Menonitas siglo XXI: cómo viven los miembros de la colonia más moderna del país

En los tiempos de Internet esta pacífica comunidad sigue anclada en un mundo de otra época. Aquí, un retrato de su vida en una colonia ubicada al sur de la provincia de La Pampa

Jacobo trabaja en la maderera de Cornelio. Jacobo no habla con nadie. No habla español y de ahí podría venir su silencio. Pero no. Ni con su jefe en alemán bajo habla. Reduce el trato al mínimo: «Hola, chau, buen día, buenas tardes, buenas noches, sí, no, gracias.» Jacobo agujerea 2000 varillas de madera por jornada en un sistema con varias mechas que taladran a la vez. Cornelio, su jefe, inventó el sistema. Jacobo trabaja de lunes a sábado de 8.15 a 12 en punto. Ni un minuto más ni un minuto menos. Las 12. La rectitud es religión para Jacobo. De ahí se va a comer a su casa, se va en el mismo silencio con el que llegó. No habla con nadie, ni con los menonitas de la colonia habla. Vuelve a las 13 y trabaja hasta las 16 y a esa hora para y toma unos mates. Vuelve a las varillas. Es él y la máquina, y las maderas. Su universo es eso. Trabaja y trabaja. Agujerea y agujerea. Las va apilando en filas de veinte una al lado de la otra. Las 19 en punto son las 19 en punto. Deja la última madera que agujereó y chau, no hay vuelta atrás, la decisión es irreversible, y entonces se va a su casa como buen cristiano que es.

«Jacobo, saludá a la gente, si te saludan, saludalos. No digas nada si querés, pero saludalos», le dice Cornelio, y Jacobo, con su más de metro ochenta, con su gorrita y su jardinero y sus brazos largos, afirma, siempre afirma, y vuelve a la máquina a agujerear varillas. Acaso Jacobo ilustre a grosso modo el día a día de un menonita. Una vida repleta de silencio y trabajo y sacrificio, carente de lujos y comodidades. Pero de gorrita y jardinero, siempre de gorrita y jardinero.

Génesis

Llegaron en silencio. Un puñado de familias, eran. Los recibieron vientos y soles furiosos, noches frías como la muerte. Como si eso fuera la bienvenida para ellos, como si realmente estuvieran esperando toda esa escarcha o esos rayos que literalmente rajaban la tierra. Llegaron y cercaron sus campos de alambre y esperanza. Sur de la provincia de La Pampa, 1986. El año que se apagó Borges y se encendió Maradona. Y ahora se apagaban sus pasados en México y se encendían sus presentes en la Argentina. Los menonitas llegaban para asentarse en el sur de la provincia de La Pampa. Habían comprado unos campos y ahora llegaban allí para asentarse con sus costumbres aferradas a la fe y al sacrificio.

Y como la primera semilla que plantaron en esas tierras que prometían, ellos también fueron creciendo. Hoy son 9 campos –así se llama a las microcomunidades que dividen el territorio menonita– que alojan a los más de 1200 habitantes que han emigrado de las colonias que hay en México y Bolivia. Para llegar a los campos menonitas uno tiene que pasar por la modesta localidad pampeana de Guatraché. De ahí son más de 30 kilómetros, en los que 10 son de ruta asfaltada y los 20 restantes son de tierra y piedras y polvo, un camino sitiado por el olvido donde uno siente que se dirige a la nada misma, porque cuando vamos en la camioneta que nos lleva al lugar, nos cruzamos con un pueblo fantasma: un paraje rural que tiene una escuela y una comisaría abandonadas, una estación de trenes a la que nunca más llegará ninguna formación, y sí, sólo una casa habitada, una para todo el pueblo, con una pareja de viejitos que viven entre las gallinas y unas vacas y ovejas. Pero acaso ellos también son parte de ese espejismo de pueblo.

En el camino de tierra hay piedras del tamaño necesario para romper el chasis de cualquier camioneta o auto, por eso hay que ir esquivando con cuidado. Aves carroñeras en caldenes espinados escoltan nuestro paso. Llegar a ellos requiere cierto sacrificio, como si en definitiva el camino fuera un camino de preparación, un prólogo que servirá para entender todo eso que viene más adelante: la colonia menonita.

