Una de poetas: Pablo Anadón habla sobre Horacio Castillo

Pablo Anadón (Córdoba, 1963) conoció al poeta Horacio Castillo a los 14 años y mantuvo una amistad con él hasta su muerte, en 2010 – Por Amalia Gieschen, especial para DiariodeCultura.com.ar. En la imagen de portada: Horacio Castillo y Pablo Anadón, junto al hermano y la madre de Pablo.

La admiración que no cesa

En 1978 el cordobés Pablo Anadón conoció al poeta platense Horacio Castillo. Anadón tenía 14 años y Castillo, 44. Fue  en el marco del Encuentro Internacional de Poetas que se hace cada año en Villa Dolores, donde creció Anadón.

Castillo ya era amigo de su padre, Alejandro Nicotra. Pasaban largas noches enteras conversando en la casa de Nicotra, como otros amigos suyos que pasaban por ese evento. Anadón recuerda que de niño veía a los poetas  “como unos tipos fenomenales, porque además de asombrarnos con sus palabras, jugaban con nosotros”.

El platense había publicado su primer libro, Descripción, con casi cuarenta años. Ese libro, por supuesto, estaba en la biblioteca de Nicotra, lo mismo que el segundo, Materia acre (1974). Anadón se lo devoró a éste último con apenas 12 ó 13 años.

“Era uno de mis libros preferidos en lo que respecta a la poesía argentina de ese momento. Yo lo consideraba un maestro”, establece.  “Cuando vino al evento, me invitó a comer lengua a la vinagreta frente a la plaza. No recuerdo de qué hablamos, pero sí sé que él sintió mi admiración y que le sorprendió que un adolescente se supiera de memoria poemas suyos”.

Poco tiempo después, cuando ya tenía 15, ganó un premio en Santa Fe para poetas menores de 30 años.  “Le envié ese conjunto breve de poemas galardonados y me respondió con una extensa carta, muy afectuosa,  en la que me comentó que le gustaban. Destacó uno, pero dijo que le parecía que el final era en cierto modo previsible”.

Para Castillo, los finales debían conceder una especie de revelación al lector. El conjunto de textos fue publicado, como parte del premio, bajo el título de Poemas en 1979.  De esos, el que le gustó a Castillo se llama La plaga. La composición vio la luz después de encontrar una gran langosta verde, la invasión del verano, apoyada sobre el rostro de Borges que aparecía en una revista de literatura. Los versos originales decían así:

«Con sus rostros diabólicos / y sus antenas /nos observan /escuchan. / Se introducen / en nuestras casas / y las devoran: / la mesa circular / el pan / la hoja caída / el violín olvidado. / Acechan / desde cada rincón / desde todas las sombras. / Esperan /que nuestros párpados caigan / para saltar sobre nosotros.»

Dieciséis años después, con 31, Anadón recordó las lecciones recibidas, la observación de Castillo, y modificó este poema cuya temática es social porque recoge la experiencia durante la dictadura. Poco común para la edad en la que fue escrito, propio más de la edad en que lo publicó.

En la nueva versión, logró un giro de tuerca no sólo en la forma, sino también en el significado. “Cuando yo hablaba de «rostros diabólicos» había algo que no me convencía, que me hacía ruido”. Le encontró, además, un final inesperado, según la sugerencia de Castillo. El poema quedó así:

«Con sus rostros sin rostro / y sus antenas / nos observan / escuchan./ Se introducen / en nuestras casas / y las devoran: / la mesa circular / el pan / la hoja caída / el violín olvidado. / Acechan / desde cada rincón / desde todas las sombras. / Esperan / que nuestros párpados caigan / para roer al fin / nuestros rostros sin rostro.»

De este primer acercamiento con Castillo, Anadón resalta la actitud discipular e indica que actualmente “se ha perdido en cierta medida este vínculo”. Se apena porque piensa que “las observaciones críticas del maestro ayudan en la formación de un poeta joven”.

A lo largo del tiempo, Anadón y Castillo se siguieron escribiendo, pero la relación fue mutando hacia una amistad.

Las tres facetas de Castillo: el poeta, el traductor y el ensayista.

Castillo no recoge su primer libro en su obra poética reunida, Por un poco más de luz, porque consideraba que ahí no estaba su voz personal.  “Para él, su primer libro fue Materia acre. Y fijate qué interesante, el siguiente libro, Tuerto rey,  lo publica recién en 1982. Luego saca Alaska, pero recién en 1993. Publicó poco, pero  todo bueno”.

Anadón, que es director de la colección Fénix para Ediciones del Copista y ahora para el sello Brujas, terminó convirtiéndose en el editor de su poesía. “Sus últimos libros salieron en la colección Fénix: Los gatos de la acrópolis, Cendra y Mandala. Con ese libro, me decía Horacio, cerró su obra, concluyó lo que tenía para decir”. 

