¿Cómo digo lo que digo? Buena amiga, mala socia

Por Dionisia Fontán, especial para DiariodeCultura.com.ar.

Dicen que a la gente se la conoce compartiendo el trabajo o unas vacaciones. Y la experiencia demuestra que muchos vínculos, en efecto, no resisten esta prueba.

La historia que comparto tiene que ver con dos amigas que decidieron asociarse para iniciar un emprendimiento. Sobre la marcha, sin embargo, comprendieron que todo el amor que se tenían, no alcanzaba para hacer funcionar el negocio.

Con intereses de por medio comenzaron a aumentar las diferencias. La más audaz advertía que la otra se mantenía en el molde. Se asustaba de perder el capital invertido y, de ese modo, impedía que la socia avanzara con sus iniciativas.

¿Qué pasó con las amigas antes de asociarse? ¿No conocían, acaso, sus personalidades diferentes? Estaban convencidas de que iban a complementarse, como había ocurrido con el vínculo amistoso que las unía.

Total, les faltó la necesaria capacidad de diálogo y de comprensión que se requiere para negociar y, al poco tiempo, optaron por patear el tablero. Considero que se apresuraron. Cero esfuerzo para conciliar, cero voluntad para no arrojar la toalla. Mientras el enojo mutuo crecía, olvidaron rescatar las virtudes que les habían permitido construir una amistad.

Sobre todo, estuvo ausente la paciencia indispensable que se requiere para lograr cualquier objetivo. El apuro, el dichoso Ya, ahora se considera un valor. Idea errónea que impide reflexionar, proyectar y algo más importante aún: cultivar la creatividad.

 

Al final, rompimos la sociedad. Decidimos proteger nuestra amistad”, acotó Azul.

Dicen que a la gente se la conoce compartiendo el trabajo o un veraneo. Y la experiencia se encarga de demostrar que muchas relaciones, en efecto, no resisten esta prueba.

Si durante una convivencia laboral las partes admiten dificultades para acordar, para tratar con proveedores y clientes o los roces se repiten más de la cuenta, no sólo corren el riesgo de arruinar el emprendimiento que iniciaron con entusiasmo, también ponen en peligro la amistad.

“No basta con tenernos cariño y confianza, las dos pensábamos que era suficiente –prosiguió Azul- los negocios son otra cosa. De entrada supimos que como ella es muy estructurada, algo rígida, podíamos compensarlo con mi modo de ser: yo tengo cintura y voy al frente.”

De pronto, las amigas dejaron de entenderse. Por momentos, parecían extrañas. Casi seguro habrá influido el factor económico, miedo de perder el capital. Mientras Azul arriesgaba y proponía ideas novedosas, su socia prefería quedarse en el molde.

¿Qué pasó con Azul? ¿Acaso prefirió ignorar estas flaquezas de su amiga antes de decidirse a emprender? Seguramente, no gravitaban tanto. Es probable que se hayan agudizado durante la nueva experiencia. Cada una ponía en juego el dinero invertido y a la más conservadora le asustó la audacia de su socia. Audacia que admiraba mientras fueron sólo amigas y que muchas veces la benefició.

Hasta que no se asociaron, no habían necesitado poner a prueba ciertas características personales. O, en todo caso, no afectaban la relación. Lorena me consultó cuando ya estaba resuelto deshacer la sociedad. Para mí, se apresuraron. En esta historia escaseó dialogar a fondo, sincerarse, organizar una lista de debilidades y fortalezas para revisarlas a conciencia.

El apuro, la ansiedad, precipitaron la decisión. Hubiera sido conveniente apostar a un plazo más largo introduciendo, en principio, leves cambios, hasta observar los resultados. Y, en particular, armarse de un monto mayor de paciencia, como sucede con cualquier objetivo que nos proponemos.

Es decir, tomarse un tiempo razonable, apoyarse mutuamente, no perder la calma ante las inevitables equivocaciones y si ese segundo intento no prospera, entonces sí tirar la toalla. Más aliviadas, con el convencimiento de que hicieron todo lo posible antes de patear el tablero.

Armar una sociedad no es moco de pavo. Además de dinero, se apuestan ideas, sueños, el orgullo de generar un proyecto con alguien que comparte las mismas ganas y está dispuesta/o a arriesgarse porque vale la pena. El idílico plan puede fallar, es verdad. Nadie se salva de la dupla acierto y error, único modo de aprender. El problema, francamente, sería dejar de probar por miedo de volver a equivocarse. Ni que habitáramos en un mundo de certezas.

El apuro, ese dichoso Ya que, erróneamente, hoy se considera un valor. Sucede lo contrario: malogra ideas, proyectos, y entorpece la indispensable cuota de creatividad, tan necesaria para vivir que, sin embargo, nos empecinamos en bloquear con la eterna prisa.

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Dionisia Fontán, periodista y coach en comunicación

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