Te cuento un cuento: El ofendido, el muerto y el mentiroso

Basado en hechos reales. Por Hernán Diego Moyano, especial para DiariodeCultura.com.ar.

«El resentimiento es como beber veneno y esperar a que la otra persona muera».
San Agustín.
«La muerte para algunos es un castigo, para otros un regalo, y para muchos un favor». Séneca

Nos seguían pasando cosas extrañas e incomprensibles, aunque las negábamos tantas veces como nos ocurrían.

No íbamos a torcer nuestras creencias fácilmente, aunque «Jota Erre», léase James Roberto, gustaba de decir «Yo no creo en brujas, pero que las hay las hay».

«Negar, olvidar, seguir hubiese sido el libro recomendado por Julia Roberts, de haber estado con nosotros» citaba Santiago como dándonos a entender su postura.

Solo por las dudas, me gustaba rezar: «Si Dios está conmigo, nadie contra mí», y con esa frase creaba una burbuja invisible contra todo mal, que la llevábamos para todos lados, porque en esos días, donde iba uno, le seguían los otros dos. El miedo no es tonto.

Cuando estás en tus treintas, con un título universitario encima, creer en brujerías, gualichos, o magias de colores, te quita lo científico. Aunque, la recurrencia de los eventos perforaba a nuestra lógica, como un pájaro carpintero a la corteza de un árbol de papel.

Pasábamos del murmullo de la charla cotidiana, al silencio repentino, a la risa nerviosa, a la gota en la espalda, al culo húmedo, a la sonrisa perdida, a «no puede ser cierto».

Negar, olvidar, seguir.
J.R., era el único de los tres que juraba la experiencia de haber visto espíritus y fantasmas.
Sus relatos del juego de la copa eran bien logrados: cuando te los contaba jamás miraba hacia arriba, ni omitía detalles; su cuerpo simulaba ser el vaso, y utilizaba el piso como el mismísimo tablero de letras; pero aun así y su performance, le decíamos que solo era «un mentiroso» bien leído, y que nos salude a Stephen King de nuestra parte, tan pronto como lo viera escribiendo por Bogotá. «A todo esto algún día debo averiguar si «la pluma del horror» publicó, o no, algún cuento de la huija».
Ya les pasé la fórmula: negar, olvidar, seguir.

El departamento era un pent-house ubicado en el Rincón del Chicó, una cerrada muy bien ubicada en el centro urbano de la ciudad, de impresionante estilo victoriano, con cortinas de moda obsoleta y acabados góticos. Ocupaba el séptimo piso del edificio, y para accederlo se necesitaba una llave especial, que lograba incrustar el elevador dentro de la sala principal. Cuatro habitaciones sin «cristos protectores» rodeaban de forma parcial un pulmón de aire y luz. En la otra ala del departamento; cabía todo lo demás. Había sido rentado a lo que valdría una pequeña vivienda de dos ambientes en una zona humilde de la ciudad, pero el precio nada había sido cuestionado por la empresa que asumía mis gastos, menos les habría de importar que resultara un pedazo de «Transilvania» en Bogotá.

En el “pent-house embrujado” pasaron cosas inexplicables, como si hubiera un ente meando el terreno para expulsar a los ocupantes de su territorio. Mariposas negras en su interior se paseaban aplaudiendo sus alas en la oscuridad. Moscas verdes y larvas blancas brotaban por debajo de las almohadas. Lámparas que lograban apagarse o titilar al azar, sin importar que fueran nuevas o estuvieran quemadas. Pasos tímidos hacían ronda por las noches. Puertas crujiendo sin viento. Denuncias por escándalos cuando el apartamento estaba vacío.

Así las cosas, «Las mil y una noches». Y otra más:
Recuerdo que ese viernes sonámbulo el ambiente parecía velado como un funeral sin cuerpo. Frase que tenía en realidad mucho de literal. Días atrás, las hermanas de Santiago le habían sollozado no saber a qué hora partía el tren, pero que el alma de su padre ya tenía ticket y maleta. Era una cuenta regresiva que se sufría en otro país, pero que hacía eco en mi espacio, que albergaba a un hijo quién decidió no viajar a despedirse, citando los maltratos que sufrió de parte de su progenitor.

