posibilidad de desarrollar vínculos sexoafectivos por fuera de ella es, por supuesto, muy anterior a 1980; autores y autoras vinculados a la tradición anarquista lo trabajaron desde el siglo XIX, incluso en tierra rioplatense -el uruguayo Roberto de las Carreras, por ejemplo, es uno de los nombres más notables-. Lo que aparece entre las décadas del 80 y 90 en los Estados Unidos, junto con la palabra poliamor (polyamory en inglés), es una forma particular de pensar la no monogamia, vinculada a la psicología -con psicólogas como Deborah Anapol a la cabeza- y a ideas más relacionadas al bienestar individual que a la crítica a las costumbres burguesas: aun con muchas variaciones entre autores, los discursos de esta época parecen entender a la no monogamia más como un estilo de vida personal que como una revolución a difundir.

En este contexto, autoras como Anapol, Dossie Easton y Janet Hardy (estas dos últimas, autoras del best-seller de 1997 The Ethical Slut, traducido como Ética promiscua en 2013) empezaron a hablar cada vez más de «no monogamia ética», y de la posibilidad -y más aún, la necesidad- de pensar en los valores que debían regir los vínculos no monógamos y explicarlos al público en general.

Para la mayoría de la gente, la «no monogamia» solo podía entenderse como transgresión y no como una ética posible; por eso mismo, también, se suponía que si al vínculo «legal» (al marido o a la mujer «blanqueada») se le debía algún tipo de respeto, al amante no se le debía nada. Quien entra en una relación clandestina, desde este punto de vista, no tiene derecho a esperar nada, ni siquiera un trato mínimamente decente. Por otra parte se suponía que quienes participaban del poliamor, las relaciones abiertas y prácticas sexoafectivas no monógamas eran personas sin valores, sin principios y sin ganas de cuidar de los demás. En contra de esto, los poliamorosos van organizando un vocabulario en torno de las ideas de ética y de responsabilidad en el manejo de los afectos. Este vocabulario no se piensa como un código de convivencia o una lista de reglas, sino fundamentalmente como exploraciones en un torno de una pregunta compleja: ¿qué significa «tratarse bien» por fuera de una relación de pareja tradicional?

La explosión masiva

Corte al siglo XXI, y esta inquietud sobre la responsabilidad afectiva ha traspasado los límites de la comunidad poliamorosa para llenar las conversaciones de muchas y muchos jóvenes que no necesariamente tienen relaciones no monógamas.

En el fondo, tiene sentido: en nuestra época, incluso quienes se consideran monógamos sostienen -mientras están solteros- vínculos sexoafectivos casuales que pueden superponerse y que muchas veces no llegan a devenir parejas en el sentido tradicional. Por eso, los códigos de otra época ya no nos sirven: hace algunas décadas -varias, ya- entrar en una relación sexual con alguien implicaba ciertos compromisos. Hoy, que el sexo casual ya no es una costumbre de nicho sino moneda corriente, no tenemos para nada claro qué compromisos implica acostarse con alguien una vez, dos veces o veinte veces. ¿Está mal desaparecer en el aire después de haberse visto anoche? La mayoría, tal vez, diría que no; ¿y dos noches? ¿Cinco noches? ¿Cinco noches y un desayuno? ¿Diez desayunos y una salida con amigos? ¿Dónde está el límite? La sensación es que nadie tiene la más pálida idea, y que esa incertidumbre -que es irresoluble, a menos que alguien patente «los 10 mandamientos de las relaciones casuales» y todos decidamos de forma profundamente aburrida acatarlos- puede producir malos entendidos y sobre todo, mucha angustia.

La masificación del concepto de responsabilidad afectiva aparece en un intento de conversar sobre esta irremediable incertidumbre; se enmarca, también, en la conversación feminista sobre la necesidad de repensar los modos en que nos relacionamos históricamente. Desde este punto de vista, por ejemplo, muchas mujeres protestan contra la idea de que demandarle una respuesta a un hombre con la que una entró en un vínculo de cierta duración y confianza sea «ser una loca»; ciertos destratos instalados, según el cual una mujer que dice lo que quiere es siempre una pesada, una tonta o una desquiciada, se reversionan entonces como «irresponsabilidades», poniendo el foco no solo en quien espera una respuesta sino también en quién sembró una expectativa -aunque sea sin darse cuenta- y luego decide defraudarla. Por supuesto, aunque los casos que más se discutan son aquellos que involucran estereotipos de género, este tipo de destratos no son exclusivos de los varones heterosexuales; personas de todas las expresiones de género y orientaciones sexuales caen en ellas, y este tipo de reclamos se escuchan hoy en contextos muy diversos.

En muchos casos, especialmente en algunas conversaciones en redes sociales entre adolescentes o personas muy jóvenes, podemos sentir que lo que se le pide al concepto de responsabilidad afectiva es demasiado: no solo que se vuelve un estándar imposible de cumplir para la mayoría de las personas -que somos muy falibles, y en especial en asuntos de afectos- sino también que, para algunas personas, la «responsabilidad afectiva» no vendría a ayudarnos a pensar la incertidumbre y la angustia sino a anularla. En combinación con un discurso social que tiende a patologizar el dolor y proponer como deseable una vida sin angustias ni roces con la otredad, esta voluntad de cancelar todas las rispideces y malos entendidos puede producir resultados complicados.

En el fondo, quizás lo más interesante de la responsabilidad afectiva -que podemos elegir o no utilizar como «frase»- es que en principio es un concepto muy ambiguo. La misma acción puede parecerle «responsable afectivamente» a una persona y lo contrario a otra; una persona puede pensar, por ejemplo, que un mes de espera después de una separación es un tiempo de espera «responsable» para blanquear una nueva pareja, mientras que a la otra mitad de esa separación le parece prontísimo. O, en el caso de una relación abierta, uno de los involucrados quizás supone que no hay problema con tener una relación sexual con un tercero en una vivienda compartida mientras que al otro le parece que eso es irresponsable afectivamente. Si la responsabilidad afectiva sirve para algo no es para utilizarla para erigirse en un pedestal moral, como mecanismo acusatorio o a modo de carta documento: es, ante todo, una herramienta para conversar y para pensar en maneras de navegar nuestros deseos contemporáneos, fluidos e inestables de la forma menos cruel que nos sea posible.

Fuente: Tamara Tenenbaum, La Nación