Terror moderno. El cine expande los límites para seguir asustando… y mucho

Doctor sueño y Midsommar impulsan uno de los géneros más taquilleros y prolíficos hacia una nueva era para redescubrir otras maneras de explorar nuestros miedos y lograr su cometido. Ewan McGregor en Doctor sueño, la continuación de El resplandor, de Stanley Kubrick

Estrechos y largos corredores, una marea de sangre que desborda las puertas de un ascensor, las gemelas de vestido celeste y mirada fija, la profética habitación 237, el triciclo que recorre la alfombra de hexágonos naranjas y marrones, la mujer cadavérica de la bañera. Todos esos hitos que el terror fue asumiendo como parte de su extendida gramática nacieron de una película que alteró las reglas del juego, y no sin pagar su costo. El resplandor (1980), de Stanley Kubrick, basada en la exitosa novela de Stephen King, no solo recibió el desdén del célebre autor en el tiempo de su estreno, sino que representó una mirada tildada de pretenciosa para un género popular, y un abanico de desconciertos para varios de sus espectadores. El estreno, el próximo jueves, de una continuación de ese clásico del cine, Doctor sueño, de Mike Flanagan, y también de Midsommar, con la que Ari Aster vuelve a extender los límites del género, permiten analizar de qué hablamos actualmente cuando hablamos de terror.

«El mal está en nosotros», nos habían dicho películas de los 60 como El bebé de Rosemary y La hora del lobo, de Ingmar Bergman. ¿Eran, entonces, esas fuerzas malignas la aberrante deformación de nuestros propios miedos? Los fantasmas, los demonios y las peores pesadillas del inconsciente resultaron el fruto podrido de las mismas represiones que ahora Kubrick vestía de arte y postulaba bajo un diseño geométrico y fascinante.

El hotel Overlook al que llega la familia Torrance se revela lentamente como esos espacios siniestros, llenos de señales y premoniciones, que concentran en su expresión terrorífica la emergencia de lo silenciado. Así, la versión del terror con la que Kubrick descolocó a más de uno radicaba en subvertir algunos clásicos golpes de efecto, la recurrencia de la oscuridad o el uso de la exposición de la monstruosidad, para definir un camino de creciente locura en la que el Mal era el retorno final de lo negado. «¡Cine arty!», dijeron muchos, y sospecharon que Kubrick, como Bergman, había usado los artilugios de un género clásico para exponer sus propias preocupaciones, sus propios fantasmas. Lo curioso es que esa película que en su estreno en 1980 despertó más suspicacias que euforia fue encontrando un lugar único en el corazón de sus fanáticos, conquistando a algunos devotos no tan ortodoxos de King, y conservando su estante privilegiado en la biblioteca de las películas imprescindibles del terror.

Doctor sueño, la secuela dirigida por Mike Flanagan, es consciente de ello. De hecho asume por partes iguales la herencia de la literatura de King, todo aquello que Kubrick y su guionista Diane Johnson habían desechado -en parte por prejuicios-, y la esencia icónica de El resplandor cinematográfico, con sus imágenes inolvidables, su galería de pesadillas en plano secuencia, su clima ominoso y asfixiante. Flanagan, como demostró en la excelente adaptación de Shirley Jackson que realizó en la serie La maldición de Hill House (disponible en Netflix) recupera algunos elementos literarios esenciales del universo de King, sobre todo la dolorosa perspectiva infantil sobre la crueldad de los adultos. Por ello su película se «siente» más de terror; es oscura y decadente, adherida a efectos sorpresivos que Kubrick desdeñaba, donde desfilan manos mutiladas, ojos brillantes, terribles agonías y gritos escalofriantes. En esa conjunción de lo descubierto por Kubrick y lo imaginado por King, Flanagan encuentra su peculiar identidad.

Midsommar apela a una nueva forma de filmar el miedo sin los recursos clásicos del claroscuro
Midsommar apela a una nueva forma de filmar el miedo sin los recursos clásicos del claroscuro Crédito: Fotos Fox

Doctor sueño también tiene un prólogo, como aquel de El resplandor en el que un entusiasta Jack Torrance aceptaba un empleo de invierno para cuidar un hotel de lujo, y de paso escribir su postergada novela. Aquí, el niño Danny, todavía en 1980, lidia con los residuos psicológicos de aquel calvario vivido en la nieve de Colorado, en el infinito laberinto de ligustrinas, en esa casa habitada por los peores temores infantiles. Todavía convive con Tony, su «amigo imaginario», con su madre, con sus pesadillas recurrentes. En esa presentación, Flanagan no solo establece su homenaje sino que sitúa su herencia, que combina la conversión del espacio del terror no en un caserón gótico sino en el límpido territorio funcional de una mente reprimida, con los recursos que luego inundaron películas posteriores: el uso de la steadycam para seguir al triciclo en los corredores, el sonido inquietante de la máquina de escribir, las interpretaciones desencajadas como salidas de una mascarada. De allí solo queda viajar al presente, donde el Danny Torrance adulto que interpreta un atormentado Ewan McGregor batalla con ese mismo pasado.

