Mauricio Kartun: “El secreto para sostener una obra es trabajar con gente con la que podés irte a comer después”

Maestro de la dramaturgia, Mauricio Kartun publicó un libro de cuentos y representará a la Argentina con una de sus obras teatrales en el Festival del Siglo de Oro en España

Es mediodía en Villa Crespo, pero el movimiento ya es de hora pico. En este micromundo, el tiempo se adelanta. Hay un huso horario propio, caprichoso, que corre en dirección contraria al pulso porteño. Aquí vive el director teatral Mauricio Kartun, que abre la puerta de su casa con una sonrisa tranquila, de esas que ya entienden el juego. Tiene ese modo de quien podría contar una historia sobre cada objeto que lo rodea, pero no necesita hacerlo. Nada de solemnidad, nada de nostalgia.

Kartun es dramaturgo, tiene más de veinte obras en su haber, pero se define como un autor austero: “No soy prolífico”, dice el hombre que no tiene tiempo libreLa vis cómicaTerrenal. Pequeño misterio ácrataSalvajadaChau MisterixLa casita de los viejos, Pericones, Sacco y Vanzetti, El partenerDesde la lona y Rápido nocturno, aire de foxtrot, son algunas de sus obras. En 2023, publicó su primera novela Salo solo, el patrullero del amor y este año, el libro Dolores 10 minutos (Random House), con quince relatos. Sus textos teatrales y teóricos fueron publicados en ediciones nacionales y extranjeras

Como director de teatro ha realizado el montaje de El clásico BinomioLa MadonnitaEl niño argentinoAla de criados, Salomé de chacra, entre otras, con ese tipo de biografías que se tejen entre oficios, casualidades y rebusques, como esta: una historia de soldaduras eléctricas, trabajos compartidos y una red de favores que lo llevó, sin querer, a decir su primera línea en el cine.

“En los años setenta, cuando tenía veintipico, laburaba vendiendo electrosoldaduras y otros materiales industriales para talleres de zona norte. Fue un trabajo que mantuve varios años, hasta bien entrados los ochenta, cuando recién pude empezar a vivir de mi rol como maestro de dramaturgia. Diez años vendiendo. El primer contacto fue casi de rebote: vivía en el mismo edificio que un amigo muy querido, Eduardo “Cholo” Ruderman, artista también. Él había conseguido ese laburo y me lo ofreció: ¿No querés prenderte? Y me prendí.

"La vis cómica" se presentará en el Festival del Siglo de Oro, en España
«La vis cómica» se presentará en el Festival del Siglo de Oro, en Españamelisa*Paruchevski

Una escena de la obra teatral "Terrenal"
Una escena de la obra teatral «Terrenal»

“Tuve una suerte grande en la vida, y es que mi viejo me enseñó a comprar y vender. Eso no es menor. Comprar y vender es una actitud. Aprender que uno puede vivir de ese pasamanos. Trabajé muchos años con él y con mi hermano en el mercado de Abasto, y de ahí me quedaron saberes que después usé. Me volví vendedor. Vendí sobre todo electrosoldadura, pero también pasé por otras cosas.

“En paralelo, durante la dictadura, hubo una red de apoyo entre los que habíamos quedado afuera del circuito. En mi caso, antes del golpe había trabajado en la Comedia de la Provincia de Buenos Aires y en lo que hoy es el Centro Cultural Rojas. Eso ya te convertía en sospechoso. Existía la ley de prescindibilidad: si habías trabajado para el Estado, tenías que dar explicaciones. Y no era fácil conseguir laburo.

“Esa red solidaria funcionaba por teléfono. Te llamaban: Mirá, andá a ver a tal, que está por hacer una película. Yo no era actor, ni lo pretendía. Había actuado alguna vez, más por entusiasmo de subirme al escenario con algún texto propio, pero no tenía formación. Tenía, ponele, buen ver, y sabía decir un texto. Y eso alcanzaba. Así llegué a trabajar en varias producciones de la famosa compañía Aries, sobre todo comedias. Algunas con Alberto Olmedo, otras con Jorge PorcelAndreíta del Boca. También otras fuera de Aries.

“No me arrepiento para nada. Al contrario, me jacto de esa época. A veces hasta comparto fragmentos en redes cuando encuentro alguna de esas pelis en YouTube. En una hago de médico. Mi gran frase —la única, creo— fue: La operación salió bien. Cuatro palabras. Fue mi texto más extenso. Y sí, lo recuerdo perfecto (risas)“.

Cuando el fotógrafo se va, se despiden en la puerta como viejos vecinos. El departamento está en silencio. Ni una voz, ni un paso, ni un teléfono que suene: Kartun no usa celular. Al regresar se sienta en el sofá de un living old school. Es también el escritorio en el que Kartun escribe, piensa, habita. No hay laptop última generación ni muebles de diseño nórdico. Hay madera, papeles, libros apilados con el orden caótico del que sabe exactamente dónde está todo. Señala un punto al aire: “Acá se criaron mis hijos Julián y Luciana”.

