Dora Maar, la artista que Picasso opacó

Picasso la inmortalizó en sus pinturas. Y, de paso, la caricaturizó, ya que en lugar de ser reconocida como una artista por derecho propio, Dora Maar, una de las fotógrafas más representativas del surrealismo, y musa y amante del pintor durante nueve años, se convirtió, para muchos, en la modelo desdichada de retratos como La mujer que llora, especie de lamento del famoso artista frente a los estragos de la Guerra Civil Española.

Si bien la imagen doliente, fragmentada, de Maar -que era dada a las tormentas y los estallidos- es, en parte, cierta, no deja de ser inexacta. Eso, porque además de desplegar sus propios talentos, también tuvo con Picasso una afinidad intelectual que él no compartió con ninguna otra de sus compañeras sentimentales, y fue decisiva en el fortalecimiento de su conciencia política, expresada plenamente en su monumentalGuernica(1937), que Maar documentó con su cámara y en el cual hasta habría pintado algunos trazos.

Una exposición en el Centro Pompidou de París -la más exhaustiva que se ha desplegado en Francia, hasta ahora- se propone reparar esa injusticia. Hasta el 29 de este mes, se exhiben ahí 430 piezas que muestran sus facetas como fotógrafa, pintora y escultora, que gozó de reconocimiento, antes de Picasso, y luego fue empañada por su figura, al punto que se redujo a una sombra, un misterio o un enigma, que ha sido rescatado en los últimos años a través de estudios dedicados al surrealismo, de algunas biografías y de otras exhibiciones. «Dora Maar es menos un enigma y más una modelo ejemplar de la mujer moderna, llena los requisitos del paradigma: profesionalmente activa, con ambiciones artísticas, intelectualmente brillante, políticamente comprometida, sexualmente liberada, etcétera. En la exposición mostramos eso, mediante su trabajo y sus compromisos intelectuales y artísticos. Queremos insistir en eso, en lugar de la imagen de mujer fatal o enigmática, que está demasiado presente en el imaginario de la gente», le dicen a LA NACION revista Karolina Ziebinska-Lewandowska y Damarice Amao, curadoras de la muestra, que cuenta con la organización del Museo Nacional de Arte Moderno -que alberga el Centro Pompidou-, en conjunto con el J. Paul Getty Museum, de Los Ángeles, y la colaboración de la galería Tate Modern, de Londres.

Propietaria de un aire magnético, una belleza imponente -era pálida, de ojos azules, pestañas tupidas-, y una voz hermosa, Henriette Theodora Markovitch nació en París, en 1907. Fue la hija única de un arquitecto croata y una violinista francesa devota del catolicismo. Pasó su infancia en Buenos Aires, donde su papá proyectó edificios como la Embajada del Imperio austrohúngaro, ubicada en Arroyo y Esmeralda, hacia 1914 y, más tarde, demolida. Desde niña, Henriette hablaba español y francés, y leía en inglés. Era callada y evasiva, y se sentía atraída por el peligro. Como cualquier nene zurdo de su época, la obligaban a usar su mano derecha para escribir, aunque ella dibujó y pintó con la izquierda, hasta el fin de sus días. Tuvo una niñez solitaria y una adolescencia privilegiada, de viajes en crucero y clases privadas de tenis. Regresó a París en 1920, aunque volvió a la Argentina, hasta 1930. «Incluso tuvo algunas publicaciones en la prensa: sus primeros artículos se publicaron en LA NACION, en mayo de 1929 -detallan desde España las comisarias de la muestra Dora Maar-. Es difícil juzgar la influencia de esta experiencia, pero, ¿quizá su gusto por la extrañeza tenga algo que ver con ello?», aseveran sobre su lazo con Buenos Aires, donde, durante su infancia, la artista no gozó de mucha privacidad, ya que dormía en un cuarto con un vidrio en la puerta que permitía que sus padres la vigilaran constantemente.

Fue la única persona a la que Picasso le permitió la entrada mientras pintaba el Guernica, que ella documantó con su Rolleiflex

En la capital francesa, ella estudió en la Union Centrale des Arts Décoratifs, la École de Photographie, la Académie Julian y el atelier de André Lhote, donde conoció a Henri Cartier-Bresson, quien años después la describiría como «una fotógrafa extraordinaria», con «algo muy sobrecogedor, muy misterioso» en su obra. Su sentido del humor negro y hasta macabro también llamó la atención de sus pares. Una vez, como parte de un ejercicio, posó sonriente mirando a un esqueleto, y firmó el retrato con la inscripción: «Ahí estás de nuevo, mi amor, Dora Markovitch».

