¿Cómo digo lo que digo?: Cuando el cuerpo no puede ocultar historias

Por Dionisia Fontán, especial para DiariodeCultura.com.ar.

Nuestro territorio corporal está habitado de historias que guardamos celosamente. De silencios y de experiencias que quisiéramos enterrar para siempre. Se trata de emociones de todo tipo y las emociones merecen respeto. Debemos aprender a gestionarlas, a encauzarlas, para que no se rebelen y salgan a la luz exponiendo esas zonas que no quisiéramos mostrar.

“Si me ves durita, como enyesada, es porque estoy saliendo de una severa contractura. Estuve en un grito, no podía moverme”, explicó a manera de saludo una mujer que participa de mis talleres de comunicación online.

Recordé que durante nuestro último encuentro la semana anterior, estaba francamente afligida. “Debo despedir a una empleada. Mi bolsillo no resiste y ella lo advierte, claro: vendemos muy poco. Sin embargo, cuesta encarar una situación tan dura”, se lamentó.

No tuvo más remedio que poner el cuerpo, hacerse cargo. Y esas circunstancias no salen gratis. Las emociones, se sabe, tienen una poderosa influencia sobre nuestro físico. Tan pronto golpean con una dolorosa contractura o se instalan en otras zonas delicadas, comprometidas, como la voz. Hace años, me propusieron participar de un programa piloto para ofrecerlo en una emisora de radio. El piloto funciona como un borrador bien hecho, lo más parecido a la idea que se desea instalar en el aire.

Y ese día amanecí afónica. Mejor dicho, muda. Por lo visto, internamente, no estaba preparada para la prueba. Un miedo insospechado decidió afincarse en mis cuerdas vocales y… chau proyecto.

Mal de este tiempo, las contracturas revelan cada vez a edades más tempranas, las presiones a las cuales estamos sometidos a diario. Miedo de la pandemia y de perder el trabajo, encabezan el primer lugar. Reducción de horas laborales y, en consecuencia, ingresos más módicos. La exigencia presenta otro factor de riesgo, el de no bajar el estatus y de matarse para conservarlo. Exigencia de cubrir los gastos mensuales en un país con eterna inflación y donde los precios aumentan de una manera desfachatada.

En fin, la misma pesadilla se repite todos los meses y amenaza la salud de los ciudadanos. La cabeza, de pronto, estalla de dolor, contracturas que recorren el cuerpo a sus anchas o el aparato digestivo híper sensible, cada vez tolera menos alimentos. Estos síntomas que aumentan su frecuencia inciden en el humor, amargan el carácter, provocan malestares surtidos, un modo nada deseable de comunicar.

Ignoramos a nuestro cuerpo. Descuidamos nuestro envase. El cuerpo anticipa lo que le pasa, nos habla, protesta y, cuando ya no aguanta más, grita. Llegamos tarde (a veces, demasiado) porque nos negamos a escucharlo, porque lo postergamos. Preferimos enterrar la pena, esconder la debilidad, guardar silencio, ignorar – por ejemplo- que cada territorio corporal está habitado por historias ocultas.

Esto ocurre cuando somos incapaces de gerenciar las emociones y nos ganan de mano. La emoción es un sentimiento que merece mucho respeto. No se trata de combatirla o de matarla como a un mosquito. Hay que aprender a encauzarla. De lo contrario se subleva y produce taquicardia, sarpullido, inestabilidad, alergias, fiebre. Somatizamos.

En efecto, las emociones encubiertas, las que escondemos de prepo para sufrir menos, no parece extraño que -luego- se manifiesten en rigidez corporal, inmovilidad temporaria, ronqueras prolongadas, bajones anímicos, nerviosismo… En fin, padecimientos que transmiten información negativa sobre la persona y la expone demasiado.

Así como revisamos la despensa o la heladera para ver qué productos necesitamos, sería oportuno observar cuáles son las situaciones personales, laborales o sociales que afectan nuestra salud e irritan el talante. La psicología aporta datos que benefician los resortes de la comunicación pues proponen reflexionar, analizar situaciones, investigarlas y formularse preguntas del tipo ¿para qué me pasa esto? ¿Qué necesito aprender?

Resumiendo: conocerse un poco más. ¡Y todo lo que falta!.

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Dionisia Fontán, periodista y coach en comunicación

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