¿Cómo digo lo que digo? Aunque cuesta aceptar los cambios, estancarse no es la opción

Por Dionisia Fontán, especial para DiariodeCultura.com.ar.

Todo proceso implica romper algo. La tierra debe romperse para producir vida. Si la semilla no muere no hay planta. El pan resulta de la muerte del trigo. La vida vive de vidas. Joseph Campbell.

“¡Qué macana no haber aceptado la oportunidad de trabajar afuera. Me arrepiento todos los días!”

“Lamento no haber tenido el coraje de seguirlo: era un bohemio. Al final, llevo una vida rutinaria y sola”.

“Si hubiera vendido mi casa cuando me hicieron aquella excelente oferta, hoy no pasaría las de Caín para mantenerla. Pudo más mi sentimentalismo, es la vivienda donde crecí”.

Cuánto tiempo y energía derrochamos con situaciones que ya fueron. Las eternas dudas, el miedo de equivocarnos, no arriesgarnos al cambio, buscar pretextos, llenarse la cabeza con ideas negativas forman parte del aprendizaje de vivir. Se llama experiencia y es inevitable.

Hay personas más apegadas y otras más arriesgadas. El asunto es hacerse cargo de las decisiones, de eso se trata, y no prorrumpir en lamentos porque se equivocaron con la elección. La vida es así: ensayo y error. Nadie tiene garantía de acertar con lo que decide. Es un acto de arrojo.

Pequeño consejo que le daban a un indio americano durante la iniciación: “Cuando avances en la vida verás un gran abismo. Salta. No es tan ancho como crees”.

Aparecen excusas, justificaciones con las cuales nos amparamos para evitar nuevos intentos. Iniciar un cambio, se sabe, no es sencillo, tiene sus bemoles. Se produce una tormenta emocional entre lo que conviene y el miedo de encarar algo nuevo. Por caso, valdría la pena averiguar cómo funcionaba la autoestima de quien rechazó un trabajo que le exigía adaptarse a otra sociedad, a otras costumbres y si sólo fue sentimentalismo aferrarse a las paredes de su casa natal, el principal motivo que le impidió deshacerse de ella o si tuvo miedo de cortar el cordón umbilical. Es decir, de mudarse por primera vez.

Con la autoestima baja se recurre al menor esfuerzo, a la seguridad de lo establecido, a la falta de exigencia. Los pensamientos limitantes son nuestros mayores enemigos. Es la autoestima, justamente, la que permite reconocer nuestros deseos y buscar los medios posibles para concretarlos. Por lo tanto, resulta fundamental prepararse para habitar en este mundo tan cambiante.

Los argentinos somos emprendedores -habilidad que tanto asombra a los ciudadanos de otros países- por los frecuentes vaivenes económicos. Hemos desarrollado conductas de supervivencia. A la vez, tenemos un bajo umbral de frustración. Nos provoca vergüenza aceptar el error, equivocarnos, no pegarla con una primera iniciativa. Descartar una idea que puede ser pulida y merece dedicarle mayor tenacidad. Derecho de piso obligado de cualquier actividad que desconocemos. Entonces tiramos la pelota afuera, nos ataca la furia y responsabilizamos a los demás.

Nos guste o no, la vida moderna demuestra que ya nada es para siempre. Se acabaron las generaciones de bancarios, de ferroviarios, de comerciantes cuyos herederos continuaban sosteniendo la cadena de tiendas, panaderías o confiterías durante décadas. Tampoco las relaciones amorosas son duraderas. Ojo, no es ningún consuelo.

Sólo estoy describiendo la realidad que nos toca. Debo admitir que muchas situaciones me golpean, no las comparto. Pertenezco a esa generación bisagra que redactaba las notas en la máquina de escribir y el carbónico en el medio para que saliera con copia y, de pronto, hubo que adaptarse a la mágica computadora, al increíble celular y sus múltiples aplicaciones que me señalan una equivocación tras otra. Rezongo y aprendo. Se llama progreso.

Es el presente. Es ahora. Es aceptar. Es no perder tiempo ni energía comparando con el ayer. Es lo que nos toca. Ni mejor ni peor: diferente.

Propongo ingresar al pasado como si fuera una puerta vaivén. Entrar, mirar y decir chau.

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Dionisia Fontán, periodista y coach en comunicación

Cursos Onine y por Videollamada

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