Organización

Ley. El obispo de la iglesia es la autoridad máxima en los 9 campos que dividen a la colonia menonita. De él dependen 7 ministros. La palabra del obispo es ley. «Si yo sigo usando las ruedas de goma, el obispo me va a castigar. Porque todos los vehículos acá tienen que usar ruedas de acero para que no puedan ir más rápido que un caballo. Y yo no las uso, tengo el tractor este con ruedas de goma, pero ya mandé a hacer las de metal para evitarme el castigo», dice Cornelio. La forma de castigo impuesta por el obispo apela a la condena social dentro de la colonia: «Te separan de tu familia. No de tu familia directa, sino de tus parientes. No pueden venir a visitarte tus primos, hermanos, tíos, nadie; mucho menos los amigos». Los 7 ministros son los que controlan y mantienen el orden de la comunidad. Son elegidos por el pueblo, que los vota sin que nadie se postule. No hay forma de renunciar al mandato. Los ministros y el obispo no cobran, pero tampoco pagan impuestos ni la cuota escolar de sus hijos.

Religión. Cristiana; descendientes del movimiento anabaptista. Una rama en la que el bautismo se realiza a los 18 años y donde el bautizado es plenamente consciente de la acción y la decisión que va a tomar para toda su vida. Siguen la palabra de Dios como el camino de la rectitud y el trabajo, y la renuncia a los placeres y comodidades. Todo lo que es un vicio es pecado. Todo lo que es comodidad es pecado. Sólo vale el esfuerzo y la tenacidad, el trabajar de sol a sol, porque claro, no utilizan la electricidad salvo para labores de trabajo. Tienen 3 feriados al año: Pascuas, Navidad, Año Nuevo. El resto es trabajo y dedicación, e ir a misa todos los domingos.

Idioma. Entre ellos hablan el alemán bajo, una lengua casi extinta. Sólo los varones mayores saben hablar el español.

Arquitectura. Conservan un mismo estilo: techos de chapa, chimenea de ladrillos, revoque de cemento pintado de gris o verde o azul. Las ventanas: de la mitad para arriba una lona verde, de la mitad para abajo una lona blanca. Si en la parte blanca hay un triángulo de tela abierta, el cual permite ver el interior de la vivienda, es aviso de que la familia está en ese momento en la casa.

Comercio. Muchos menonitas son comerciantes. Tienen desde tambos hasta talleres metalúrgicos y aserraderos. La colonia atrae a cientos de clientes por día, que van a comprar lo que los menonitas tienen para ofrecerles. Pero si por algo se caracterizan los colonos es por la autosuficiencia. Cada casa tiene su huerta, sus animales de corral, hasta su propia vaca lechera. Las familias se juntan para carnear un animal y dividirlo en partes. Uno va mirando sus huertas y ve cómo crecen desde tomates hasta jugosas sandías o melones. En los almacenes de la colonia se pueden adquirir los productos que se encuentran en cualquier supermercado, además de telas que usan para confeccionar sus propios vestidos, gorras, zapatos, artículos de mercería y hasta juguetes, que por lo general son tractores, muñecas o juegos de mesa.

Transporte. Los medios de locomoción más usados por los menonitas son dos: Los Buggies, que son carrozas techadas tiradas por un caballo. Y las chatas, que son también tiradas por un caballo, pero no están techadas. Todas las ruedas de los vehículos deben ser de acero sólido. La idea es que ningún vehículo supere la velocidad de un caballo.

Salud. En la colonia no hay médicos. Algunos menonitas están instruidos en primeros auxilios, pero en casos de dolencia, enfermedad o accidente, tienen que viajar. «Yo tengo mi hijo chiquito que es epiléptico y muchas veces me voy desde Guatraché en una ambulancia hasta Santa Rosa. Pero otras veces tengo que ir en remise para que le hagan estudios allá. Desde Guatraché son casi 130 kilómetros que hay que hacer. Es mucho», asegura en su propio alemañol Juan, el zapatero de la colonia.

