Te cuento un cuento: Perpetuado

Por Hernán Diego Moyano, especial para DiariodeCultura.com.ar.

Todos debemos morir. Pero me pregunto ¿Por qué todos?

No cuestiono la muerte, le cuestiono su voracidad insaciable.

En este planeta siempre habrán seres comunes y corrientes, seres valientes y brillantes, y los que estamos por encima de todos.

Toda una humanidad al alcance de la muerte, esperando el inevitable día de su destino. Escondiéndose en las profundidades de un mar filosófico, creídos que la parca solo calmará su ansiedad con los confundidos que flotan en la superficie.

Nuevamente, ¿Todos?, No todos. Estamos “los otros”, que atravesamos dimensiones, decodificando mensajes que flotan en la obscuridad, y que le perseguimos en un juego de cacería mutua. Si todos tenemos un final, ¿Qué es lo que hace inmortal a la reina?

El punto es que nos olfateábamos nuestros culos, como si fuéramos sabuesos opuestos. Esperando vernos cara a cara, para enseñarnos los dientes.

Las apuestas estaban a su favor. Esta maléfica señora, que todo lo devora, históricamente nunca renunció a un bocado. Yo lo sabía, y aunque para ese tiempo no había atrapado mi primer espectro, también sabía, que era el elegido, del que colgaban los cojones que se necesitaban para enfrentarla. Lo cual, en mi especulación, debería ser tan incómodo para ella, como para las casas de apuestas.

Llevaba casi 40 años sosteniendo la persecución, se podría decir que había renunciado a tener una vida como la de todos  los demás, simplemente porque había decidido no morir, a diferencia de cualquier otro.  Pero no morir, no tiene antecedentes, y para lograrlo tenía que hacer historia enfrentando a la misma muerte.

Ese día se venía acercando. Lo soñaba, lo palpaba en el aire, lo veía en las señales del más allá y en las que quedaban más acá, y ese todo misterioso, al que le llamo intuición, me lo confirmaba.

En la dimensión de los sueños, mi caída de la azotea se veía torpe, como el vuelo de un pichón recién nacido intentando escapar de su depredador. Un presagio que se repetía cada vez que recargaba energía, y que no daba más información que un cuerpo peleando contra la gravedad en caída libre. Fortaleciendo lo que muchos opinan… ‘es imposible soñar con tu propia muerte’.

En el mundo de las interpretaciones de las señales despiertas, me encontraba observando un lugar cuál “déjà vu”. Un portal, que auguraba ya haberle atravesado. Donde un olor viciado con alma en descomposición, me envolvió con cien brazos de pulpo, para jalarme del otro lado de mi mapa. Del otro lado de la dimensión conocida.

La paciencia estaba dando su fruto. El punto rojo, en la otra parte, señalaba un lugar desértico y sin latitudes; del cual emergieron de debajo de la tierra, por un lado una cantina sombría, con un gran cartel que te invitaba a beber y por el otro, un edificio vacío con una gran escalera que te invitaba a subir a la azotea.

Estaban separados entre sí por la distancia que recorren 50 pasos de mis piernas cuando corren. Una información que no tendría porque saber.

Vi la fachada de la cantina girar sobre sí misma, con la precisión que tiene un dado para dejar de mostrarte el ‘uno’ y enseñarte el ‘seis’. A posteriori y frente a mis ojos,  una vitrina de otro siglo, se comunicaba a través de desechados cuerpos electrónicos, que jadeaban mi nombre con resonancia metálica.  Eran cinco televisores, de los gordos, en blanco y negro, jorobados por detrás.

Susurros guajes y provocadores, tapados por murmullos poco acústicos, escapaban de ellos, desafiando a los que fuimos aprendidos en sonidos y presencias del más allá.

Había reconocido la fachada por unos viejos recortes de periódico que había estudiado tiempo atrás, cuando los titulares de los tabloides, narrando misteriosas desapariciones, captaban la atención de los que acosábamos pistas poco normales.

A la vitrina de los ruidos amenazantes, jamás la avisté en mi vida. Los cuadrados electrónicos en fila, parecían caniles que habían atrapado bestias, exacerbadas por salir.

