Cómo Evagrio, un monje del siglo IV, explicó la afición y el hartazgo por las redes sociales

Aveces, al escribir un texto, uno sabe que le va a traer problemas. Pero a veces también, hay problemas que vale la pena tener. Así que, parapetado y esperando el aluvión, es que le doy a la tecla convencido de que mucha gente no va a estar para nada de acuerdo, pero con la certeza de que es un tema interesante para todos. El monje Evagrio Póntico nació en 345

Veamos, entonces.

La tendencia es cada vez mayor. El primer emergente que me llamó la atención fue un posteo de Dignity ( the artist formerly known as Calu Rivero, Prince andá a buscarla al ángulo) que decía:

«Me gusta crear y expresarme libremente. Hace rato que me privo de postear cosas porque no quiero exponer mis ideas y sentimientos a la valoración automática y despersonalizada de un ‘me gusta’ «.

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Y esta semana, tres colegas a los que respeto muchísimo, publicaron en redes sociales lo siguiente:

Ejemplo 1: » Seis meses sin internet en casa. Redescubrí mis discos, mis libros, mis dibujos y salir a caminar porque sí. Se extrañan algunos momentos de desconexión mental mirando Netflix pero no mucho mas. Se lo recomiendo a todos.«

Ejemplo 2: » Hoy desinstalé WhatsApp. S iento que en esta época es necesario más que nunca cuidar nuestra atención y cultivar el silencio para que florezcan nuevamente la capacidad de foco y concentración, perdidas entre tanta interrupción.«

Ejemplo 3: » Estoy para armar un grupo de autoayuda «Adictos-anónimos-a-Twitter-en-el-teléfono». Paso 1: ver video:» (y acto seguido se muestra un video de cómo desinstalar la app de Twitter del teléfono)

En todos los casos hay una percepción de la tecnología si no como peligrosa, al menos como nociva. Y en la declaración de desconexión de lo digital, existe el íntimo convencimiento de que hubo un tiempo pasado donde la vida era más lenta, donde vivíamos en un entorno bucólico y pastoril, donde sentados sobre antiguos troncos y verdes pasturas, rodeados de golondrinas y de ovejitas de níveo pelaje, nos dedicábamos a la dulce percepción del tiempo, la conversación amable y la ponderación entre el bien y el mal sin la interrupción de lo digital.

Cuando explico que esto no es real, que se repite a lo largo de la historia, hay algunas personas que dicen «pero esta vez es distinto, nunca fue tan así». Lamento infligir una herida narcisista, pero amigos míos, no importa cuando lean esto: siempre «nunca fue tan así». Ese ayer nunca existió. Se sufre la terrible nostalgia de un pasado que jamás ocurrió.

Ni tanto ni tan poco

En la edición de diciembre del MIT Technology Review se habla del fenómeno de cómo las cuentas en redes sociales son cada vez más «reales», pero en donde lo «real» es una producción de la realidad. Donde cada vez más gente en TikTok hace playback de canciones en pijama como «si me acabara de levantar y se me ocurrió cantar», cuando en realidad eso es una producción: una pesadilla borgeana de imágenes dentro de espejos donde lo real no es real, sino el simulacro de una realidad, un escenario en el que Baudrillard -filósofo francés que sostenía que la ficción era a veces más real que la realidad- se hubiera divertido de lo lindo.

En inglés existe la expresión «colgarse del candelabro». Se refiere al mayor momento de descontrol de una fiesta. Imaginen entonces, a la sociedad, en plena fiesta loca y «colgada del candelabro» del uso tecnológico. Mientras nos balanceamos de un lado para otro y reímos maníacamente, en una punta tenemos a las redes sociales -especialmente Instagram y TikTok- que nos acercan una verdadera Realidad Aumentada: donde todo el mundo hace lo mismo que nosotros, pero mejor. Comen, pero comida espectacular; viajan en avión en clase business, pero se cansan y aburren; se transforman en sommeliers de crème brûlée y viven -en definitiva- una versión mejorada de una vida normal; una realidad aumentada.

El candelero ahora va a la otra punta, donde tenemos las frases del comienzo: las redes sociales, internet, la tecnología nos manipulan: me «desconecto» y vuelvo a la vida natural y tranquila (ahí podemos discutir un rato largo qué es natural).

En resumen, nos balanceamos locamente entre una posición y la otra. Pero en la medida en la que el impulso va aflojando, la trampa está en pensar que la posición intermedia es la más «moderada», un «justo medio», cuando la verdad es que todavía estamos colgando del candelero y a varios metros del piso. Y mientras se nos cansan los brazos y abajo nuestro empiezan a pasar la aspiradora y recoger los platos rotos, sería bueno preguntarnos cómo llegamos acá y cuál es el numero del SAME.

