I (El juego)
El juego nos permitía pedir de todo, cual si fueras Aladino, y tú pareja el genio de la lámpara. Habría un solo antojo al cual, el otro no podría negarse o adaptarlo a su conveniencia.
Desde los actos de la escuela, pasando por mis bailantas adolescentes, hasta las juntas, presentaciones y auditorios a los que concurro actualmente, siempre deseé hacer el amor con la mujer más notoria del lugar. Con esa que desea todo el mundo. Sea ella la reina del carnaval, la diva de don Corleone, o la ganadora del US open.
Por lo que mi pedido sonó así: yo no sé de qué te vas a disfrazar pero tenemos que ir a un lugar público, donde primero deberás llamar la atención de todos; para que luego, cuando tengas a los buitres rodeando tu cuerpo, te dejes alcanzar solo por mi vuelo y dejemos a todos de pico abierto con la sangre en el ojo. Quiero que seas la más deseada pero que acabes conmigo.
Esto último sonó como albur.
A cambio, mi mujer solo exigió que mi personaje debía comportarse galante, decidido, y misterioso, cuál si fuera la mejor combinación entre James Bond y Bruce Wayne.
Los consejos de la profesional estaban funcionando y la pareja había comenzado a recuperar el deseo poco a poco. No todo estaba perdido, y en los próximos días, al cumplir los diez años de casados, tomaríamos la decisión adulta de separarnos para siempre o simplemente darnos otra oportunidad.
–No se hable más –dijo Regina, psicóloga de parejas, agregando–, el lugar lo elijo yo; que sea en uno de los pubs del parque de la 93, el sábado a partir de las diez de la noche. De esa forma, ambos tendrán que valorar el riesgo de soltarse sabiendo que la noche los hará libres a ambos, versus el placer de encontrase y que la magia de estar juntos supere cualquier memoria de un encuentro.
–Me encanta –expresó Anabel mientras frotaba sus palmas a la altura de su sonrisa.
–Cuenten conmigo –dije disimulando lo excitado. Yo no sé si tenía sentido lo que dijo Regina pero salí de ahí listo para jugar un partido de béisbol sin necesidad de llevar un bate.
II (Bond… James Wayne) (2×1)
Pedí un auto con la aplicación. Coticé con tiempo, una limusina negra con lustrado británico y un Ferrari rojo que no se parecía al batimóvil pero que se me antojaba… aunque finalmente me pasó a buscar un Ford fiesta con aroma a recién terminada, color beige cuatro puertas; una de ellas, abollada. Digamos que era mi película de poco presupuesto, pero con esta decisión me aseguraba no tener que revelar mi identidad bajo tortura en el potencial caso que la policía estuviera más sobria que yo.
Caminé hasta el centro de la plaza y observé girando sobre mi mismo las cuatro calles que la circundan, buscando el lugar que elegiría el espía internacional. Entré al Pub que anunciaba “hoy Martini 2×1” cuál si fuera una señal. Cuál si el destino o alguien lo hubiera escrito para mí.
Me sentía un James Bond latino, de hecho imaginé que estaba protagonizando una de sus escenas para mejorar el caminado, la mirada y sobre todo la elegancia. Esmoquin y moño negro, camisa blanca, un tirante de cuero cruzado sobre el hombro, colgando cartuchera y arma imaginaria; más como no podía faltar, la pomposa flor roja en el ojal haciendo juego con un Ferrari que nunca contraté.
Deseaba hacerme en un lugar misterioso pero visible, un poco por el personaje, otro poco por no perder el timón de la recreación que nos propuso la terapeuta. La exposición y la curiosidad de los semejantes, podrían hacer que el juego se fuera de control.
Esa noche medía un metro con ochenta y tres centímetros, lucía el reloj más elegante jamás hecho en Suiza. De hecho era una copia made in China; caminaba con paso varonil, abriendo los brazos de mi sex apeal con el mismo encanto que un pavo real abriría sus alas. Un verdadero y real pavo. Mis ojos lucían controlados pero mi mirada de agente, espoleaba el secreto a voces de que Bruce Wayne podría ser Batman. O al menos que el intrépido 007 estaba en Bogotá. Y que los dos, eran Gerardo Fernando Montoya.
–Camarero –Dije con acento británico– un Vasper Martini, mezclado no agitado, con ginebra en lugar de vodka, y una fresa en lugar de la aceituna, ¡ya sabe! Arqueé una ceja y dejé ver mis frontales.
–Ese trago no entra en el 2×1 señor, la promoción es Martini a secas, sin mezclar, sin aceitunas…
–Soy Bond… James Bond –ganando su cara de “a los locos hay que darle la razón”. Volvió con una copa tan elegante que ya no hacía falta la fresa. Prendí un cigarro de costado, en lo que observaba el lugar en trescientos sesenta grados.