Educación. Hay varios colegios dentro de la colonia. La edad de ingreso es desde los 6 años hasta los 17. Allí aprenden matemática, historia, geografía, entre otras materias. Mujeres y varones están separados desde que llegan hasta que se van.

Diversión. Si bien casi no existe el ocio, ellos pueden divertirse a su manera. «Los domingos se juntan los jóvenes y salen a dar una vuelta por ahí. A veces se juntan en alguna casa, escuchan música aunque esté prohibido y juegan a algún juego, por ejemplo, al ludo. Si alguien se pone de novio acompaña a su chica hasta la puerta de la casa, pero no puede estar con ella más de la puerta –nos cuenta un joven que prefiere no dar su nombre–. Entre amigos nos visitamos pocas veces. Si vamos a comer, es a las casas de nuestros hermanos o parientes.»

Familia. La mujer menonita vive en exclusión permanente. La prohibición del español se transforma en una barrera difícil de quebrar a la hora de establecer vínculos más allá de la colonia. Ellas no deciden en cuanto a materia económica y todo el dinero que ganan y heredan es manejado por sus cónyuges. Se dedican a la crianza y las tareas del hogar.

En casa de los Hunger

Enrique Hünger, con sus 22 años, es el hombre de la casa. Se dedica a la metalúrgica y hace tanques, silos, tinglados, vigas, carros. Lo hace junto a su hermano, Cornelio. Nos invita a almorzar en su casa y mientras Ana, su mujer, comienza a cocinarnos el almuerzo, visitamos el taller. Herramientas, soldadores, poleas. Hay un generador eléctrico, que sólo destina corriente hacia el taller. Enrique está terminando un tanque de gasoil que le pidieron para abastecer a los tractores de la colonia. Lo va cobrar 5000 pesos. Más de 4000 en materiales, el resto es ganancia. Nos cuenta que con la ayuda de su hermano tardan 3 días en hacerlo. Se pone a soldar con una máquina que se compró hace poco para mostrarnos cómo se emplea el sistema de soldado con gas. Parece divertirse soldando. Se le nota en la cara y se le ve en los ojos: su felicidad es eso.

Pedirle a un menonita hablar de su vida es pedirle hablar del trabajo. Entonces uno escucha cómo hablan del trabajo de todos los días, desde que se despiertan hasta que se oculta el sol, porque no tienen luz eléctrica, y entonces sí, ahí recién se van a sus casas. «De jóvenes trabajamos para nuestros padres. Hasta los 18 que es el bautismo. Después, si no estás casado, le tenés que dar una parte del sueldo a ellos. Pero una vez que nos casamos, tenemos nuestra independencia económica». No bien termina de hilar la frase, Enrique desvía la mirada hacia la lejanía de la tranquera. Una camioneta roja. Un desconocido maneja. Enrique nos vuelve a mirar y nos damos cuenta que el relato llegó a su fin. Algo pasa. No sabemos bien qué, pero algo pasa. El desconocido se baja de la camioneta. El polvo que levantó la misma al llegar lo envuelve en un aire siniestro, de película. Enrique se acerca al visitante. Los vemos de lejos. El otro habla, se lo nota enojado, es como si le pidiera algo que nuestro amigo no tiene. No discuten. Sólo un monólogo del visitante, que a lo lejos parece gritar mientras gesticula con las manos y después se sube a la camioneta y arranca, y se vuelve a ir. A la camioneta se la traga el mismo polvo que va levantando en la lejanía. Así hasta desaparecer en el horizonte. La amenaza queda flotando en el aire.

Enrique vuelve.

«Viene y me dice que su jefe le pide algo, y después no me paga o paga lo que quiere. Pero recién lo eché, me tienen cansado ya. Algunos perdieron mucha plata con este tipo de gente. Pero no todos se abusan así de nosotros. Hay gente buena.»

Salimos del taller. En la puerta de su casa y al sol están sus mellizos de un año: Isaac y Cornelio. Los dos en la cuna. Isaac nos ve y se levanta tirándonos los brazos. Enrique ríe, es la primera y única vez que se va a reír a lo largo de la nota. Acaso la alegría de sus días sean ellos jugando en la cuna al rayo del sol. «Son unos vagos», dice mientras alza a Isaac.