Tecnología ni buena ni mala, ni neutral

Melvin Kranzberg fue un profesor de historia de la tecnología en el Georgia Institute of Technology y creó algo conocido como las seis leyes de la tecnología. La primera ley es probablemente, la más interesante. Sostiene que: «la tecnología no es buena ni mala, pero tampoco es neutral». Es definitivamente irresponsable -cuando no llanamente ingenuo- creer que las tecnologías aparecen en la sociedad sin ninguna consecuencia o lo que es más ciego aún, creer que solo tendrán consecuencias positivas. Pero de la misma manera en que creer que «todo es bueno» no es muy avispado, es igualmente poco lúcido creer que «todo es malo». Sin embargo, es tentador pensar que «estamos ante un riesgo nunca visto» o como dicen ahora, «atrapados en la era digital». ¿Pero de dónde viene ese miedo?

Melvin Kranzberg en la década de 1960; cuando fundó la Sociedad de la Historia de la Tecnología
Melvin Kranzberg en la década de 1960; cuando fundó la Sociedad de la Historia de la Tecnología Crédito: Gentileza CWRU

El miedo es un mecanismo biológico para llamarnos la atención. Nos daba miedo cuando escuchábamos el gruñido del oso en el bosque, nos da miedo cuando a la medianoche estamos solos en el garage y escuchamos los pasos de alguien más. Nada nos pone más atentos que el miedo. Si prestamos atención a estímulos que percibimos como amenazantes, el emergente es el miedo. Y el miedo hace que, a su vez, prestemos más atención. ¿Se entiende cómo funciona? Miedo y atención se dan la mano y se alimentan mutuamente. Prestamos atención cuando la emoción del miedo está involucrada porque queremos protegernos nosotros y a los que nos rodean.

Herbert Simon, premio Nobel de Economía y creador del concepto de la economía de la atención decía que «en un mundo rico en información, la riqueza de la información significa una escasez de algo más: la escasez de lo que sea que la información consume. la atención de sus destinatarios».

En resumen: no hay mejor manera de llamar la atención que generando temor. Y una cultura del miedo es posible porque, por una cuestión de supervivencia biológica, tenemos vocación de prestar atención a lo que nos asusta. Y el miedo se amplifica cuando se le suma nuestra inhabilidad o la falta de control respecto a una tecnología. Genevieve Bell, durante más de veinte años antropóloga residente de Intel, sostiene que toda tecnología que cambie nuestra forma de relacionarnos con los demás, nuestra relación con las distancias y nuestra relación con el tiempom va a generar miedo. Y pocas cosas afectaron -y afectan- los tres puntos anteriores como internet, las redes sociales y los smartphones.

¿Dónde pongo este miedo?

Evagrio Póntico fue un monje cristiano nacido en el año 345 y el autor de la primera lista de vicios malvados (en su versión eran ocho, luego San Gregorio Magno los dejaría en siete y serían los siete pecados capitales). Los vicios malvados siempre eran provocados por demonios, nunca eran responsabilidad del monje. Por ejemplo, el «demonio del mediodía» atacaba entre las diez de la mañana y las dos de la tarde. Durante esas horas el monje debía trabajar, pero el demonio se lo impedía. Hacía «que el sol parezca avanzar lento e incluso inmóvil y que el día aparente tener cincuenta horas». Luego, el demonio malvado lo hacía sacar la cabeza por la ventana y ver cuánto faltaba para la hora de la cena, lo hacía salir al jardín, al calor del sol y ver si había otros monjes para conversar. Si el monje quería leer, el demonio lo obligaba a frotarse los ojos, mirar la pared, criticar la ortografía del texto, cerrar el libro, colocarlo bajo su cabeza y finalmente el demonio hacía que el monje se durmiera en un sueño liviano. Terrible, el demonio.

Hoy entendemos que el pobre Evagrio no era víctima de diablo que lo hacía dormir, sino que simplemente estaría muy aburrido de su vida monacal. Sin embargo, Evagrio consideraba que no era él quien era culpable, sino el demonio, que conocedor de la debilidad de la carne le hacía mirar por la ventana en lugar de leer.

Instagram está probando ocultar el número de Me gusta que tiene una publicación, para intentar evitar los posteos "gancho" y generar comunicaciones más genuinas
Instagram está probando ocultar el número de Me gusta que tiene una publicación, para intentar evitar los posteos «gancho» y generar comunicaciones más genuinas Crédito: Shutterstock

Reemplacemos los demonios que vienen «de afuera» (por cierto, los demonios tomaban la forma de cuerpos desnudos, comida o todo aquello que tentara al monje en cuestión) por Google, Amazon, Apple y Facebook y la ecuación es la misma. No somos nosotros quienes nos equivocamos, son las grandes empresas las que nos tientan. Y así es que se nombra al Laboratorio de Tecnología Persuasiva de la Universidad de Stanford como un lugar donde «trabajan para ver cómo usar las páginas webs y las aplicaciones móviles que utilizamos para manipular lo que pensamos y lo que hacemos» cuando en realidad -según explican en su propio sitio web- desde el año 1997, están enseñando y advirtiendo la importancia, tanto en la universidad como en la industria, del uso de la ética en la tecnología persuasiva.

