¿Cómo digo lo que digo?: Maltrato

Por Dionisia Fontán, especial para DiariodeCultura.com.ar.

Se aprende en el hogar con ejemplos y, si es necesario, se refuerza con palabras. Tratar bien al prójimo debería considerarse un derecho adquirido. Un elemental signo de respeto, un valor que, si somos concientes, cuidamos y mejoramos al compás de nuestra vida.

Como fue ocurriendo con la palabra, cada vez más devaluada, el maltrato fue ganando terreno. Los peores casos (hecho lamentable) provienen del mundo de la política, entre las figuras que aspiran a cargos súper destacados, a menudo candidatos a vicepresidentes o presidentes. Es decir, de arriba para abajo, tal cual sucede en el hogar: el ejemplo lo aportan los padres (o quienes están a cargo de los niños).  

Sentimos vergüenza ajena cuando somos testigos de que no les importa inventar historias horrendas, con tal de sumar un voto. En materia de educación los ciudadanos de a pie tampoco son inocentes. La grosería, el ninguneo, las palabrotas, están a la orden del día. Cuando yo era chica, se les decía boca de cloaca. Rasgo poco común en gente educada, orgullosa de valores como la decencia y el respeto.

Por momentos, en la calle, selva sin códigos, los atropellos físicos son moneda corriente. Por apuro, porque no se repara en los demás, por torpeza, la agresión (léase: empujones, codazos, pisotones, mochilas que llevan por delante sin que su dueño/a lo perciba, más insultos de todo calibre).

Cualquiera de los que caminamos la calle y viajamos en transporte público, sentimos esa especie de deshumanización. Los más curtidos no tienen tiempo de cuestionarse, forma parte de sus vidas invertir cuatro horas entre ida y vuelta al trabajo. Rutina agotadora, también es maltrato.

La sociedad está embrutecida, quizás no gusta esta definición. Ocurre que la sociedad somos nosotros.

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A diario somos testigos de lo mal que se tratan los políticos. En vez de consensuar prefieren confrontar. Y cuando el tema se les va de las manos, descalifican, agreden. Una vergüenza el umbral de intolerancia que los caracteriza.

Totalmente impunes, olvidando que la función pública demanda responsabilidades, entre ellas, buena educación. El lenguaje grosero, de cancha, no les sienta. Menos aún, ese loco afán de ofender a sus adversarios a los que consideran enemigos. Si no pensás como yo, afuera, no existís.

Es común observar y escuchar el maltrato al que muchos funcionarios de alto rango, someten a la prensa. En especial. cuando un/una periodista formula preguntas que ellos consideran picantes, comprometidas. En vez de enojarse o de apelar al bastardeo, el funcionario de turno debe contestar todo lo que le preguntan. Y si le incomoda o se irrita, tiene suficiente entrenamiento para no perder la compostura, como corresponde en una democracia

Respecto de los ciudadanos de a pie, a pesar de que sobran motivos para vivir alterados, hipersensibles, crispados, porque en nuestro país no se gana para sustos, también nos tratamos mal. Cualquier motivo, por tonto que parezca, es una excusa para montar en cólera. Al punto de que descalificar, ofender y no sólo agredir de palabra, se ha tomado la costumbre, además, de recurrir a las manos o a objetos contundentes. Lo cual provoca una escalada de violencia, salvajismo en estado puro.

“Correte, viejo de mierda, estoy apurado”, se escucha en la escalera del subte. “No seas ventajera, yo llegué antes a la parada”, a los gritos, en la cola del colectivo. “Sos ciega, boluda, ¿no ves que estoy avanzando por la bicisenda? Muchos peatones la ignoran, es cierto, y cuando funciona con doble mano pueden producirse (se producen) severos accidentes.

Al susto que el/la distraída en falta debe soportar, se suma una sarta de palabrotas irreproducibles. La calle –no es novedad- se transformó en una selva sin códigos (los animales que habitan la auténtica selva, los respetan ) y la comunicación chatarra se nutre de quienes primero hablan y luego –con suerte- piensan. Me refiero a esas personas que funcionan en automático, sin medir las consecuencias. Típicos impudentes, vocacionales de una conducta que provoca rabia, bronca, demuestran estar siempre listos para meter la pata (mejor dicho: hundirla), para generar incomodidad, tensión, malos ratos.

Incapaces de llamarse a silencio, le dan rienda suelta a su lengua veloz, inoportuna, peligrosa. Adoran el correveidile, lo practican con malicia, lo gozan. En el medio laboral y en el social se las considera personas no gratas, causan rechazo. Con excepción de que ocupen un lugar de poder. Cuando ocurre, les gusta manipular y desquitarse con sus subordinados que se niegan a la obsecuencia. Les hacen la vida imposible

Semejantes conductas no les salen gratis: viven acosados por cefaleas, molestias gástricas, malhumor.

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Dionisia Fontán, periodista y coach en comunicación.

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