A comienzos de los años 30, compartió un estudio con el decorador de cine Pierre Kefer, con quien realizó encargos conjuntos de retratos, publicidad y moda, y adoptó el nombre de Dora Maar. También posó para otros fotógrafos -como Man Ray-, y tomó fotos para el curador de Louvre Germain Bazin. Entabló amistad con Brassaï y Emmanuel Sougez, se incorporó al clan de los surrealistas y fue muy cercana a André Breton, Paul Éluard y Nusch Éluard. Fotografió al clan -una de sus imágenes más conocidas, Los años te acechan, de 1932, es la yuxtaposición del rostro de Nusch y una telaraña- y montó exposiciones con ellos. Y su Retrato de Ubu (Père Ubu, 1936), un close-up del supuesto feto de un armadillo, se volvió un ícono del movimiento.

Al igual que a sus cofrades surrealistas -influenciados por las teorías psicoanalíticas de Sigmund Freud-, a Maar le interesaban las imágenes oníricas y, con su lente, buscaba capturar «la inquietante extrañeza de lo cotidiano». Intrépida y preocupada por los temas sociales, recorrió Barcelona, Londres y París, donde tomó fotos que mostraban los estragos de la pobreza, así como la cruel realidad de lisiados y marginales. Y, como parte de su experimentación, hizo muchos fotomontajes, por ejemplo, su celébre Mano saliendo de una concha, de 1934, o de una maniquí, de espaldas, con la cabeza de una estrella – Mannequine-étoile, 1936-. «En fotografía, su estilo fue bien variado, hizo una mezcla de encargos y proyectos personales, pero era muy buena haciendo retratos callejeros y, por supuesto, con sus composiciones fantásticas. Sus fotomontajes surrealistas son verdaderas obras de arte», apuntan desde el Centro Pompidou, cuya muestra pasará a la Tate Modern Gallery en noviembre y al J.P. Getty Museum, en abril del próximo año.

Dora retrató a Assia (Granatouroff), la modelo favorita de los surrelistas, para sus producciones de moda, y trabajó para Coco Chanel, Jeanne Lanvin y Elisa Schiaparelli. «Ella fotografió los vestidos que hacían estas diseñadoras, especialmente, Lanvin y Schiaparelli, pero hubo muchas más», agregan las curadoras.

Masoquismo con navaja

Antes de conocer a Picasso en el set de El crimen del sr. Lange (1936), de Jean Renoir, donde Dora Maar trabajaba como fotógrafa y Paul Éluard los presentó -aunque el pintor no lo recordara-, ella tuvo una relación tormentosa con el pensador Georges Bataille. Entre sus amoríos, se contarían asimismo el guionista Louis Chavance y el director de arte George Hugnet.

La historia del encuentro oficial de Dora y Picasso es conocida y refleja el carácter masoquista o extraño de la fotógrafa. Una noche, Picasso y Éluard estaban bebiendo algo en el legendario café Les Deux Magots, mientras que, en otra mesa, la misteriosa Dora, que llevaba sus manos enguantadas, jugaba a hacer orificios en la mesa con una navaja. En realidad, lo hacía con una mano por entre los dedos de la otra. Cada tanto, unas gotas de sangre teñían sus guantes. La imagen fascinó a Picasso, al punto que, más adelante, conservó los guantes manchados en una caja. Ante la atrevida Dora, el pintor murmuró unas palabras en español. Y quedó sorprendido cuando ella le respondió en su idioma. Entonces, ella tenía 29 años y él, 55. Maar tenía la vida por delante y lo único que la empañaba era el horroroso ascenso del fascismo. Picasso seguía casado con la bailarina Olga Koklova, pero vivía con Marie-Thérèse Walter, la niña-amante con quien tenía una hija, Maya.

La pasión entre Picasso y Dora fue violenta, y el entendimiento intelectual no hizo más que aumentarla. Compartieron la cama, los amigos, los viajes, los trabajos. «Cuando se conocieron, fue un intercambio mutuo: cabe recordar que, primero, fue Picasso quien hizo de modelo para una sesión fotográfica en el estudio de Dora. Ella lo introdujo a aspectos de su trabajo en el cuarto oscuro», afirman Ziebinska-Lewandowska y Amao.