Siempre el miedo llama más la atención. Nos resulta mucho más reconfortante y tranquilizador recostarnos en el miedo que imagina un laboratorio lleno de demonios malvados (¿serán los mismos de monje Evagrio?), que mientras ríen perversos conjuran nuevas formas de atraparnos con videos de cachorros de panda que estornudan, que admitir que no son las redes sociales las que nos manipulan, sino que somos nosotros mismos quienes las consumimos por nuestra propia voluntad. No hacen falta demonios. Nos arreglamos solos. Nos tenemos que hacer cargo.

Recordemos que, de todas formas, toda tecnología tiene consecuencias. El motor a vapor generó niveles de contaminación desconocidos hasta ese momento, la radio permitió la propaganda que instaló ideas como el nazismo, la electricidad hizo que estuviéramos despiertos por la noche y durmiéramos menos, y el fuego y el hacha nos permitieron cazar y protegernos de las fieras, pero también asesinar a nuestros enemigos y prender fuego a sus aldeas. El cambio tecnológico siempre trae aparejado un cambio en las relaciones de poder, en el control del capital, en las habilidades y el conocimiento que -en mayor o menor medida- es mezclado y repartido de nuevo de maneras que siempre nos resultan difíciles de imaginar (de hecho, seguimos esperando los autos voladores).

La promesa del refugio en un pasado hipotético, donde la atención no era escasa, donde no sufríamos de «mucha información» (Diderot, el creador de la primera enciclopedia, ya se quejaba de estar abrumado en 1755 sosteniendo que «mientras los siglos continúan desarrollándose, el número de libros crecerá continuamente, y uno puede predecir que llegará un momento en que va a ser casi tan difícil de aprender cualquier cosa de los libros que a partir del estudio directo de todo el universo»), una época donde teníamos todo el tiempo del mundo, es un argumento falaz. Tan falaz como los supuestos beneficios de la desconexión digital, que paradójicamente nunca es un acto privado, sino que es comunicada en redes sociales.

Luchar contra los molinos de viento

La verdadera batalla, entonces, es con nosotros mismos. La persona que solo habla de fútbol, el filatelista que no sale de su desván, las personas que solo leen y no interactúan con los demás. la batalla es con el exceso. No importa cuál sea. Pero es difícil que alguien anuncie en redes sociales: «desde que dejé de seguir a Independiente todos los domingos, he recuperado mi placer por la lectura, la caligrafía y he vuelto a cosechar rosa mosqueta» u «Hoy cerré el capot de mi Fiat 600 y no voy a trabajar más en su mecánica. Me dedicaré a la lectura de Proust y a la composición de sonetos endecasílabos».

Molinos de viento medievales en Toledo, España; son contra los que luchó Don Quijote, confundiéndolos con gigantes
Molinos de viento medievales en Toledo, España; son contra los que luchó Don Quijote, confundiéndolos con gigantes Crédito: Shutterstock

En resumen: los demonios nunca están afuera, siempre están dentro de uno. Pero siempre va a generar más atención -y en definitiva, más miedo-, imaginarlos escondidos entre las teclas, mouse y pantallas de nuestros teléfonos, dispuestos a absorbernos el alma y arrancarnos la voluntad.

Claro está que al pensar en soltarnos de las garras de los coleccionistas o de Instagram también hablamos de luchar contra dos molinos de viento que son diferentes: mientras en el primero las aspas vienen «de afuera» (el gol del equipo del alma o el final de temporada de la serie que sí o sí tenemos que ver), las aspas del segundo vienen «de adentro» y cuesta más esquivarlas ( ¿me pusieron «me gusta»?, ¿seré un influencer? o la pregunta verdadera y final: ¿me quieren?).

En el 2005, cuando el e-mail era la tecnología de comunicación imperante, CNN publicó alegremente un titular que decía: «Los e-mails afectan negativamente el coeficiente intelectual más que la marihuana» citando un estudio del doctor Glenn Wilson, psiquiatra del King’s College de la Universidad de Londres. Bastan unos pocos clics para encontrar un documento del pobre doctor Wilson explicando con hartazgo «este estudio fue mal presentado por los medios. la comparación con los efectos de la marihuana y la falta de sueño fueron hechos con estudios previos y no fueron realizados por mi».

Tarde piaste: cuando mi mujer me pregunte por qué me olvido de las cosas, voy a decirle que es por culpa de los mails, que soy solo una víctima más de la manipulación digital.

Es eso o un demonio, que ella elija.

Fuente: Juan Ramiro Fernández, La Nación