Por María Emilia Casas, especial para DiariodeCultura.com.ar.

De chica, cuando aún las sensaciones no transformadas en palabras afloraban en la piel, me sentí jijijí. Simplemente supe cómo se sentía, y así entonces también supe cómo sonaba. Ji – ji – jí. Tres veces ji. Tres veces a salvo, pequeña y en paz. Ji, segura. Ji, diminuta. Ji, tranquila. En ese momento no tuve dudas de que mi meta sería siempre encontrar jijijís donde sea que estuviera.

Un día en la cama, cuando hacía mucho frío afuera y mamá me tapaba hasta los ojos con mi acolchado gigante, me sentí jijijí.

Otro día de lluvia, cuando nos quedamos con toda la familia adentro jugando juegos de mesa, también me sentí jijijí.

Y cuando papá me ayudó a escribir mi primer cuento.

Y cuando aprendí a bailar como si nadie me viera.

Todos mis jijijí los encontraba, indefectiblemente, en casa. En familia.

Pero un día, se me tambaleó el mundo al enterarme de que si quería salir al mundo tendría que arriesgar más de un jijijí. ¿Qué sería de mi vida a partir de entonces sin mamá cuidándome cuando estuviera enferma? ¿O sin papá cuidando que no me equivocara detrás? No más jijijís para mí. ¿Era el final de mi felicidad?

Me llevó un buen tiempo, hasta que de repente, una noche sola en mi nuevo departamento, con mi gatito al lado y cocinándome mi mejor receta, lo vi. Lo sentí. Ahí estaba. Y dijo “ji, ji, ji”. Me sonrió. Le sonreí. Me abracé. Jijijí estaba ahí para mí.

Y la cuestión es que jijijí siempre había estado en mí. Y siempre lo iba a estar. ¡Claro! ¿Por qué nunca me había dado cuenta? Si, de hecho, había nacido nada más y nada menos que de mi imaginación.

A partir de entonces no dejo de encontrarme con jijijís. Y si no los veo, si no los siento cerca, sé que soy yo la que debe buscarlos. A veces los veo en una persona y se quedan por un rato ahí, en el momento que compartimos, envolviéndome como la manta de mamá. Otras, los encuentro en la música que me lleva caminando por las calles de mi ciudad. O incluso hasta en los paseos en bicicleta, como una brisa pasajera que me saluda de cerca.

Nunca es tarde para volver a emprender la búsqueda de los jijijís. Puede parecer difícil, pero lo cierto es que los jijijís están escondidos en los momentos más sencillos y naturales de la vida. No están en otros/as. No están en objetos, ni mucho menos en dinero. No están afuera. Están adentro. El jijijí es la risa más profunda de la felicidad más sencilla.

Al fin y al cabo, como lo habría dicho un gran amigo… la vida no es más que una sucesión de jijijís.

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María Emilia Casas es estudiante del Profesorado en Inglés – UNLP.

Participó en numerosos talleres de teatro

Página web: epifaniasweb.wordpress.com