Te cuento un cuento: Lentes para ver los sueños

Por Hernán Moyano, especial para DiariodeCultura.com.ar.

La isla de Miopesia se infectó del virus de las pesadillas. De la misma forma que Hawai se llenó de volcanes cuando cesó la tormenta de magma que atosigó a tanta montaña.

Nadie tuvo la premonición, no lo vieron venir, ni siquiera en un sueño. Y el problema que estaba azotando a la tercera edad, era justamente ese, ya no tenían sueños. Solo, “pesadillas”.

Muchos de los ancianos que se reunían en la plaza a jugar dominó, ajedrez o cocos chocones, especulaban que el virus tenía que ver con el removimiento arqueológico del galeón “Bufanda de la reina”. El que había encajado entre las piedras más de 3 siglos atrás, en plena temporada de vientos.

Se creía que el desplazamiento del navío, estaba despertando fantasmas que no habían nacido en la isla; almas penantes que intentaban refugiarse entre la mente y las remembranzas de los más maduros para hurgar en sus memorias, y descubrir fotos, videos de recuerdos, rostros familiares o, simplemente, hallar cualquier información que les ayude a determinar su ubicación; data que sus oxidadas brújulas no les facilitaban.

Otros compadres que no creían en fantasmas, solo le echaban la culpa a los años. Tantos años de sueños gordos que, sin dudas, seguirían 7 años de mal dormir.

Lo cierto es que las personas que ven borroso, tienen chance infinita de tener pesadillas, y esto es lo que le ha venido pasando a la isla al tiempo que su población comenzó a envejecer. Todo tiene que ver con el atardecer de los ojos y nada que ver con el amanecer de los fantasmas perdidos.

Don Paco ya no distinguía entre los peones y los alfiles, por lo cual, el tiempo que se tomaba para mover sus fichas se volvió inversamente proporcional a la paciencia de sus rivales.

Para entretenerlos decidió llenar el silencio de historias increíbles que pasaban en su cabeza cuando sus ojos validaban que dormía. Utilizó el tiempo para contar sus pesadillas a todo color. Era un narrador nato, de los que hablan con pausas, que se abren como puertas, que reciben visitas de palabras elegantes, que nunca fueron escritas en las hojas de la nada, que flotan por el aire de los que imaginan.

Las bellas historias comenzaron a atraer más y más público de la tercera edad, que compartían sus propios tormentos desde que el sol salía por un costado de la isla y se metía por el otro. En la medida que el ritual se transformó en rutina, y el público alcanzó a ser casi absoluto, ya no importaba algún entretenimiento que demandara fichas, tableros o cocos.

Cuando todos los ancianos de la isla, se encontraban por las tertulias de las tardes, llegaron a la conclusión que el único que no compartía las reuniones era Don Blas, por lo que organizaron una expedición a su casa, para averiguar si el vecino era inmune a los malos sueños, o simplemente había muerto en soledad.

Las calles eran tan angostas que los longevos debían armar fila india. De haber  existido la toma de altura del dron que logra imágenes sorprendentes, hubiéramos visto un desfile de hormigas platinadas en un vía crucis de bastones.

Cuando Don Blas, una suerte de Da Vinci isleño que preparaba sus propios lentes, fue increpado por el argumento de las alucinaciones, sucedió lo sospechado; resultó ser el único exento a la manada de pesadillas que bombardeaba a Miopesía como lo hiciera el galeón hundido antes de encallar.

Los lentes de Blas, unos culos de botella de Ron blanco con armazón en hoja de palma verde, transformaban la vista borrosa, las manchas y los deformados bultos en imágenes de alta definición, lo cual le evitaba al Da Vinci isleño que sufriera pesadillas como las que padecían los demás, por lo tanto Don Blas, aun viviendo el otoño biológico de su vista, podía disfrutar de los sueños de forma tan nítida, que el tumulto llegó a la conclusión e hizo popular la creencia de que el vecino solitario poseía “lentes mágicos para ver los sueños”.

Y así se corrió la voz. Le encargaron a Don Beto, quién vivía en la parte alta de la isla, que al llegar a casa, gritara el descubrimiento al aire, para que el viento de la tarde llevara la noticia de los lentes a cada rincón del terreno.

El encargo de Don Beto, quién dominaba los vientos como las cometas, llevó esperanza por doquier de un mañana mejor. Mejor dicho, de mañanas con noches mejores. La población afectada hacía lo posible y lo increíble para no caer dormidos. Muchos, en fase odiosa de insomnio tomaban pastillas para no dormir; otros a quienes su religión no les permitía consumir medicinas, optaron por usar fósforos para evitar que se cierren sus ojos.

Otros molieron pepas que crecían en plantas para crear una bebida negra que les ayudaba a estirar la agonía.

Ver a los vecinos ojerosos hasta las rodillas y moverse lánguidamente por cansancio acumulado, cual si fueran zombis sin planchar, asustaba menos que la idea de llevar el cuerpo sin fuerzas, a enfrentar los demonios que aparecían al pernoctar. Ya nadie conjugaba el verbo dormir, y menos en una contienda a ojo cerrado.

Fantasmas, carniceros destripadores, pinzas de cangrejos gigantes, caídas por los acantilados, naufragios en mareas mareantes, tiburones asesinos seriales, abducciones de objetos voladores no identificados, venganzas de mascotas ignoradas, nietos raptados por pájaros de ocho patas, tsunamis en contravía, maremotos en triciclos, hasta el hundimiento de la propia isla, fueron algunos de los malos recuerdos, que compartieron los pobladores en la plaza principal, intercambiándose penumbras unos a otros como si cada historia fuera una carta del tarot de los sueños pesados.