Choqué de frente con los ojos de una pelirroja que golpearon mi corazón de tal manera, que juro haber visto como hacía un corazón con el humo que expiraba de sus pulmones. Bien ahí por ese personaje, mi muñeca maldita estaba escalofriantemente irreconocible. Mi Lasie sin bozal, en personaje hasta fumaba.
III (El paisaje y la pelirroja)
De frente, dos jóvenes esforzados manejaban el escenario con poca experiencia. Tocaban canciones comerciales para no poner en juego sus propias creaciones. Ambos debían ser menores de veinticinco años. Flacos y cari bonitos como toda su generación. El guitarrista se veía entusiasmado con su rola, rascaba la viola con la desesperación de quien le pica una mano. Aceleraba el ritmo como si su entrepierna supiera que le ganaban las aguas. Sus pantalones lucían clásicos para una persona que intentaba mostrarse alternativo. El vocalista caminaba las pocas tablas con el estilo de un modelo masculino que le teme al abismo del escenario, o de una reina perdida en ocho baldosas sin alfombra roja. Sus pantalones eran de cuero y a juzgar por cómo le apretaban, el cuero habría sido en vida de un animal más pequeño que él.
Tres mesas a mis espaldas, un séquito de pajarracos jurásicos bailaban haciendo movimientos con pasión de gavilanes. Todos aspirando la atención de una pelirroja, que me gritaba con su mirada “atrápame si puedes”.
Tapaba parcialmente su rostro con un espejo que utilizaba para maquillarse y dejarse entrever aún de espaldas. Podía adivinar que se sentía tan seductora con su peluca de “le femme fatale”, que su pose de coneja no entraría en una sola revista. Tan deseable que las sombras de los lobos aullaban a la luna de miel. Allí estaba seduciendo con su ritual de maquillaje en playa nudista. Sus hombros al aire y su escote exagerado, eran la imagen de una mujer que se deleitaba con su propia sensualidad, muy segura de sí misma.
A su lado, un hombre mayor, de canas mal pintadas y abdominales derretidos, se batía en duelo de apareamiento, tratando de marcar el terreno como macho alfa lomo plateado que ruge en competencia contra el bit del volumen para ahuyentar a la manada.
Ninguna de todas las coreografías parecía interesarle a la pelirroja.
Sus piernas largas se asomaban tímidamente por un costado de la mesa. Las cruzaba de tal forma que por debajo del mueble se alcanzaba a ver que sus medias tejidas en rombos se unían con tirantes a sus bragas diminutas. Su sensualidad perturbaba todas las cabezas. Y sus tacones en punta prometían ser el arma del caos contra el cual, este agente estaría dispuesto a pelear una eternidad por el bien de su propia humanidad.
Un desafiante aroma de naranjo en flor, llenaba el ambiente de avispones a punto de aguijón verde. El detalle de no llevar ningún perfume reconocible me recordó que éramos dos desconocidos.
A unos metros, como sosteniendo la columna principal, se hallaba mal recostado el camarero del Martini. Pantalones negros y camisa blanca, no traje, sin galantería ni etiqueta. Era apenas un pingüino cansado, desteñido y rapado que marcaba el ritmo de la canción con su pie derecho y cara de quien pierde algo, buscando el encuentro de los ojos de la pelirroja como si le hubieran jurado que lo perdido se encontraba ahí. Lo llamé para repetir el trago, y tal como lo pensé, dio una vuelta que no necesitaba para pasar bien cerca de la diva y mirarle los secretos mientras dejaba caer su trapo.
Cuando el calvo abandonó su columna, dejó al descubierto una figura que me impresionó mal. Era un moreno gigante, que tenía por trabajo mantener el orden dentro del sitio; parecía el doble de Mike Tyson, pero no por su parecido, más si por su tamaño. Sus ojos vigías repasaban cada rincón del antro con la precisión de una cámara de seguridad. Sus manos más gruesas que sus labios, cargaban un aparato que emitía un leve ruido de estática. Le leí los labios cuando dijo por el radio a todo su comando: “tienen que venir a ver a esta hembra sentada a las 1200”. Pensé, te voy a llenar el rostro a golpes en cuanto madure este ataque de ira, pero a pesar de que los celos ya me estaban tallando mi increíble Hulk, le saludé inclinando mi cabeza, cuando me descubrió observándolo fijamente. Si algo sabíamos mi instinto y yo, era que no necesitábamos problema alguno con King Kong.
IV (Luz, cámara y acción)
Unos dedos suaves tocaron mi espalda y una voz melosa me preguntó si tenía fuego. Me dio calambre de entrepierna.
Intenté sonreírle a los ojos pero su rostro estaba tan cerca que la peluca rojiza no me dejó verla. Su cabellera no solo se interpuso, sino que además le ofreció una caricia de plumas al cuello. Como un beso que comienza ligero en la nuez y termina escalofriante en la nuca. Quise girar mi rostro para besarla pero su guante de seda detuvo mi perfil, negando cualquier alcance. Escuché un desafiante sonido de ‘Sssh’ en mí oído, seguido por un: ‘no seas tonto’ y me desafió a que la alcance en el baño. Toda la escena transcurrió en español, sin subtítulos, con una voz impropia de cabaret.