Fue la única persona a la que el español le permitió la entrada mientras pintaba elGuernica, que ella documentó con su Rolleiflex. La fotógrafa, que entonces estaba absorbida por el aura de Picasso, incluso prestó sus ojos para el cuadro. «La pintura no está hecha para decorar departamentos, es un instrumento de guerra… contra la brutalidad y la oscuridad», dijo él sobre su obra. Lamentablemente, fuera del lienzo, el «genio satánico» -como lo apodaban algunos- podía ser brutal. Y menospreciaba el talento fotográfico de su amante. Picasso repetía que cada fotógrafo era «meramente un pintor que quería ser liberado». Así convenció a Dora Maar para que dejara la fotografía y se concentrara en la pintura. «Ese fue su error más grande, ya que ella era una fotógrafa muy talentosa, que tuvo mucho éxito en su tiempo», sostienen desde el Centro Pompidou.

A Dora, Picasso la pintó innumerables veces. Primero, con ternura, y luego como si ella fuera una desgraciada -y tal vez, de algún modo, lo fuera-. Una vez, Marie-Thérèse se presentó en el estudio de Picasso cuando Maar estaba ahí, para exigirle que se decidiera entre ambas. Por lo visto, a él le gustaban las dos: Marie-Thérèse, por su dulzura y porque hacía lo que él quisiera, y Dora, por su inteligencia y su orgullo. Picasso les dijo que se pelearan entre ellas. Y así lo hicieron, según él admitió, con sorna: ese era uno de los momentos de su vida que atesoraba.

Aunque el artista decía que se reía con Dora más que con ninguna otra de sus mujeres, admitió que no podía retratarla riendo: «La pintaba con sombras tortuosas. No era sadismo, tampoco porque encontrara placer en ello. Simplemente, obedecía a una visión que se me había impuesto. Una realidad profunda», diría él. Dora Maar lo refutó: «Todos los retratos de Picasso son mentiras, son todos Picasso, ninguno es Dora Maar», afirmó ella, que también lo pintó.

En mayo de 1943, cuando la relación de Maar y Picasso estaba tirante en serio, él conoció a Françoise Gilot, entonces una chica 20 años menor que Dora y 40 menor que él, en un restaurante catalán. Gilot era bella y esbelta. Los celos de Dora, que ya había compartido por años a su amado con Marie-Thérèse y su hija Maya, se dispararon. El quiebre definitivo ocurrió en 1945. Poco después murió Nusch Éluard, lo que supuso otro golpe duro para Dora.

Al comienzo de su relación con Françoise, Picasso le dijo -según contó ella- que para él había dos tipos de mujeres: «Las diosas y las que hacían de felpudos». Por lo visto, Dora comenzó idolatrada y terminó pisoteada. El pintor se cansó de su amor obsesivo y sus rabietas. Y la cambió por Gilot.

La separación casi acaba con Maar. Se volvió paranoica -decía que le robaban objetos y mascotas, que dejaba olvidados en algún lugar- y excéntrica -la encontraron desnuda en su casa más de una vez- y tuvo un colapso nervioso. Fue hospitalizada y recibió tratamiento de electroshock. Gracias a su amigo Paul Éluard, pasó de ese infierno a la consulta de Jacques Lacan, quien le devolvió la cordura, tras dos años de tratamiento. Por entonces, Dora, que había recuperado su carácter travieso aunque se dejaba ver poco, vivía entre su departamento de París y su casa de Ménerbes -que Picasso le había regalado- y retrataba paisajes y naturalezas muertas. Luego, se volvió mística. El fantasma del pintor -con quien intercambiaban regalos extraños, mucho después de haberse separado- la acompañó hasta su muerte, a los 89 años, en 1997. Picasso había fallecido 24 años antes. A diferencia de otras amantes trágicas, la brillante Dora lo sobrevivió: «Cuando Picasso me abandonó, todos pensaban que me suicidaría, y no lo hice, para no darle esa satisfacción», dijo ella. Dora murió de causas naturales, rodeada por unos pocos amigos, en un hospital de París.

Fuente: Francia Fernández, La Nación