¿Cómo digo lo que digo?: Encerrados en nosotros mismos

Por Dionisia Fontán, especial para DiariodeCultura.com.ar.
Un par de males, propios de este tiempo, afectan a la comunicación: el ensimismamiento y la dispersión. Resulta casi milagroso mantener una buena charla. El tema debe ser francamente ameno porque cuesta concentrarse y si una de las personas tiene mayor facilidad de palabra, la que escucha ¿escucha de verdad o su mente se va de viaje?
Predomina la impaciencia, la lengua funciona más rápido que las neuronas y la conversación se desmadra. No es fácil construir un diálogo por falta de entrenamiento, por la mania de interrumpir y por la marcada tendencia al monólogo. Vivimos tan motivados por las redes, los medios audiovisuales y la presión que ejercen los acontecimientos políticos, que la capacidad de concentrarse casi, casi, resulta una conquista.
Sumemos la tendencia de encerrarse en uno mismo como autoprotección, desinterés o porque las cuestiones personales abruman, no dejan espacio para socializar. Esta manera de ser,obvio, recibe críticas. Quienes la adoptan son acusados de egoístas, de tener ojos sólo para su ombligo, de no ser empáticos ni solidarios. Al fin y al cabo representan una contradicción de este tiempo que exhibe todo, que fotografía hasta la porción de pizza a punto de comer y asume con naturalidad que se filtren videos pornográficos. Tal vez, semejante exhibicionismo les molesta y prefieren esconderse como el caracol. O, por el contrario, viven a su manera y no les importa la opinión de afuera.
Resumiendo: la comunicación – gestual y verbal- no se favorece con esta especie ermitaña. Mucho menos, con los eternos dispersos que ponen cara de atender y están en otra.
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     El ensimismamiento y la dispersión conforman una dupla esquiva para prestar atención a lo que dice el otro, la otra. Reconozco que como el tema me preocupa, lo he traído varias veces a mis columnas. En cuanto al ensimismamiento, me considero escéptica. Creo que irá en aumento como un modo de autodefensa o desinterés. También, porque a ciertas personas les cuesta conectar con el mundo que les toca.
      Hay una conducta, un déficit, que impide interactuar por la dificultad de registrar a quien tenemos delante.  Algo tan básico como darse cuenta si la persona está disponible, si tiene ganas, si le interesa el tema. Se pasa por alto, se ignora. Entonces, claro, aparece la imprudencia, la falta de cintura.
       Es el caso del empleado ansioso que acorrala a su jefe, recién llegado al lugar de trabajo, para asediarlo con sus asuntos personales. «Recuerde que hoy debo salir más temprano, tengo turno en el dentista» En tanto, su superior lo observa irritado y no sabe cómo sacárselo de encima.
       Comunicar es mucho más abarcativo que hablar. El lenguaje no verbal incluye observación, sentido común, olfato, paciencia para esperar el momento oportuno. Por caso, si alguien llega a una reunión e interrumpe la charla de un grupo con el afán de hacerse ver o porque se considera gracioso, actúa de manera equivocada. ¿Por qué? Porque no tuvo la mesura de esperar un rato y darse cuenta del clima que rodea a la conversación. En cambio, decide caer como una paracaidista, modalidad que no es bien recibida.
      Registrar a los otros, a los demás, supone salirse del propio ombligo y -sobre todo-  dominar la incontinencia verbal. Cada persona es una usina de datos. Sucede que vivimos tan acelerados, dispersos y mirándonos para adentro, que no advertimos las señales enviadas por el interlocutor/a. O peor, todavía: las ignoramos.
       Tan poderoso es el lenguaje de los gestos y las conductas, que explica -casi todo-  sin necesidad de acudir a las palabras. Al respecto, los enamorados pueden dar cátedra.
         La mamá descubre que su bebé tiene fiebre, aunque la criatura no sepa hablar. Los chicos perciben que se anticipa el reto con sólo observar los rostros de sus padres. Abunda gente incapaz de darse cuenta de lo que está diciendo su prójimo con la mirada, con los movimientos corporales, con las manos inquietas.
          Gente ensimismada en sus cuestiones, al margen de lo que la rodea. Como habita en su propio limbo, es probable que, además, se trate de alguien invasivo. Esa clase de persona que golpea a la puerta y entra antes de escuchar «pase». O bien, en el trabajo se instala junto al escritorio de un compañero/a ocupada en su actividad y le da lata, sin ningún reparo. Mejor dicho, sin respeto. Ignorar, como costumbre, inspira rechazo y total falta de respeto.
            El no registro provoca incomunicación, mal bastante generalizado en las parejas y en las familias. Es muy importante, necesario, profundizar este tema que se agudiza, entre otros motivos, merced a ese apuro enfermizo del Todo Ya. Sin tiempo (o sin buscarlo) para intercambiar ideas sobre un tema prioritario. Cuántas familias comparten techo como si fueran invisibles. Cada integrante metido en su propia historia. La ajenidad los separa.
             Me resisto a la inacción. Me rebela aceptar tan poca voluntad de cambio. Todavía no somos robots. Aunque, lamentablemente, muchos humanos tratan de imitarlos.
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Dionisia Fontán, periodista y coach en comunicación
Curso Online y Presencial
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