¿Cómo digo lo que digo?: Hablar sin filtro

 Por Dionisia Fontán, especial para DiariodeCultura.com.ar.

 Lanzar a boca de jarro lo primero que se cruza por la mente, resulta un problema para él o la destinataria. Lo curioso es que los protagonistas de estos raptos emocionales, consideran que se trata de una virtud con la cual se sienten orgullosos/as.

Se ufanan de ser directos, de hablar sin filtro, en una sociedad que consideran hipócrita. Alardean de su franqueza completamente ajenos al mal rato, a la incomodidad que provocan.

Hacen un ejercicio de la desmesura arrojando palabras que se les ocurren sobre la marcha. Y se justifican enfatizando que prefieren ese modo por momentos brutal, antes que caretear.

Jamás se les ocurre ponerse en el lugar de la otra persona. Actúan como fundamentalistas de la verdad (su verdad), orgullosos de lo que consideran una auténtica virtud.

La gente sincera no aladea de su cualidad, es prudente, busca palabras apropiadas, no se les suelta la cadena y practica conductas básicas de convivencia.

Si tenemos la intención de conversar, de participar de una charla grupal o de que nuestras opiniones sean escuchadas, bien recibidas, es inoportuno andar repartiendo clases magistrales de franqueza con tono de superioridad, porque incomodan e irritan.

                                                 

     La fila de autos para cargar nafta era interminable. Muchos conductores/as decidieron bajarse con el propósito de calmar su ansiedad o de estirar las piernas. De pronto, llamó la atención una mujer espléndida que acaparó todas las miradas. Lucía un vestido pegado al cuerpo y escote generoso, la melena suelta, el maquillaje recargado y tacos altísimos. Como para asistir a una fiesta.

     Del auto de atrás descendió otra mujer con apariencia de Cenicienta. Jean roto como se lleva ahora, musculosa desteñida y ojotas. Todo lo contrario de su vecina, parecía una escena montada a propósito.

      Algunos conductores aburridos por la espera, decidieron tomar fotos con sus celulares.

     “¡No hay derecho de que te aparezcas a cargar nafta con pinta de superstar! ¿Acaso te falta un valet o un secretario que vengan en tu lugar?”, comentó, burlona y en voz alta, la de jean y ojotas.

      Como la escena se tornó curiosa, risueña, algunas cabezas empezaron a asomarse por las ventanillas. “Decidí correr el riesgo de pasar por ridícula y de sentir vergüenza, no me quedaba otra. Vengo de filmar una publicidad que duró diez horas y no tuve tiempo de cambiarme, así que me detuve en la primera estación de servicio porque ando sin nafta. Todavía ignoro cómo pude llegar hasta aquí”.

    La respuesta algo tímida, sorprendió a la provocadora que había ironizado con desparpajo. “Soy fatal, mi lengua se dispara a la velocidad del sonido. Hablo sin filtro. Cuando te vi hecha una reina y comparé tu elegancia con mis pilchas de ciruja, no pude contenerme”. Y lanzó una carcajada.

     Las/os protagonistas de estos raptos emocionales (que consideran conductas espontáneas y, claro, se equivocan) suelen vivirlos con satisfacción, alardeando de su franqueza, orgullosos de defender a toda costa lo que consideran un rasgo de sinceridad.  Completamente ajenos al mal rato que provocan.

     El más mínimo sentido común advierte que es un riesgo hablar sin pensar. Decir lo primero que se cruza por la mente. Sin embargo, es frecuente escuchar sentencias así de rotundas: “Yo soy auténtica, directa, no me gusta caretear, detesto la mentira”.

     Si tenemos la intención de conversar, de participar de una charla grupal o de que nuestras opiniones sean escuchadas, bien recibidas, resulta inoportuno eso de repartir clases magistrales de franqueza, con tono de superioridad que incomoda e irrita.

     La comunicación chatarra se nutre de personas que confunden espontaneidad con ser maleducadas. Me refiero, por ejemplo, a quien disfruta lanzando agresiones disfrazadas de bromas chocantes, de mal gusto. Y si la persona a la que tomó de punto se lo reprocha, en vez de disculparse opta por contestar: “¡Che, no tenés sentido del humor!”

     A esos que practican el sincericidio con la férrea convicción de que son auténticos, jamás se les ocurre ponerse en el lugar del otro, de la otra. Más bien, actúan como fundamentalistas de la verdad (su verdad), orgullosos de lo que consideran una admirable virtud.

      Muchos políticos también hablan sin filtro y no reparan en defenestrar a sus adversarios: los consideran enemigos. La experiencia demuestra que, si les conviene, cambian de discurso y de partido. No resisten ningún archivo.

     La gente sincera no alardea de esta cualidad, es prudente, busca palabras apropiadas, no se le suelta la cadena y practica conductas básicas de convivencia.

      Decir a boca de jarro lo que se piensa, conlleva una serie de sufrimientos para quien soporta la desmesura de alguien incapaz de moderar sus emociones. Esa clase de persona que no registra su modo impulsivo, que descoloca. Un dolor de cabeza cuando toca interactuar con alguien de estas características.

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Dionisia Fontán, periodista y coach en comunicación.

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