Te cuento un cuento: Sin palabras…

Por Hernán Diego Moyano, especial para DiariodeCultura.com.ar.

De pequeño mi padre me enseño que “en boca cerrada no entran moscas”. Mi abuelo “que calladito uno se ve más bonito”. Mi madre que “el hombre es esclavo de las palabras que pronuncia y dueño de las que calla”. La nona pensaba “que si no tienes algo inteligente para decir mejor no rompas el silencio”.

¿Inteligente? El bigote que uso es más grande que mi cerebro de pollo, lo tengo desde los 14 años, cuando el vello me ayudó a tapar la mella de los que nacen boquinches.

Por otro lado mi voz es tan delicada que parezco princesa China; no se me entiende el idioma por lo gangoso, pero sueno tan dócil como para que este rostro de hombre rudo y cuerpo grueso, no hayan sido suficientes para detener las burlas durante los 5 años que duró la escuela guerra. Con efectos de stress post traumático directo al habla.

Al menos la combinación de gran físico y silencio absoluto, se paga bien en los trabajos de guarura. No exagero, soy un gran acomplejado, que calma su trauma vistiendo de negro y callando, al igual que una corbata a la cual su nudo no le permite hablar.

Me temo que de adulto, los consejos y complejos no me sirvieron de mucho con Emilia. Gracias a Dios tenía los dos brazos porque hablaba hasta por los codos. Le encantaba preguntarme: si yo no me expresaba porque todo me valía huevo; porque las cosas me entraban por un oído y me salían por el otro; o acaso por falta de sangre en las venas.

Aprender a callar con la misma paciencia que un monje rompe un record de meditación, hizo además que Emilia confundiera que mis sentimientos eran controlados, pacíficos y blancos.

Creo que Emilia se enamoró de mí por ser todo oído, y creo que se desenamoró por lo cansado que debe ser hablar con las paredes.

Debo reconocer que el sexo que teníamos nunca fue muy ensordecedor. Sentía vergüenza hasta de gemir, por lo que generalmente la rechazaba por cansado, no iba a comenzar a hablar para inventarme un dolor de cabeza, por lo que ponerme a ver la tele me parecía un acto de unión que podíamos compartir.

Mi esposa decía que mi silencio total era más agresivo que los gritos y los puños que le proveía el marido a la vecina de al lado; que a veces desearía que yo le grite o la empuje por las escaleras en vez de eludirla dándole tanta espalda.

Ese vecino nunca me gustó, ni cuando supe de su pasado policial, ni cuando la vi a ella disimular sus golpes con lentes de sol en pleno invierno y mucho menos cuando me enteré que Emilia se estaba cogiendo a ese patán hijo de mil puta. Aunque ya me lo habían contado pero a decir verdad me entró por un oído y me salió por el otro, me valió huevo como quien dice.

Ni siquiera podría culparla por eso, nuestra pareja nunca tuvo su mejor momento, ya estábamos tan cansados el uno con el otro, que entre sus cantaletas y mis silencios, la casa era un eco de groserías, seguido por otro eco de indiferencia total. ¿Para qué fastidiarla con un tema del cual no quería hablar? Y si lo hablaba iba a tener que explicarle: si la perdonaba por amor o por falta del mismo. Y dilucidar eso me quitaría el tiempo que dedico a recortar mi bigote.

Ayer regresé a casa más temprano para romper mi mutismo y proponerle que nos distanciáramos. Pero encontrarlos infraganti y ver el rostro de Emilia magullado a talla-mano, despertó la forma de alejarse que propone la iglesia…” hasta que la muerte nos separe”.

En su declaración el vecino dijo que estaba cansado de oír el agravio que le propiciaba a mi esposa, y que ese día mis gritos de furia le hicieron temer lo peor como para no dudar en intervenir. Emilia confirmó que sufría de violencia familiar desde hacía muchos años, y que si ese gran samaritano no hubiera clavado su puñal por mi espada, de seguro ella ya estaría muerta.

Los sentimientos de Emilia no resultaron, ni controlados, ni pacíficos, ni blancos.

Me pareció muy indigno, me hervía la sangre, me puse a gritar mi inocencia a cada uno de los integrantes del grupo forense que llegó a la escena del crimen, pero ya nadie percibía mi voz porque estaba muerto.

Mis nudillos lucían sanos y debajo de mis uñas no podrían encontrar nada que me incriminara, por lo que paradójicamente mi única esperanza de ser escuchado era que mi cuerpo hablara por mí.

Por suerte morí con la boca cerrada porque de esa forma no entran moscas.

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«Algún día tendrás la curiosidad del adulto como para leer un cuento sin que te lo pidan en la escuela» … Hernán Diego Moyano. No solo escribo porque me apasiona, escribo porque tiene que ver con todos los que me leen. En este espacio, Made in Lanús, les propongo compartir más que una columna, más que unas líneas, vamos a compartir la imaginación… más allá de sus formas.

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