Entramos a la casa siguiendo el olor de la comida casera.

Paredes pintadas, sillas, una mesa, en una de las paredes un reloj, y no mucho más. Ni un cuadro ni un mueble ni nada. Es que no hay mucho por describir en la casa de un menonita. La comodidad y el confort son palabras desconocidas para ellos. Una heladera antigua, supongo que de gas. Hornallas cocinando lo que vamos a comer en unos segundos. De una pared asoma un caño de gas que en la punta tiene una malla de nylon redondeada. Y yo: ¿Para qué es? Y Enrique sin decirme nada abre el paso de gas y toma un encendedor de su bolsillo y lo pone al lado de la malla redondeada, y al instante se enciende un foquito de fuego. Lo deja encendido durante unos segundos y lo apaga. «Así iluminamos la casa por las noches.»

Ana sirve el almuerzo. No habla español, pero entiende los gestos de agradecimiento. Milanesitas acompañadas con puré de papas. La carne y las papas son de la colonia. El pan de la panera está hecho por las manos de Ana. Y de postre: duraznos en almíbar, duraznos que crecieron ahí. Es que todo lo que comimos estaba hecho ahí, para comer en el momento. Nada de conservantes. Ahí se vive el sabor del presente, de vivir cada momento. Y recargar energías para seguir con lo de siempre: el trabajo.

LOS AÑOS MALOS

«No llovía nunca», nos cuenta con dolor un menonita y se le nubla la cara. Es que cualquiera que te hable de los años malos, enseguida lleva la mirada a un punto fijo y se queda quieto y hay sequía, pero de palabras, porque no quieren hablar, no, todavía les cuesta hablar de eso. Y uno ve cómo esas caras blancas se llenan de impotencia, oscuridad y tristeza. Hasta que se largan y te cuentan que los años malos fue lo peor que les tocó vivir, la herida que todavía está abierta como una grieta en el medio del suelo. Unos dicen que fue entre 2005 y 2010. Otros que recién empezó en 2007. Es que el dolor y el tiempo y la tristeza tienden a la subjetividad de modo permanente.» Al principio había más lluvias, todos éramos ganaderos, nos iba bien. Pero después vinieron los años malos, la sequía. Muchas plantas se secaron, se rompieron. Hoy no hay ni la mitad de los árboles que había hace unos años. Las calles están rotas, los terrenos pelados. Hubo muchos que se fueron de aquí, a la colonia en Santiago del Estero, todo por los años malos». La voz de Abraham Brown es la voz del dolor y la experiencia. Es uno de los primeros menonitas que pobló la colonia, y que ahora se dedica a la producción de quesos.

Los años malos parecían haber quedado atrás. En 2010 empezó a llover más y de a poco todo se fue recuperando y los menonitas pensaban que sí, que los años malos ahora se iban a llamar los años buenos. Pero no, en los últimos meses otra vez el fantasma, otra vez ese diablo encarnado en la ausencia misma del aguacero, en la nada, como si la falta de lluvia fuera la antesala del infierno. Y hoy el recuerdo de los años malos persiste más que nunca, porque está al límite, ya no es recuerdo, sino casi un presente.

«Los años malos fueron duros. No crecía la pastura y en esa época muchos tenían que vender sus animales porque no podían darles de comer. Otros compraban pasturas a campos vecinos para alimentar a sus vacas. Y nosotros compramos pasturas para darle a los tamberos y que ellos les den a sus vacas y las vacas nos den leche. Fue una forma de cooperar entre nosotros, de ayudarnos. Pero hoy todavía no estamos recuperados», asegura Abraham con la voz agrietada y seca, como si el recuerdo de los años malos también infectara sus palabras, como si la voz y su cuerpo y sus ojos, todo fuera sequía. Termina de decir eso y las nubes de los ojos se aclaran, una mirada celeste llena de esperanza, como la que tiene toda la colonia menonita cuando se levanta todos los días a trabajar de sol a sol, con ruedas de metal en los tractores, para que no vayan más rápido que los caballos y así se mantengan en los tiempos menonitas.

Y es lo último que dice: «Va a volver a llover. Nos vamos a recuperar, lo sé…»

Fuente: Jose Supera, La Nación