Esta vez se despidió pero siempre vuelve. La figura emblemática de las legendarias tertulias del Di Tella, recrea la atmósfera de aquellos tiempos de ebullición artística e intelectual, en “la Meca” cultural porteña, de Marcelo T. de Alvear 1155, en Buenos Aires.
No es una biblioteca sino un café concert, restaurant, espacio cultural y bar, con ambientación de biblioteca. Allí nos damos cita los amantes de la buena música, de los espectáculos de calidad y de la comida rica. Como noctámbula, en Recoleta, me es difícil no pasar por allí y asomarme a ver qué hay. Entonces, arrimarme, saludar a la querida actriz y cantante Edith Margulis, que es la encargada de este espacio desde el año 2000 y que se autodefine como “la mujer orquesta” ya que, además, escribe y dirige, realiza el vestuario y hasta las escenografías de sus propias obras. Y por si fuera poco, es ingeniera electrónica. Y todavía, le queda tiempo para hacer Relaciones Públicas, invitándote a charlar y a quedarte. Ya está: sos habitué. Así funciona, así es la Biblioteca Café, solo un camino de ida.
Esta vez, Marikena se sacaba la galera y ¿cómo resistirse a la tentación de regresar, por un momento, a marzo del ‘69 y sus memorables “Canciones en informalidad”, en el célebre Instituto Di Tella? Para colmo, dice que se va, aunque siempre vuelve. A ella le pasa lo mismo que a mí, lo que a todos. ¿Quién puede irse de veras de la Biblioteca Café? Allí te encontrás con todos los conocidos, los colegas de los medios, los artistas, los melómanos, los jazzeros, los porteños y los del interior y los del exterior. Entrás y el murmullo en distintas lenguas te hace sentir en Babel pero, a la vez, estás en casa. Te tomás un café, un buen trago o te quedás a cenar rico, casero y con buenos precios.
Y enseguida viene el pianista, Leandro Chiappe y es tan lindo saludarlo porque sabés que, en minutos, va a cortejar tus oídos con bellos acordes y se lo agradecés de antemano con tu sonrisa y con tu ánimo expectante. Y comienza, nomás, con amable maestría a hacer vibrar las teclas de su piano.
Entonces llega Marikena, esplendorosa, con sus rizos definidos, como los del comercial de shampoo y esa galera brillante que una vez le regaló Bergara Leumann en la década del 80 y que viene a ilustrar el primer tema musical de la noche: “El Viejo de la Galera”, del recordado artista plástico pop y surrealista Jorge de la Vega, que también componía música y que integró el movimiento de la nueva canción con Marikena, Nacha Guevara y Jorge Schussheim:
“Hay galeras que aprisionan la sesera y la anquilosan sin dejarla funcionar”, excelente letra para simbolizar los prejuicios que llevamos en la mente.
En palabras de Marikena: “Es una fábula que narra la historia de un hombre que un día se puso una galera y no se la podía sacar. Todo el mundo veía sus esfuerzos desesperados y su cara de angustia. Sin embargo, la verdad era otra porque, en realidad, nuestro hombre no tenía ningún interés en quitarse la galera y sus gestos no eran otra cosa que burdas maniobras de distracción. La galera representa los prejuicios que públicamente decimos condenar pero que, en lo profundo de nosotros, guardamos celosamente. El doble discurso hace que, por un lado, pretendamos cada vez más libertad y, por otro, mantengamos los mismos prejuicios de siempre».
Luego, comienza el juego: “Hagamos de cuenta que estamos en una casa a la que me han invitado a cantar”, dice y pide a alguien de entre el público que saque, al azar, un papel de la galera.
De esta manera, las canciones se van sucediendo. Primero vienen los tangazos “La última curda” (1956), de Aníbal Troilo y Cátulo Castillo y “Atenti pebeta”(1929), de Ciriaco Ortiz y Celedonio Flores. Luego, es el turno de la chanson française con “La vie en rose”, la famosa canción que inmortalizó Edith Piaf en 1946 con música de Louis Gugliemi.
Pero ahora Marikena se pone nostálgica y nos cuenta sobre una canción que tiene mucha historia en su vida, una canción que estuvo diez años prohibida: “Yo la cantaba a escondidas, en el Bar Latino pero recién pude volver a hacerlo de manera oficial, en canal 7, en un cumpleaños de Alicia Moreau de Justo. Se trata de “Libertad, mi amor”, una canción de origen francés cuya versión al español la hizo mi amigo, Alberto Brodeschi que, desgraciadamente, murió muy joven.
“Siempre mi amor… más allá de ese silencio, mi amor, en la voz que grita: ¡Basta!, mi amor!”
Le sigue “Esta mañana llueve”, de Víctor Heredia, “una canción muy característica de los años ’60, de un autor que ha nacido y crecido en esos años, como yo”, dice. Bellísima y triste canción; el siempre vigente “Cambalache”(1934), de Enrique Santos Discépolo; “Esta tarde vi llover”(1967), un Señor Bolero de Armando Manzanero; Amándote, de Jaime Roos y luego, Marikena hace un paréntesis y cuenta que conoció a un chico en la Santería que está a la vuelta de su casa y que ese chico se llama Facundo Sacco y es violinista y toca en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón y está allí, en una mesa de atrás, con su novia y lo invita a subir al escenario.
Facundo es muy joven y elegante, tiene pelito largo y usa traje. Desenfunda su instrumento y, sin mediar palabra, su violín comienza despacito, tímidamente, a entonar “El choclo”. Hasta que su intensidad crece y entonces, se le suma nuestro amigo, el pianista Leandro Chiappe que lo sigue acompasando y se anima Marikena y hasta Edith, “la capitaine”, como me gusta llamarla y todo es fiesta y amistad y disfrute. Todos le pedimos “otra” y se entusiasma con un clásico, que es –sin duda- su elemento: “Saludo de amor”, la hermosa pieza musical compuesta por Edward Elgar en 1888, originalmente escrita para violín y piano, que dedicó a su prometida, Caroline Alice Roberts. “Se la dedico a mi novia, aquí presente”, dice Facundo.
Nos encantó esa sorpresita inesperada. Sobre el final, Marikena nos canta Achidente, de Jorge de la Vega, una de esas canciones que no tienen fin: “Me pasó ayer un ciclista por encima de la cabeza y ahora estoy internada, reponiéndome en el hospital, quisiera estar recuperada para mañana sin falta porque mañana sobre la cabeza dos ciclistas me deben pasar.” Y luego, cuatro y ocho y dieciséis y treinta y dos. “Y ya me imagino, por la cara que están poniendo todos ustedes, que van dándose cuenta de cuántos serán los próximos ciclistas que deberán pasarme sobre la cabeza. Y de cuántas serán las razones por las que sin falta debo mejorar, pero ahora quiero preguntarles: ¿lo saben por deducciones o simplemente por comparación, con su propio caso personal?
Brillante final para un espectáculo que rescata el ánimo de protesta y de incansable práctica artística e intelectual de la década del 60 y parte del 70, hasta el año ’76 en que el Golpe militar empujó a muchos de nuestros artistas e intelectuales a un forzoso exilio.
Me voy de la Biblioteca Café contenta y agradecida. Me voy pero volveré porque, como ya sabemos, nunca nadie de allí se va del todo.
Adriana Muscillo es cofundadora y Directora de Contenidos en Diario de Cultura.