Estaba tan ofendido con su padre, que no solo le echaba la culpa de su destierro del hogar, sino también del exilio del país. Solía pensar en voz alta, que era un ser de maldad infinita.
No conocíamos la historia a detalle, ni siquiera nos enseñó fotos del señor, pero sonaba desagradable escucharlo hablar con esa voz de duelo. Y no me refiero a «doler», sino al estar conceptualmente enfrentados a muerte, como en las películas.

Mientras pronunciaba «maldad infinita» comenzó a sonar su celular, lo miró para reconocer el número: —Es de Argentina —dijo Santiago, en lo que escapaba unos metros para hablar en el balcón.

Al otro lado, al mismo tiempo, escuchamos bien claro aterrizar el elevador, abrir sus puertas en la sala, cerrarlas, volver a marchar. Lo cuál era un imposible, el ascensor necesitaba una llave personal para llegar al piso, y nos encontrábamos dentro. Quedamos petrificados…

El diálogo que sigue no se consigue con la voz cortada. Deberíamos sumarle algo de cuerdas vocales:

—¿Estás viendo lo mismo que yo? —le pregunté a J.R., apelando a su veteranía extrasensorial.
—¿Se refiere al anciano encorvado que se dirige hacia la habitación de Santiago? —respondió James Roberto, mientras sacudía su mano derecha con ansiedad.

Para cuando Santiago terminó la llamada, ya sabíamos la noticia. Lo abrazamos en pésame, y le compartimos nuestro estado de shock con las siguientes preguntas:

—¿Tu viejo está en sus ochenta?
—Tenía ochenta y dos —dijo el pibe con el rostro seco.
—¿De esta altura aproximada? —Señaló J.R. con la misma mano de la ansiedad.
—Era un poco más alto antes de envejecer —respondió Santiago sin emoción alguna.
—¿Cabello blanco en los costados, cabeza pelada? —Escaneé la zona paranormal por si volvía el fantasma—. ¿Cara fruncida, mueca de fastidio? ¿Caminado lento? —vacíe el cargador como en un juego de «adivine de quién se trata».
—¿Qué les pasa? ¿Ustedes están bien? —inquirió el Santi, ahora sí, con cierta agitación.
—Nosotros, no. ¿tú estás bien?
—Pues sí, que me llamen «mal hijo», ¡no me importa! —Santiago llevó sus manos a la nuca y aspiró angustia con los caninos apretados—. Pero qué bueno que se murió ese «hijo de mi abuela». —Soltó los brazos, rabia, nunca una lágrima— ¿Y a qué viene este cuestionario de mierda? —Disparó el muchacho con cara de escopeta.
—Perdón, no te enojes, pero me queda una pregunta más… ¿Suele llevar un machete en la mano? —Esa pregunta no la saqué muy sonora, creo que me la tragué junto al aire que no fluía.
Santiago dejó de rebotar las preguntas, cayendo en cuenta del contenido que venía en ellas. Alzó el enfoque por encima de nuestras cabezas, con cara de “me bajó la presión”. Rastrilló el ambiente de lado a lado sin encontrar un gramo de información…nos regresó la mirada y con manos de exclamación, nos gesticuló «qué era lo que estaba pasando».
—Vea, Santiago, usted niegue, olvide como pueda, pero no siga para su habitación, que su «afectuoso» padre vino a despedirlo —dijo J.R., mientras quien escribe reforzaba sus palabras asintiendo con la cabeza.
Lentamente, Santiago se dirigía a su habitación, en lo que nosotros encaramos con ritmo para el ascensor. Cuando llegó el transbordador, el pibe se hallaba congelado a mitad del pasillo, mirando hacia la salida con ojitos borregos.
—No se vayan sin mí.

Negar, olvidar, seguir. Esa noche no hubo duelo.

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«Algún día tendrás la curiosidad del adulto como para leer un cuento sin que te lo pidan en la escuela» … Hernán Diego Moyano. No solo escribo porque me apasiona, escribo porque tiene que ver con todos los que me leen. En este espacio, Made in Lanús, les propongo compartir más que una columna, más que unas líneas, vamos a compartir la imaginación… más allá de sus formas.

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