¿Cómo digo lo que digo? Los imprevisibles en la incertidumbre

Por Dionisia Fontán, especial para DiariodeCultura.com.ar.

¿Qué hacer para que los funcionarios de turno no nos sometan a sus frecuentes cambios de opinión? ¿Por qué les cuesta tanto mantener la palabra? ¿No se dan cuenta, acaso, de que los ciudadanos merecemos transcurrir con menos sobresaltos?

Años atrás, circulaba una anécdota respecto de un argentino, ferviente seguidor de Sai Baba, y este famoso líder espiritual de la India, gurú popular, venerado por infinitas personalidades del mundo, quien se distinguía por su tradicional túnica naranja y una sonrisa plácida.

Resulta que nuestro compatriota consiguió entrevistarse con Sai Baba y mientras desembuchaba sus problemas e inquietudes, seguramente muy conmovido y ansioso por la presencia tan cercana del endiosado maestro, escuchó que él sólo respondía: “Patience, patience” (en inglés, paciencia). Fue todo.

Sospecho que, luego de semejante viaje y de las expectativas que habrá llevado consigo el protagonista, el encuentro anhelado pudo resultarle frustrante. La historia es verídica y sigue despertando asombro. Casualmente, si hay algo que escasea por estas tierras es la paciencia.

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Aunque no sólo aquí, claro. El mundo se tornó caótico, ya no quedan paraísos. La era digital contribuye a que seamos, todavía, más ansiosos, más demandantes. ¡Todo al instante!

Sai Baba conocía nuestra cultura, visitó el país un par de veces, y como ciudadano del mundo (murió en 2011) era consciente de la afición universal por internet.

En efecto, no nos caracterizamos por nuestra paciencia. Ahora bien, ¿cómo se hace para aceptar que los mandamás de turno hoy digan una cosa y mañana se desdigan? Pregunto ¿por qué a los funcionarios les cuesta tanto sostener la palabra más de veinticuatro horas? Ya sabemos que la pobrecita está muy devaluada y no por eso vamos a consentir que la suelten con liviandad, hasta el punto de que falta el tiempo suficiente para procesarla, para reaccionar.

En la televisión afirman que nadie resiste un archivo: la realidad lo certifica. El asunto es que si una actriz, actor, modelo, conductor, productor… cambia de opinión en un lapso relativamente corto, puede desilusionar a sus seguidores o a ciertos colegas que lo admiran y respetan. Al fin y al cabo, no es tan riesgoso. Muchos de nuestros políticos –en cambio- no resistirían el archivo de una semana atrás.

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Se sabe: urge tomar decisiones rápidas porque el tiempo no para y la sociedad demanda cambios rápidos. Con todo, es de esperar que en la cumbre del poder, los responsables de organizar sus respectivas agendas, además de conocer a fondo los temas a encarar, demuestren mayor entrenamiento y eviten mensajes que suscitan un tembladeral para que, horas después, decidan echarse atrás como si nada, mientras los castigados ciudadanos no ganamos para sustos.

Seamos sinceros, los cambios frecuentes desorientan. Elevan el monto de incertidumbre que nos acompaña sin tregua. Cuando la sabia fórmula ensayo y error (imprescindible para nuestro crecimiento personal) se prolonga en el tiempo, se llama incoherencia. Abundan los vendedores de humo que un día ilusionan y al otro, meten miedo.

Si bien puede considerarse un gesto de honestidad admitir que ciertas decisiones apresuradas fueron producto de la improvisación, las circunstancias actuales no admiten demasiado margen de error. Pese al apuro por hallar soluciones, a las promesas (a veces, falsas), a las necesidades acuciantes, es menester dedicar un tiempo sin presiones para desarrollar ideas fuerza, para analizarlas con rigor e inteligencia y para no ceder a las presiones del entorno que pide meter goles.

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En mi actividad como coach de grupos laborales, la escasa estabilidad que provocan los jefes/as imprevisibles, es un reclamo frecuente. Incapaces de sostener sus órdenes o pedidos, suelen echar mano del sí, no, tal vez. Al parecer, desconocen que los cambios repentinos, las marchas y contramarchas o una impaciencia que les cuesta gerenciar, producen temor e inseguridad en su gente.

En pequeña escala, la empresa funciona como un gobierno. Con la diferencia de que los empleados son subordinados y los funcionarios, nuestros servidores públicos. ¿Lo son? Si quienes trabajan en el llano sienten que se les mueve el piso cada vez que su superior/a se enrosca con el síndrome de Hamlet (¿Ser o no ser?), e insiste en decir una cosa y después realiza otra, no se necesita demasiada imaginación para adivinar cuál es –verdaderamente- nuestro sentimiento.

Nuestro ánimo cotidiano. Somos habitantes de una nación que padece crisis crónicas, como si se tratara, nomás, de un irreversible derecho adquirido.

Perdón, Sai Baba. “Patience” se agotó.

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Dionisia Fontán, periodista y coach en comunicación

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