Ahora bien, si Doctor sueño se emancipa de esa vocación «artística» de llevar el terror a un nuevo status que parecía interesar a Kubrick, de sacarlo de la impronta de sustos y vueltas de tuerca, ¿qué película hoy ocupa ese lugar, si es que existe? Ari Aster parece haber asumido ese compromiso desde el estreno de El legado del diablo, el año pasado, película con la que instaló un estilo propio que fue capaz de llevar a su extrema depuración en la nueva Midsommar. Ambas comparten el entorno aislado, el núcleo familiar como centro de los horrores, la puesta en escena como el arte de la ceremonia. Pero El legado del diablo, pese a la morosidad de su narrativa, a la milimétrica concepción del encuadre y a la resignificación del efecto del grito femenino, todavía tenía en su manga un truco final: la posesión demoníaca. Sin embargo, Midsommar escapa también a eso, y hace de su escenario de luz y flores, en la Suecia donde Bergman vivió sus propias pesadillas, el más ascético territorio del terror moderno.

Midsommar es la historia de Dani -nombre cargado de sentido-, una joven estudiante de psiquiatría, devastada por una tragedia familiar, que acompaña a su novio y un grupo de amigos a una pequeña comunidad sueca que celebra con una serie de rituales la llegada del solsticio de verano. Hårga es tanto una pequeña cofradía rural escondida en la Europa «civilizada», con sus chicas de vestidos blancos y sus bebidas alucinógenas, con su salvajismo exuberante y su paganismo fascinante, como la representante de esa alianza que idea Aster entre la belleza y el horror. La renuncia a los recursos clásicos del terror, desde la fotografía en claroscuro hasta la promesa de una fantástica revelación, le permite a Aster la libertad de explorar, bajo la luz de lo visto y la certeza de lo anunciado, una fatalidad tan transparente que resulta desoladora.

Como ocurrió con muchos directores antes y después de Kubrick -el Bergman de La fuente de la doncella y La hora del lobo; el Polanski de Repulsión y El bebé de Rosemary; el Tarkovski de Sacrificio; el Lynch de Imperio- lo que Aster se propone es utilizar al terror como un arma audaz, capaz de subvertir su gramática y liberar sus formas estéticas, para contar la dimensión insuperable del duelo, para exorcizar los fantasmas de toda separación, para mostrar bajo la luz del día y las flores más bellas el fascinante atractivo que desde siempre ha tenido lo que suponemos desconocido. Así como para el Jack Torrence de Jack Nicholson, el hotel Overlook se convertía en la galería de sus más oscuros deseos, de sus frustraciones más violentas, para la Dani de Florence Pugh, ese verano eterno y circular es la expresión última de su orfandad en clave folk, el anhelo de una pertenencia perdida, la ilusión de una nueva familia en esos rostros de amabilidad desencajada que ofrece la bucólica Hårga a sus desprevenidos visitantes.

Los rumbos del terror moderno se reescriben año a año con la aparición de estas figuras imprevistas. Más allá de la continuidad de los clásicos, los monstruos, las brujas, los zombis o los asesinos seriales, están estas operaciones de relectura de todo un abanico de recursos en el mismo corazón del género. Reaparecen guiños a películas como el clásico del horror folk británico, The Wicker Man (1973), o recuperaciones de vertientes literarias como la de Shirley Jackson que exploró Flanagan en su serie de Netflix. Doctor sueño se sumerge en esa conflictiva disputa que supone toda adaptación literaria y, al mismo tiempo, combina la iconografía kubrickiana con procedimientos tradicionales del género, que incluyen el menú habitual de sorpresas, giros sobrenaturales y revelaciones espeluznantes. Aster desanda esa voluntad, se escapa de ese mandato y encuentra en esa nueva mirada, atrevida y original, nuevos aires para el terror, donde las pasiones más temidas son también las más irrenunciables, donde lo desconocido viste los hábitos de lo propio, donde las puertas a lo ancestral están mucho más abiertas de lo que hubiéramos imaginado.

Fuente: Paula Vázquez Prieto, La Nación