Te cuento un cuento: Los observadores

Por Hernán Diego Moyano, especial para DiariodeCultura.com.ar.

Adaptación de Los observadores – de Aspley Cherry Garrad (1886 – 1959)

Los cangrejos de tierra en la isla de Tenaza Oriental son una verdadera alucinación.

Espían desde cada rincón y desde cada roca. Con sus ojos, pacientes y saltones, le siguen los movimientos a uno como diciendo “si por lo menos tropezaras” nosotros haríamos el resto. Así pues, obligan a todo ser terrestre a prestar atención a las pequeñas trampas del camino. Algunos, muy gentiles, se mueven hacia un costado como cediendo el paso; otros muy galantes, hacia atrás, pero más allá de la coreografía bailan con sus pinzas el musical del «Pequeño gran engaño».

No han de ser difíciles de pisar ni deben desconocerlo. Se mueven en células conformadas por cinco integrantes, por lo menos. Se rodean de otras células vecinas, con las que conforman un montoncito mayor. Los montones se codean con otros colindantes, de manera tal, que si uno les tomara una foto, saldrían juntitos todos uno al lado del otro como en manifestación. Apuesto a que sus ojos estoicos no se encandilan con el flash.

La naturaleza parece prometerles, que ningún animal, por más grande que sea, podrá aplastarlos a todos y al tiempo. A la vez, algo entienden de cómo funciona el reparto de inteligencia en cada especie. Confían en que los seres menos perspicaces (o pacientes) confundan sus probabilidades de éxito, y, «¡Zas Zas! ¡Pinzas!… comienza el ciclo de la naturaleza»… el azar sacrifica algunos de los integrantes para que la manada de mirones se eche una panzada.

Funciona de la siguiente manera: en tanto uno de estos bichos se ve agredido, el resto salta en su defensa, y, segundos posteriores, las siguientes células y montoncitos vecinos se suman a completar la vendetta comiendo todo lo que esté a su alcance; incluyendo la carnita del cangrejo sacrificado. Lo sé porque los he visto comerse entre ellos cuando la comida escasea.

Echarse a dormir la siesta en cualquier parte de la isla es un acto kamikaze; o peor aún, porque equivaldría a un suicidio, sin llevarte una sola alma del ejército enemigo. En la mejor de las suertes, quizá un par de cangrejos morirían empachados.

Desde aquí arriba tengo una mirada paleontóloga a todo dar. Con ella distingo seres que supieron tener un comienzo diferente, aunque el mismo final. Algunos supieron ser huevo, otros supieron ser cuadrúpedos, y otros supieron ser navegantes; todos confluidos a la suerte del mismo desenlace. «Conchilia puppis» o, en idioma del cuento, «Cacona de crustáceo».

Aquel cúmulo de esqueletos que alcanzo a divisar, han de ser de dinosaurios. Los imagino perdiendo la batalla y su población día a día. Decidiendo agruparse en la zona alta de la isla como quién se amotina en un fuerte. Tal vez discutiendo que la pendiente de la loma sirva para tomar coraje y velocidad, en caso de una invasión potencial.

También imagino la impotencia de esos atrofiados brazos de reptil en pelea contra infinitas obstinadas tenazas crustáceas; donde los sobrevivientes a dichas masacres se retirarían a morir de inanición, pero no por pellizcados. Soportando la angustia de la inminente extinción, agrupados y resignados. De ahí la conclusión del porque los fósiles descansan todos juntos.

Huesos de cuadrúpedos, distingo a un perro. Un animal que no es originario del paisaje. Este amigo del hombre, otro animal no oriundo, ha llegado seguramente a la isla compartiendo aventuras de vida con su dueño. También, aventuras de muerte. Afirmo que se amaban mucho porque sus esqueletos siguen abrazados. Este hombre habrá intentado abrirse el paso a tiros, pero seguro que las balas no le fueron suficientes. Su arma, su block de notas y el collar del perro me sugieren historias de aventuras pioneras que nunca serán contadas por ellos.

Esta mirada de altura, también me ha enseñado que el ejército rojizo ya ha arrasado con casi todo. La superficie no muestra flora o fauna alguna, que no tenga dos pinzas y cuatro pares de patas. No cabe como excepción mi amigo el tronco, o lo que queda de él, que supo ser árbol muerto en pie.

Por suerte este visitante que tanto les relata tiene dos alas para continuar explorando. Solo debo esperar viento en popa y continuar viaje a la isla de los «Arácnidos Morrocotudos», no sea cosa que la naturaleza me obligue a regresar, y que de este tronco ya no quede nada.

Dicen que las gigantescas arañas morrocotudas tejen unas telas exuberantes. Muero de curiosidad.
Fin.

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Los observadores (Por Aspley Cherry Garrad) (1886 – 1959).
Los cangrejos de tierra, en la isla de Trinidad Sur, son una pesadilla. Lo espían a usted desde cada rincón y desde cada piedra. Con sus ojos muertos y mirones le siguen los pasos, como diciendo: «Si por lo menos te cayeras”, nosotros haríamos el resto». Acostarse y dormir en cualquier parte de la isla, equivaldría al suicidio… Si está de pie, quieto, procuran morderles las botas, mirándolo con fijeza todo el tiempo. Una característica de estos animales que puede enloquecer a un solitario, es que, pocos o muchos, todos los miran a uno… Son amarillos y rojos, y, después de las arañas, parecen las más abominables criaturas en esta tierra de Dios.
Fin

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«Algún día tendrás la curiosidad del adulto como para leer un cuento sin que te lo pidan en la escuela» … Hernán Diego Moyano. No solo escribo porque me apasiona, escribo porque tiene que ver con todos los que me leen. En este espacio, Made in Lanús, les propongo compartir más que una columna, más que unas líneas, vamos a compartir la imaginación… más allá de sus formas.

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