Olvídate de la avocado toast y las uñas perfectas, los colores pastel y las tomas posadas, el exceso y lo lujoso, incluso de las fotos bien tomadas. Como indican las estadísticas y el análisis de nuevas tendencias desde dentro de las propias oficinas de Instagram, esta estética que floreció en los últimos dos o tres años, capitalizada por los influencers, ya no resuena más. Especialmente ante públicos más jóvenes como la Gen Z, quienes como detalla un nota reciente de la revista The Atlantic sobre esta «nueva estética» hasta hacen esfuerzos por sacar peores fotos («Ya no es cool hacer algo producido», dice una quinceañera en la nota). Y si las cuentas de teens con miles de followers como Joana Ceddia (@ewww_its_joana) y Emma Chamberlain (@emmachamberlain) muestran algo, es que cuanto más descuidada o desprolija la imagen, más likes.
Mientras que los millennials introdujeron la edición y «postprodu» de las fotos, incorporaron la GoPro y los drones, privilegiaron la alta calidad y los feeds curados, los más chicos sacan directamente desde el celular, no retocan y no se preocupan tanto por la composición final o por subir dos veces la misma foto -un sacrilegio en esta red para los más grandes-. Si hasta apps de edición de imagen como Huji Cam se han vuelto furor, no sólo por reproducir la estética analógica sino por el grano y ruido que le dan a las fotos. Volvieron los selfies -considerados de poco gusto en algún momento- y la nueva regla pareciera ser no pienses mucho, solo subilo. «Estamos tratando de mostrar personas reales haciendo cosas cool como una persona real, no crear alguien que no seas vos», explica Reese Blutstein, una influencer adolescente con más 200k de seguidores en la misma nota.
Ahora, vale la pena detenerse en esta supuesta naturalidad, ¿acaso sirven de algo los posteos más reales? ¿O son solo otra treta publicitaria para no perder adeptos y aggiornarse? ¿Cuánto tiempo falta para que las marcas y marketers se adueñen de esta estética, si no lo han hecho ya?
Menos ensayo, más sinceridad
Siguiendo un poco la cronología de la red y el contexto cultural, los llamados getting real moments (posteos verdaderos) comenzaron a aparecer conforme la estética perfeccionista comenzó a volverse asfixiante para muchos, y de la mano de distintos movimientos internacionales como el #positivebodymovement, la exposición del photoshop en las imágenes de las revistas y publicidades, e inclusive, junto a cuentas críticas o de hackeo como la local @mujeresquenofuerontapa.
Así si bien esta clase de posteos sinceros varían en sustancia y estilo, para muchas celebridades se volvieron formas de catarsis pública, y en el último tiempo es mucho más corriente encontrar figuras que optan por contar experiencias de ansiedad, depresión o simplemente revelar el antes y después de tomas glamorosas. ¿Otra tendencia dentro de este juego de espejos rotos? Las fitness bloggers y healthy instagrammers que afuera están empezando a revelar cómo con ilusiones ópticas (tomas desde ciertos ángulos) y edición de por medio se trucan imágenes del cuerpo. Por algo los hashtags más citados son #nomakeup, #nofilter, #bodyimage, y por supuesto los hilarantes «Instagram vs. Reality» memes.
De este modo los memes de ficción vs. realidad que circulaban con éxito en la web ahora parecen haber copado el lenguaje de la red más estética y glam, aunque un poco más pulidos claro, para transformar las tendencias en contenidos para siempre. Según las autoridades en la materia todos están tratando de ser más auténticos, escribir textos más largos y básicamente alternar con otras formas de contenido, dentro y fuera de la plataforma. A los servicios que compiten con IG como Tik Tok, YouTube y Snapchat, ahora también hay que sumarle otros espacios que pelean por la escasa atención de la audiencia en la propia plataforma: stories, IGTV, GIF y video clips.
Además del cansancio experiencial, ya que la gente está cansada de ver siempre lo mismo… Una pared pastel saturada y un feed cuidadosamente curado que servía para atraer visualmente o resultaba inesperado en 2017, hoy ya es considerado demodé. Sobre todo para los más chicos, que han crecido viendo estas cosas y que democratización de las herramientas digitales mediante ya manejan a la perfección estos códigos estéticos y técnicos que no representan un desafío.
Como muchos consultores estratégicos declaran, el péndulo cultural está cambiando y es tiempo de dejar esta era del influencer overload (saturación del influencer) atrás. Al fin y al cabo, ¿cuántas más fotos tomadas en el #MuseosDelSelfie (/www.instagram.com/themuseumofselfies) o dentro de la pileta del Malba nos interesa ver?
Por otro lado resulta más que adecuado en este escenario preguntarse por el impacto psicológico y emocional de las redes -sabidas generadoras de ansiedad y dependencia-. «Cuando reviso posts viejos casi envidio mi vida como si fuera la de alguien más, pero luego recuerdo todo lo que sucedía entre foto y foto fuera de cámara», cuenta descarnadamente la ex editora de la revista de culto Rookie y ex-fashion influencer devenida en actriz Tavi Gevinson, quien hace algunas semanas contó en un ensayo cómo Instagram ha moldeado su persona desde la adolescencia a la adultez.
En este sentido Gevinson es solo la última de una larga camada de influencers y artistas en confesar lo psicológica y emocionalmente agotador que es mantener una imagen online -cuando el axioma es todo pasa por las RRSS, o no existe- y la disociación personal y frustración que esto genera. Desde una Demi Lovato mostrando orgullosa su celulitis -en más de una story se compartió como símbolo de reivindicación femenina-, a actrices y modelos admitiendo trastornos de alimentación o ansiedad, pareciera que la estética de la felicidad y el éxito que se transmitía en continuo no solo es cada vez es más difícil de sostener, sino que ya no funciona de la misma manera. Sin ir más lejos, localmente y con motivo del Día Mundial de la Salud Mental y usando el hashtag #WorldHealthDay, la actriz argentina Carla Quevedo se refirió a sus trastornos de ansiedad y de depresión.
«Trato de imaginar un escenario alternativo donde recorro tierras libres de IG, no alcanzadas por el algoritmo, pero no puedo imaginarme cómo es esa persona por dentro». Así se lamentaba Tavi Gevinson en su ensayo. No hay que ser famoso como ella o tener miles de seguidores para sentir el peso abrumador -y a largo plazo- que el agujero negro de las redes está creando en nuestra psiquis (¿será por eso que, irónicamente, hoy #mentalhealth es una de las etiquetas más populares?). Aunque como advierte la periodista Carrie Battan en un artículo del New Yorker, también lo que se ve mucho es que lo que sobreviene a estos posteos candorosos y honestos suelen ser anuncios de nuevas alianzas, sponsors o expansiones de la propia marca. Después de agradecer y conmiserarse, viene la venta. La honestidad como otra treta aspiracional, después de todo, no podemos olvidarnos de que una plataforma como IG se mantiene cada vez más de publicidad y ventas.
Algunas preguntas
Sin embargo, en este escenario ya naturalizado surgen algunos interrogantes válidos que más allá de los giros publicitarios ensayados nos obligan a pensar: ¿cuál es el impacto a largo plazo que las redes están causando en nosotros? ¿Cómo se acopla la autopromoción constante con los mandatos creativos y productivos de la modernidad? ¿Acaso aplica el «cuando no sepas cuál es el producto, es probable que seas vos»? Algunos parecen estar intentando responderse, o al menos, dejar de lado los reflectores por un rato para mostrar otras cosas. El tiempo y la evolución de la cultura en la web dirá si era sólo una moda más.
Fuente: Laura Marajofsky, La Nación