Anadón distingue dos tipos de escrituras en la obra de Castillo. “Por un lado, poemas más epigramáticos y, por el otro, más narrativos. Sobre una línea argumental muy escueta y precisa hay un despliegue de detalles imaginativos, asombrosos, que producen un placer casi sensorial. Sus composiciones eran exactas”.

Las influencias que pueden verse en los libros del maestro, dice,  son dos: “la poesía intelectual, como la de Alberto Girri en nuestro país, y cierta veta surrealista, que en su caso le llega a través de la poesía griega moderna. Son dos vertientes que nacen en las antípodas pero que confluyen en la suya.”

Castillo, además de poeta, fue el mayor traductor de poesía griega moderna en la Argentina. Tradujo a Seferis, Ritsos, Elytis , Kavafis. “Kavafis pudo haber sido una lección importante para Castillo en lo que respecta a usar una historia a modo de estructura. Muy diferente de lo que podía leerse en la poesía de su tiempo.  Esto es visible, por ejemplo, en su poema Hice un hoyo:

Hice un hoyo en la tierra 
y lloré dentro de él; lloré de bruces,
hasta que el llanto llegó al fondo,
hasta que todo se anegó,
hasta que brotó de la profundidad
un tallo que nadie hubo tocado.

Allí, lo personal se transmuta imaginativamente en un pequeño mito. Y, además, aparece otra característica, que es la de tomar una referencia antigua, clásica y transformarla. Esta voluntad clásica tiene que ver con tratar de hacer del poema un objeto autónomo,  es decir, que no esté necesariamente relacionado con su experiencia personal”.

Su poesía tuvo una especie de prestigio secreto, fue y es muy valorado, pero no estuvo en el escenario central de la poesía nacional.

También se lo ha apreciado por su obra ensayística. “El escritor Ricardo Rojas había sido su maestro de joven. Trabajó como secretario suyo. Todo ese conocimiento se vertió en un ensayo sobre Rojas, publicado por la Academia Argentina de Letras, de la que fue miembro, al igual que su hermoso libro de ensayos sobre temas griegos, La luz cicládica.”

Imagen de Horacio Castillo

“Era abogado, se vestía con saco y corbata, el pelo engominado. Cordial y muy  ingenioso para las bromas. Hábil contador de historias. También muy generoso.  Cuando yo iba a Buenos Aires, insistía en pagarme el remís ida y  vuelta hasta La Plata”, rememora Anadón.

Los jóvenes podrán encontrar en Castillo una poesía que conmueve, que provoca epifanías: sus imágenes quedan tatuadas.  Es una poesía que habla del hombre y de situaciones históricas”, concluye.

Anadón suele leerlo en sus clases en la universidad, donde le ha dedicado algunos cursos. “Su poesía, a los estudiantes, al principio les parece difícil, extraña, y les cuesta entrar. Ya adentro, se convierten en devotos”, asegura.

Cuando murió, el 5 de julio de 2010, Anadón estaba en Córdoba. “Sabía de su enfermedad, pero también sabía que estaba sereno, que tenía una gran aceptación por su destino y que sentía que había completado lo que quería hacer”.

https://www.youtube.com/watch?v=7Qv-KrRttuA

TREN DE GANADO

Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Asomados por el tragaluz mirábamos la inmensa llanura.
De pronto un mugido nos traía el recuerdo de Ifigenia
y volviéndonos hacia nuestros hijos los apretábamos contra el pecho.
¿Qué es aquello? El sol. ¿Qué es aquello? Una nube.
Habíamos olvidado el color del mar, el olor de la lluvia.
Los que sabían de estrellas habían olvidado sus nombres
y les dábamos los nombres de nuestros hijos para orientarnos al regreso.
¿Qué es aquello? Un árbol. ¿Qué es aquello? Un río.
Y un canto gregoriano se elevaba a nuestro alrededor,
hablaba por todos los destinados al sacrificio.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
La leche se había agriado en los pechos de las madres,
peinábamos nuestro cabello y se convertía en ceniza.
¿Qué es aquello? Un pájaro. ¿Qué es aquello? Una piedra.
Y bajando la cabeza ocultábamos nuestro rubor,
cortábamos en silencio las uñas de los muertos.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Bebíamos al atardecer el vino de los ciegos,
soñábamos todavía con un bosque de orquídeas.
¿Qué es aquello? Arena. ¿Qué es aquello? Niebla.
Y la vida escapaba como un murciélago entre las sombras
y nos dormíamos con una inusitada mansedumbre en la mirada.
Después nuestros ojos se volvieron como los ojos de las estatuas,
miramos nuestras manos y había desaparecido la línea de la vida,
y desde la estiba se elevó el ronco yambo
gimiendo por ti, por mí, por todos nuestros compañeros.
Sólo quedaron detrás nuestro líneas etruscas,
cantos de cera navegando hacia el sol,
y a nuestro lado siempre tú, piadoso coro,
tú, alma mía, vaca coronada de nardos y violetas.

Horacio Castillo