Gamers: una generación de chicos que sueñan con ser profesionales

Muchos se entrenan para ser campeones de videojuegos; el caso de Thiago Lapp, que ganó US$900.000, impulsa la tendencia.

Son las 22.30 y antes de empezar el segundo entrenamiento del día, Tomás Roda intercambia unas palabras con su equipo. «¡A no subestimar ninguna victoria!», arenga. El partido empieza y la acción es frenética: no hay pelotas, ni arcos, ni raquetas, sino granadas y grandes explosiones. Pero claro, no son reales, porque Roda y sus compañeros se entrenan en Call of Duty (CoD), un videojuego de disparos en primera persona para la consola PlayStation 4, en el que dos equipos de cinco integrantes se enfrentan hasta «aniquilarse».

Juegan por Internet, cada uno desde su casa, y para comunicarse usan auriculares con micrófono. «¡Hay dos, hay dos!», grita un compañero pidiendo ayuda, antes de caer bajo el fuego enemigo. La partida durará diez minutos y terminará en una derrota, pero después habrá otras, hasta la medianoche, cuando el entrenamiento finalice.

A los 16 años, Roda es un atleta digital profesional: se ejercita a diario, viaja para competir con los mejores del mundo, y tiene a su alrededor managers y sponsors que lo ayudan a desarrollarse.

Muchos chicos argentinos, que mañana celebrarán su día, sueñan con convertir su pasión por los videojuegos en un trabajo y ahora tienen la prueba de que es posible: el 28 pasado, Thiago Lapp, un tigrense de 13 años, alcanzó el quinto puesto en el primer mundial del juego Fortnite, disputado en Nueva York, y obtuvo 900.000 dólares de premio. «Es la zona ganadora», dice con picardía Tomás, que también vive en Tigre.

Ser profesional lleva tiempo, esfuerzo y disciplina. «Yo arranqué como cualquiera, jugando partidas públicas de CoD. El juego me encantaba, hice un grupo de amigos y ahí armé mi primer equipo», cuenta Roda.

A medida que subió en el ranking, se abrieron las puertas de los torneos. En 2017 compitió en Chile y este año en Brasil, donde fue campeón.Hace dos semanas, ingresó a Virtue, un equipo brasileño de Call of Duty en el que por primera vez cobrará un sueldo, de 1500 reales al mes (unos $21.000). Practica en su casa de lunes a jueves, después del colegio: de 19.30 a 21 y de 22 a 24, y los fines de semana los tiene libres.

Un entrenador sigue las partidas en línea y lo ayuda a mejorar. «Él mira y anota y después repasamos los errores. Nos dice qué mapa jugar contra tal equipo y así», explica. En el equipo anterior también había un psicólogo deportivo.

«Al principio, no nos gustaba que esté tanto con la Play. No medíamos que lo estaba haciendo de forma profesional. Cuando empezó a viajar, conocimos a los dueños de los equipos y a los padres de sus compañeros. Ahí entendimos y la familia se integró al juego -dice Enriqueta Marín, madre de Roda-. Es algo novedoso y estamos presentes, porque, si no, te quedás atrás: el contrato se refiere al chico como ‘el atleta’. Es muy loco».

Preocupación

La familia de Roda lo apoya, con la condición de que no descuide el colegio y siga también una carrera universitaria.Que los videojuegos puedan ser la actividad profesional de sus hijos es una idea que provoca dudas entre muchos padres. Roxana Morduchowicz, doctora en comunicación y autora del libro Los chicos y las pantallasseñala: «Los adultos tienen una mirada de preocupación sobre las tecnologías. Es histórico y lógico, pero no tiene que haber rechazo y condena porque eso los deja afuera. Y las pantallas llegaron para quedarse». Tanto los videojuegos como las redes sociales, señala la especialista, les permiten a los chicos conectar con sus pares y desarrollar habilidades. La clave es que no todo pase por la pantalla y haya una «diversificación de los bienes culturales». Y sobre todo, diálogo y acompañamiento: «En vez de preguntar qué hacen los videojuegos con los chicos, la pregunta debería ser: ¿qué hacen los chicos con los videojuegos?».

La pasión gamerempieza temprano. Franz Bernhard Zinkgraf tiene 10 años, es fanático del Fortnite y aspira a ser profesional. «Me gustaría ir mejorando, ganar plata y tener fans», cuenta y recuerda que siguió en vivo la final de Thiago Lapp. Si no llega a consagrarse como jugador, Franz se imagina como un arquitecto. Lo curioso, aporta su madre, Cecilia Zinkgraf, es que eso también vino de los juegos: «Era muy bueno en el Minecraft. Le gustaba mucho hacer casas y un día me contó que le encantaría diseñarlas. Yo le dije: ‘Eso se llama arquitectura’».

Aprendizaje

Franz entrena entre dos y tres horas por día, sabe de memoria los nombres de los mejores de Fornite del mundo y mira sus videos para copiarlos. «Voy aprendiendo técnicas de otros. Hace un año era malísimo, pero ahora soy bastante bueno. Estuve en la liga de aspirantes, a punto de pasar a la liga de campeones, pero cambió la temporada y tuve que empezar de vuelta. Me va a ir bien, me tengo fe», dice. Aunque todavía es muy chico, así es como comienzan los mejores.»El desarrollo empieza en la consola de cada uno. La brecha generacional impide ver los juegos como un deporte convencional y que quizás un chico pueda desarrollarse en lo que le gusta», señala Nicolás Honeker, secretario general de la Asociación de Deportes Electrónicos y Videojuegos de Argentina (DEVA). Nacida en 2017, es una ONG que promociona la profesionalización de la actividad.

Honeker explica que cada vez reciben más consultas: «Los e-sports son una nueva forma de hacer negocios porque a diferencia del deporte convencional, el dueño del juego te invita a jugar e involucrarte. Cuando los jugadores empiezan a subir de nivel llegan a un estadio en el que les piden que para seguir entren a un equipo. Ahí es cuando empiezan a entrenar».

A Tomás le costó tres años ser campeón continental. Su próximo objetivo es, si habilitan el acceso a los latinoamericanos, jugar el mundial en los Estados Unidos. El campeón de 2018 se llevó 600.000 dólares. Sus consejos para los que comienzan son: «Que tengan buena mentalidad, traten de reconocer sus errores y se lleven bien con sus compañeros. Yo empecé siendo malo, como cualquiera, me fui ganando mi puesto y así llegué a donde estoy ahora».

Fuente: Federico Acosta Rainis – La Nación