¿Cómo digo lo que digo? A la manera de Sherazada

Por Dionisia Fontán, especial para DiariodeCultura.com.ar

Considerada la primera narradora universal, Sherazada tuvo a su
cargo la tarea de reunir los infinitos cuentos que componen “Las
mil y una noches”. Libro legendario (Siglo IX), ahí pueden leerse
fantásticas aventuras y hazañas románticas. Los textos más
populares: “Simbad el marino”, “Aladino y la lámpara
maravillosa”, “La alfombra mágica”, “Alí Babá y los cuarenta
ladrones” y, por supuesto, la mítica historia que hizo célebre a la
bella, astuta e intrépida Sherazada.

Había una vez, en Persia (hoy Irán) un sultán cruel -Schariar-,
que odiaba a todas las mujeres porque una lo había traicionado.
Como su sed de venganza no tenía límite, cada noche sometía a
una joven de su reino y al alba daba la orden de decapitarla.

Hija del visir, equivalente a primer ministro, Sherazada había
recibido una educación infrecuente en las chicas de su tiempo. Era
instruida, curiosa, de una cautivante oratoria y valiente. Por eso,
cuando tomó conciencia de los estragos que estaba cometiendo el
sultán decidió presentarse ante el déspota arriesgando su vida.

El visir, su padre, no pudo impedirlo. La había educado con
libertad, defendiendo las causas justas, por lo tanto ya era tarde
para detenerla. Sherazada tomó coraje y se presentó en los
aposentos del sultán. Ingeniosa, creativa, muy seductora, puso en
marcha todo su encanto para cautivar a ese hombre amargo,
distante, con la mirada fija en las volutas de humo de su narguile,
tradicional pipa.

Adoptando un tono de voz suave y firme, para no reflejar
miedo, se largó al ruedo; sus palabras empezaron a fluir con tal
magnetismo que Schariar iba reaccionando a medida que el relato
avanzaba, hasta quedar totalmente subyugado. En tanto, Sherazada
se dio cuenta de que casi, casi, era la hora fatal.

Tomó impulso y tras efectuar una majestuosa reverencia
interrumpió el cuento con una amplia sonrisa anunciando que
continuaría a la noche siguiente. Sorprendido, hechizado, el
hombre aguardaba tan ansioso la continuidad de la historia, que
Sherazada aprovechó para escapar. Esa noche salvó su cabeza.

A la noche siguiente el ritual se repitió. Y así, una noche tras
otra. Los cuentos provocaban tal magnetismo que enamoraron al
sultán y, poco a poco, el verdugo se fue transformando en un
hombre sin rencor, tan fascinado con su narradora que le ofreció
matrimonio. Ella aceptó. Se casaron y fueron felices.

Los cuentos clásicos perduran porque contienen una
sabiduría que atraviesa los calendarios. El título de esta columna
indica que somos a la manera de Sherazada porque,
metafóricamente, siempre hay alguien dispuesto a cortarnos la
cabeza.
El jefe que decidió congelarnos en un puesto que ya nos
queda chico. La titular de recursos humanos (¿o inhumanos?) que
se niega a otorgar un permiso especial, sin argumentos para tomar
esa decisión. La dueña del departamento que impide atrasar el
alquiler por unos días a sabiendas de que el inquilino está cobrando
su sueldo en cuotas. El propietario del local que ocupás hace diez
años que impone un aumento aunque, por la cuarentena, estuviste
siete meses con la persiana baja. Los hospitales a los cuales llegás
de madrugada para conseguir un turno y cuando por fin te toca, se
agotaron los números y te derivan para el mes siguiente, más allá
de la dolencia que sufras. La lista resulta inagotable, cada lector/a
puede armar la propia.
Frente a situaciones injustas, mezquinas, ingratas, que nos
sacan de quicio, lo peor es montar en cólera. Cuesta mucho
apaciguar la indignación: a menudo, es incontenible. Sin embargo,
está demostrado que con la bronca o el enojo no se logran
resultados eficaces y que ir al choque embarra la cancha.
Justamente es en estas situaciones cuando deberíamos apelar
a las sabias estrategias de Sherazada, para encarar a nuestro
verdugo de turno con la habilidad suficiente cosa de descolocarlo.
Si permitimos que la lengua funcione más veloz que las neuronas,
si en vez de argumentar descalificamos, si lanzamos palabras como
misiles, no encontraremos misericordia. Vale la pena poner en
práctica este trío: consensuar, seducir, persuadir.
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Dionisia Fontán, periodista y coach en comunicación
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