Don Fermín que no sabía nadar, solía verse en la tienda con un salvavidas puesto; temiendo quedar dormido en la fila del pan, y que se lo llevará a rastras un tsunami que no lo diera tiempo a reaccionar.

Don Bautista comenzó la primera campaña de la historia pro animal. Se paraba en un banco con un megáfono, hecho de papel periódico enrollado en cono, a incitar a los isleños a amar a sus perros, gatos, iguanas, etc. para evitar la venganza mortal que les proporcionarían sus animales si solo les alimentaban a pura indiferencia. Hasta las tortugas de agua comenzaron a cenar mejor porque se temía que fueran amigas de los tiburones asesinos seriales.

Doña Pocha, que de haber nacido en Japón, hubiera sido campeona de Sumo; le temía a todas las pesadillas menos a las abducciones. Pensaba sin contarle a nadie que en su caso más bien provocaría aplastamiento por plato volador.

Se pusieron carteles luminosos en el perímetro de los acantilados que decían, “retroceda Ud. Puede estar soñando despierto, pellízquese”.

Blas sonrió, y prometió crear un par de lentes mágicos para cada uno de ellos. Y así fue como el pueblo hacía fila en su puerta con sus botellas y hojas de palma, esperando que el brujo o el mago Blas, les diera la solución a la medida de cada uno de ellos. Para lo cual Blas se valía de una humilde lámina con pocas letras colgadas en la pared, que entre renglón y renglón se hacían más pequeñas, dificultando la distinción y lectura de palabras que no eran tales.

Muchos le llamaron la tabla del conjuro, donde se escondían las palabras mágicas que debería pronunciar el hechicero, para lograr un ocho de vidrio que se cuelga de las orejas y se sostiene con la nariz. En otra época aún más antigua, lo hubieran tildado de magia Negra. Pero Blas que de negro solo tenía lo mulato, prometía acabar con las pesadillas que producían las sombras.

Tiempo después cada habitante de la tercera edad tenía sus propios lentes para ver los sueños. No había uno solo que tuviera una historia oscura para contar, y ya nadie se quitaba los artefactos que los había curado del indeseado virus de las pesadillas, ni siquiera para bañarse.

El reflejo del sol en tanto vidrio, hacía que Miopesía se viera desde el espacio, más luminosa que lo que muchos años después lograra verse las Vegas por las noches.

Comenzaron a escasear las historias fantásticas que se contaban en la plaza, las cartas del tarot de los sueños malos fueron reemplazadas por libros que aún no escribían autores como Julio Verne, pero que prometían continuar con una reciente tradición de tertulia más gregaria que una partida de dominó.

La muerte, que no dejaba de trabajar ni cuando iba de vacaciones a la isla, comenzó a sorprender a los longevos de su lista, con los lentes puestos. La mayoría moría en los brazos de Morfeo con algún libro de testigo, los nuevos tiempos permitían practicar el deporte del dormir, del tal forma que muchos estaban listos para las olimpiadas del sueño eterno.

No había entierro de anciano que no se hiciera con los lentes puestos. Todos aseguraban que eran indispensables para un perpetuo descanso en paz. Fue el mismo Don Beto, el hijo del viento, quien escupió el rumor al aire, que tanta intelectualidad y lectura estaba acabando con el ejército pacífico de la plaza, en una isla que curiosamente quedaba perdida en algún rincón del atlántico.

El rumor lanzado en plena estación de ventolinas, se metió por arriba de las ventanas y por debajo de las puertas de todo caserío. Así fue como las generaciones siguientes maldijeron los libros y prohibieron la continuidad escolar, como vacuna preventiva del mortal virus de la intelectualidad.

En pocos meses desapareció el interés por la lectura de todo tipo. Las generaciones menores dejaron de ir a las bibliotecas por consejo de sus mayores. Los profesionales isleños comenzaron a emigrar y los del continente a rechazar cualquier invitación por más atractiva que fuera.

Las décadas que siguieron desolaron a la isla de cualquier pericia o especialidad, lo que embarcó el destino de los nativos a un naufragio inminente como el sufrido por el galeón español que moraba en la costa.

Poco a poco, el lugar se fue vaciando como lo hace la parte superior de un reloj de arena, lento pero sin pausa; hasta convertirse en una isla fantasma. La isla que solo veía deambular por sus calles a los fantasmas del “Bufanda de la reina”.

Años más tarde, se crearon en el continente distintos mitos de que todo comenzó con un pacto que hizo la muerte con las tiendas que vendían libros usados. Otras versiones aseguraban que el virus de las pesadillas volvió loco a un pueblo que decidió abandonarlo todo antes de morir de insomnio.

Otros cuentan que los arqueólogos despertaron la ira de los muertos y que los fantasmas de “Bufanda de la reina” por fin lograron conquistar la isla.

Nadie sabe, y este será nuestro secreto, que todo empezó con la historia de los lentes que inventé para ver los sueños.

Fin. Don Blas.

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«Algún día tendrás la curiosidad del adulto como para leer un cuento sin que te lo pidan en la escuela» … Hernán Diego Moyano. No solo escribo porque me apasiona, escribo porque tiene que ver con todos los que me leen. En este espacio, Made in Lanús, les propongo compartir más que una columna, más que unas líneas, vamos a compartir la imaginación… más allá de sus formas.

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