¿Anabel? me pregunté mientras deseaba adueñarme de una despampanante imagen que abría paso entre víboras mordiendo sus lenguas y vampiros que igual hubieran chupado sangre con sorbete. Apenas pude contemplarla a medias, menos seguirla por el bloqueo de la barra brava que la reclamaba solo para ellos, como a equipo que sale campeón.
Sí noté que el mesero le quitó la ropa con el poder de una mirada de Kriptón, cual si fuera un Superman de bar.
Mondongo mal tenido dejó caer su baba mientras se mordía los labios inferiores y Tyson soltó por su nariz todo el aire que hasta un segundo atrás, le llamaba su pecho de gallito bravío.
Tuve una convulsión de celos, de esos que te hacen recordar que el maindfulness en el baño es pura mierda, y brinqué de bronca como si mi nalga hubiera encontrado la aguja del pajar. Se suponía que esa mujer había ido solo a mi encuentro y por recomendación terapéutica ¿realmente quería ver a mi hembra deseada por todo el mundo?, ¿qué hacía ese monigote sentándose a su lado? y ¿con qué derecho ese calvo de miércoles miraba lo que no le pertenecía? Los pongo a todos en su sitio, pensaba furioso, mientras hacía ademanes de no me importa cuántos son, mientras vengan de a uno… menos vos, pensaba, el de seguridad. Se vería muy mal que instigues a la violencia cuando tu misión imposible es evitarla.
Saltando como Muhammad Ali, flotando en el ring como mariposa pero picando como abejorro, increpé al veterano que un round atrás compartía su mesa, el camarero se interpuso como referí para separarnos, pero mi furia de peso pesado era tan grande que de un solo golpe el calvo trastabilló dos pasos y arrastró en su caída al panzón que de nada le sirvió agarrarse de la mesa. Conté ocho patas para arriba sumando las cuatro de madera.
La banda dejó de tocar, el guitarrista se orinó encima, el vocalista se fue de culo por el barranco, el orangután dio un salto de pantera negra, me rodeó con sus brazos, y apretándome con la fuerza de un transformer tomó rumbo para la calle. Aún en sus garras, aún en el aire y aún entre sacudidas, vi ingresar en ese mismo momento a mi adora Anabel. Ups.
Su cabello recogido, resaltaba las delicadas facciones de la niña que conocí, camuflando las primeras arrugas de la mujer que comenzaba a serme indiferente; vestía un tapado largo que terminaba apenas por encima de unas rodillas, que pretendían sostener el equilibrio de un paso ensayado sobre tacones nuevos, comprados para mí. Eran cerca de la una am, lo supe porque no pude evitar ver la hora de muerte de mi reloj oriental cuando fallecía contra el piso. Apenas comenzaba un nuevo día. El día D.
La pena no cabía en mi rostro de mil colores, hubiese querido disculparme con todos pero cuando la pelirroja volvió del baño entendí que asomaba un nuevo peligro. Tomé la mano de Anabel y arrastrándola me dí a la fuga como héroe que se roba a la chica buena de Hollywood. Le dije vámonos, este lugar no es para nosotros.
El guitarrista sonriente retomó su música desde la nota en que la había pausado, su compañero incorporado comenzó a aplaudir coreo ‘arriba y abajo’ como diciendo aquí no pasó nada; el monstruo gorila manos de piedra ayudó a levantar al calvo y a don barriga que seguían en el piso hechos un ocho tatuaje infinito, en lo que Batman perdía capa… y espada, del papelón que le hizo pasar al agente 007.
En lo que mi mujer aún en personaje me decía, discúlpeme caballero de la noche… ¿de qué peligro me rescata? la pelirroja encontraba la manera de picarle el ojo a un esmoquin que volteaba para darle la espalda para siempre. Poco le importó que saliera corriendo a la vida del brazo de Anabel. O quizá ese era su plan.
Aún con adrenalina, la pareja festejó la confusión en un motel de la cuadra. Él le pidió a su chica Bond sí quería volver a ser su novia, la esposa le respondió cómplice, que no tenía nada que pensar.
Al día siguiente Anabel llamó a la pelirroja diciendo –Regina, no sé cómo pagarte… a lo que Regina respondió, en efectivo y ya sabes…, cuando te necesitemos…
Minutos después Regina felicitó a su equipo.
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«Algún día tendrás la curiosidad del adulto como para leer un cuento sin que te lo pidan en la escuela» … Hernán Diego Moyano. No solo escribo porque me apasiona, escribo porque tiene que ver con todos los que me leen. En este espacio, Made in Lanús, les propongo compartir más que una columna, más que unas líneas, vamos a compartir la imaginación… más allá de sus formas.
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