Luis Frontera a un año de su partida

En el bellísimo jardín andaluz del Museo de Arte Español Enrique Larreta recordamos a mi entrañable amigo, el inteligente y lúcido periodista y escritor – Por Adriana Muscillo, especial para DiariodeCultura.com.ar.

Fue la querida Ofelia Mabel Perdomo, su fiel compañera de tantos años, quien me honró con la invitación y tuve el gusto de acompañarla, junto a gran parte de su familia: su cuñada Susana Perdomo, dos de sus hijos Javier Frontera y Lau Frontera y tres de sus nietos. Fue en el marco del lanzamiento del número 13 de la revista literaria Ayesha, del colega Alejandro Margulis.

Compartí la mesa con Roberto Guareschi, Irma Verolin, Carlos Elbert y Alejandro Elcoro. Y la profesora china shanghainésa Ma, Jing(马精) presentada por la china taiwanesa Ana Kuo, brindó un recital de pipa, un instrumento de cuerdas similar a un laúd.

Cuando nos conocimos con Luis lloramos los dos. Yo no podía creer todo lo que me contaba que había vivido. Una vez, su hijo Javier, me dijo de Luis que había sido un padre parecido a Edward Bloom, el protagonista de la película El gran pez (Tim Burton, 2003).

Más allá de su inspiradora moraleja, que no viene a cuento, me quedo con la importancia de la narración en esta historia. Es decir, parece ser que –en definitiva- lo que perdura y trasciende de nosotros es mucho más el cuento que nos contamos y que les contamos a los otros de nosotros mismos, que una realidad objetiva.

Entonces, pensé en Luis y en aquel primer relato de su vida que nos hizo llorar a los dos hace años, cuando nos conocimos. Pensé, también, en su último libro, Sagrada Familia (Seix Barral, 2020) que tanta sangre, sudor y lágrimas le costó escribir.

“Adrianita”, me había dicho Luis, recurriendo a esa tierna costumbre tan característica que tenía de llamar a las personas queridas con el diminutivo, como una forma de protegerlas, de apapacharlas todo el tiempo.

“Adrianita, estoy escribiendo el libro de mi vida y la primera en recibir un ejemplar vas a ser vos”. Era marzo de 2020 cuando tomamos té con facturas en su casa, junto a Ofe, para grabar la última entrevista presencial que hice para Revista Ñ antes del estallido feroz de la pandemia que nos mantuvo encerrados por tanto tiempo.

Hablamos del libro, o sea, del intenso y demoledor relato de su vida y, otra vez, lloramos los dos.

Esa fue la última vez que nos vimos, murió el 7 de enero de 2022. Construyó su obra y se rompió.

Cualquiera podría decir de Luis Frontera que fue un escritor y periodista autodidacta, que nació en 1944, que publicó Poemas (1968), Las alucinaciones y el destierro (1978), El país de las mujeres cautivas (1991), Argentina País VIH. Primera Encuesta Nacional sobre sexualidad y prevención del sida (1995). Y su último libro, ese librazo equiparable al Martín Fierro que es Sagrada Familia.

Cualquiera podría decir, también, que -como periodista- ha trabajado en Radio Rivadavia y Radio Nacional y en medios gráficos como El Mundo, Humor y Sex Humor, Panorama y Noticias. También, que fue expositor en diversas universidades y congresos. Y, claro, era columnista de Diario de Cultura.

Pero lo que puedo decir yo de Luis, es que uno tenía la sensación con él de que nada de lo humano le era ajeno. Porque él había desarrollado, a fuerza de pelearla duro y parejo, esa extraña habilidad de arrojar luz allí donde algo dolía. Entonces lo mostraba: “¡Miren, aquí está, esto duele, esto le duele al mundo. Miren. Miren. Miren cómo duele! Ponía luz allí donde ardía, donde estaba oscuro y donde dolía.

Esto me recuerda a aquel poema de Charles Bukowski, llamado «La historia de un duro hijo de puta», donde cuenta que una noche, había llegado a su puerta “mojado, flaco golpeado y aterrado, un gato blanco bizco sin cola”. Él lo había recogido y alimentado y el gato empezaba a amansarse cuando un amigo de Bukowski, sin querer, lo atropella con el auto. “No hay mucho por hacer”, le había dicho el veterinario. El gato tenía la columna vertebral destrozada pero, dice el poeta: “estuvo destrozado antes y, de algún modo, se arregló”. El gato había sido baleado antes, los perdigones estaban aun dentro de su cuerpito y una vez había tenido cola, alguien se la había cortado.

“Me llevé al gato, era un verano caliente, uno de los más calientes en décadas, lo puse en el suelo del baño, le di agua y píldoras, no comió, no tocó el agua, yo sumergía mi dedo y mojaba su boca y le hablaba, no me movía de casa, pasé un montón de tiempo en el baño y hablé con él y lo acaricié suavemente y él me devolvía la mirada con esos ojos bizcos azul pálido y, cuando los días pasaron, hizo su primer movimiento, arrastrándose con sus patas delanteras (las de atrás no funcionarían). Lo hizo hasta su cama, trepó y se dejó caer, fue como el canto de una posible victoria celebrando en ese baño y en la ciudad”, narra Charles Bukowski. Él se sentía identificado con su gato, él también la había pasado mal.

Entonces, después, cuando los periodistas le preguntaban sobre la vida y la literatura y querían saber si su obra había sido influenciada por Céline, él agarraba a su gato bizco, sin dientes, baleado, atropellado, sin cola. Lo esgrimía, lo mostraba y decía: “¡Miren, miren esto! Escribo por cosas como estas, por lo que pasa, por lo que le pasó a este gato”.

Yo creo que Luis Frontera escribía por el gato de Bukowski. Creo que, en medio del dolor, de la tristeza, de la impotencia por tanta injusticia que le tocó sortear en su vida y tanto desamparo, brillaba la luz de su sensibilidad inteligente, la luz de su mirada posada sobre el que sufre; sobre el loco, el desahuciado, el pobre, el infortunado, el leproso, el contrahecho; sobre el marginal y sobre todos los marginales de la tierra.

Dentro del laberinto de una vida difícil, ardua, plagada de adversidades, él tenía esa luz para alumbrar a todo el sufrimiento del mundo y así mostrarlo, sacarlo de la ignominia, nombrarlo, ponerle palabras para que así, acaso – solo acaso- duela menos. Para combatir ese sufrimiento del mundo, usó la pluma como espada, que es la manera que tenemos los que podemos escribir, de exorcizar nuestros demonios.

Por eso y para cerrar, invocaré ahora a Bertolt Brecht para decir: “Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles”.

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@AdrianaMuscillo