En el primero de los aparatos podía ver imágenes de mi pasado inmediato, desde que cuestioné a la muerte hasta lo que he escrito hasta aquí.

El segundo televisor, transmitía en vivo los movimientos de mi cuerpo, figuraba un espejo que tenía como misión absorber mi energía. Nos observamos fijamente, sin el retraso acaso que tendría un mimo que se jactara de ti en la plaza, pero con esa misma burla que penetra las mentes. Cuando la imagen dejó de imitarme, un cuerpo sin rostro, hizo una señal para que lo siguiera.

Rechazando la invitación, me enfrenté al tercero donde pude volver a ver un futuro inmediato. En la proyección de su pantalla puedo ver que estoy huyendo hasta el edificio donde queda la maldita terraza. Pasos que aún no he dado, pero que en la tele, eran perseguidos por una sombra que no era la mía.

El cuarto proyectaba una lluvia intensa, como la que mostraba la televisión abierta cuando finalizaba toda programación. Entre las líneas y el ruido, creí ver a esa entidad, la cual insistía con su llamado.

El quinto muestra mi cuerpo en caída libre, emplumado con un esfuerzo estéril por evitar aterrizar en  una trampa de cinco caniles.

Me enfrenté a la cuarta caja boba, esperando por lo que fuera, con el afán de romper las secuencias que completaban mi destino. Esa caída libre de estrecho final, ese futuro inmediato que no deseaba comenzar a correr.

Me le paré de frente como si el instante de los dientes fuera a comenzar. Me paré altivo, no tan seguro de mí mismo, pero clavado en mis talones con intención de poder aguantar.

La lluvia de la pantalla escampó. Un negro total colmó la escena. Y desde el pupo de su centro, una diminuta imperfección blanca comenzó a crecer hacía mí. <<Viene a asustarme>> pensé, pero <<el miedo es para los niños>> me dije;  por lo que decidí apoyar la palma de mi mano contra la pantalla, pensando en absorberlo, para utilizar esa energía en su contra.

No había espacio en mi cerebro para notar que la luz de mí alrededor fluía hacia la caja, alimentando esa mancha. Mi espíritu seguía ahí porque el órgano de la valentía había inmovilizado cualquier otra voluntad de mi cuerpo.

Pero la figura, que ya se dejaba ver por la cercanía, continuaba aumentando en tamaño y en crueldad, ese rostro antiquísimo no venía a negociar y mi mano todopoderosa comenzaba a sentirse, como un barrilete que promete detener a un huracán.

Me separé de la pantalla tres pasos hacia atrás, empujado por el mismo viento que sopla la maldad. Tres pasos apenas, espacio suficiente para que el ente se comenzara a materializar. La figura  sacó una pierna y un brazo, atravesando el vidrio, en lo que el aparato sintonizaba un susurro nítido que repetía “mátame o libérame”, cada vez más fuerte.

No traía guadaña, ni una risa socarrona, ni una capucha que impidiera ver su rostro. Aunque venía dispuesto a ‘matar o morir’. Y yo no estaba dispuesto a morir. Suspiro después, el órgano de mi valentía dejó de funcionar, mis cojones volvieron a ser unos pequeños testículos y mis piernas comenzaron a correr perseguidas por una sombra, que no era la mía.

Cincuenta pasos más tarde, escalera de por medio y un salto al vacío después, el viejo recorte del tabloide sumaba otra historia, a las misteriosas desapariciones.

Desde entonces, tacho siglos en la prisión de mi mente, saltando como bestia de canil en canil.

Vivo perpetuando, a la espera del siguiente ingenuo, que no perciba que esa cantina es solo otro truco de la muerte. Esa reina que disfruta de tener cautivos, a los infelices que se atrevan a jugar con ella.

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«Algún día tendrás la curiosidad del adulto como para leer un cuento sin que te lo pidan en la escuela» … Hernán Diego Moyano. No solo escribo porque me apasiona, escribo porque tiene que ver con todos los que me leen. En este espacio, Made in Lanús, les propongo compartir más que una columna, más que unas líneas, vamos a compartir la imaginación… más allá de sus formas.

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