Entrevista con el dramaturgo y escritor Mauricio Kartun
Entrevista con el dramaturgo y escritor Mauricio KartunAlejandro Guyot

–¿Tenés dos hijos?

–Sí, dos. Luciana y Julián. Se llevan un año, son muy cercanos. Luciana es la mayor. Tiene 46; Julián, 45. Vivimos todos muchos años en Villa Crespo, aunque ahora los dos están por esta zona, cerca de Chacarita. Luciana es psicóloga social, también escribe y hace música. Siempre fue muy creativa. Julián, bueno, ya sabés: es actor, cantante, trabaja con su banda, El Kuelgue, y tiene también su recorrido en teatro y televisión. De chico era de Boca, pero con los años se hizo de Atlanta, como corresponde al barrio (risas).

–¿Cómo te recordás como padre cuando ellos eran chicos y corrían por esta casa?

–Mirá, justo donde estás sentado vos ahora, arriba de ese mueble había un equipo de música, uno de esos que todavía tenían tocadiscos. Poníamos vinilos de Titanes en el ring, esos discos de los setenta. Y el juego era que, al sonar la canción del personaje, ellos aparecían por esa pared componiendo la escena: si sonaba Karadagian, Julián entraba como Karadagián; si era Pepino el Payaso, aparecía Luciana bailando como Pepino. Hacían todo: la voz, la actitud, el cuerpo. Sin vestuario, eh. Todo composición, puro juego. Así se criaron, en una casa muy divertida, con mucho humor.

“Yo me acuerdo también de la preocupación constante: cómo hacer para estar más en casa. Laburaba como profesor, corría de un lado a otro. Una vez por semana viajaba a Tandil a dar clases. Iba en micro, dormía ahí, llegaba a la madrugada y me ponía a trabajar a las cinco. Di clases en cinco o seis lugares al mismo tiempo: la escuela de cine de Pino Solanas, la de teatro en Tandil, la Escuela Metropolitana, el taller de titiriteros del San Martín y también en este mismo espacio donde estamos ahora.

“Esos sillones que ves eran plegables; tenía ocho guardados y los sacaba según la cantidad de alumnos que venían. Eso fue parte de una decisión fuerte: dejar el ciclo ordinario del cine, dejar de vender electrodomésticos y decir: voy a vivir de esto. Ocupar la cabeza con lo que amo. En mi casa, de chico, mi vieja repetía una frase: Trabajá en lo que amás, y no vas a trabajar nunca más. Yo, cuando miro para atrás, pienso que sí, hace más de cuarenta años que vivo sin trabajar. Aunque me ocupa diez horas por día, no lo vivo como trabajo.

–¿Te arrepentís de algo?

–Si hay algo de lo que podría arrepentirme en la infancia de mis hijos es de no haber estado más. No por ausencia total, sino por tiempo: encontrar más tiempo. Pero creo que el que tuve lo aproveché al máximo. Y bueno, con Julián además compartimos oficio. Se volvió una figura con peso propio. Con su banda, con su laburo como actor. Y me emociona, claro. No solo por el talento, sino porque hay algo de esa infancia que sigue estando ahí, en lo que hace”.

La terraza balcón es amplia, se abre con ventanas corredizas viejas, de esas que hacen ruido al abrir. Las plantas se estampan contra los vidrios, verdes intensos, como un decorado vivo que filtra la luz y le da a todo un tono suave, un respiro. Afuera, la ciudad empuja; adentro, el tiempo se dobla, se ablanda.

Mientras habla, Kartun a veces se queda quieto. Mira un punto en el aire, como si pescara una palabra que pasó volando. Entonces retoma, afilado, sin perder el hilo. No improvisa, pero tampoco recita. Habla desde un lugar donde las ideas ya están digeridas. Tiene ritmo. Tiene compás. Y tiene, también, unos cuantos premios: Konex de Platino (2004, 2014 y 2024), ACE de Oro, Primer Premio Nacional de Literatura Dramática, Primer Premio Municipal de Teatro, Premio de Honor Argentores, Gran Premio a la Trayectoria del Fondo Nacional de las Artes… y la lista sigue.

Mauricio Kartun en la entrega de los Premios Konex 2024
Mauricio Kartun en la entrega de los Premios Konex 2024Fundación Konex

La vis cómica es una comedia afinada con lenguaje de otra época, como un viaje a una república naciente donde lo que brilla es lo que ya no está. ¿En qué te inspiraste para armar ese mundo, cómo hiciste para que sonara actual sin perder su aire clásico?

–Partí de una imagen mínima, casi un chiste escondido en El coloquio de los perros de Cervantes: un perro que relata su paso por una compañía de teatro ambulante. Esa chispa se me cruzó con una idea vieja, anotada en algún cuaderno: una troupe española que, durante la colonia, desembarcaba en América buscando nuevos públicos. A partir de ahí, como siempre, meses de acopio, lectura y deriva: ese “modo abierto” del que hablamos en el teatro. Mucha bibliografía de época, y después, claro, el laburo de condensar, de encontrar una estructura que sostenga sin sofocar. Lo contemporáneo se filtró solo, como suele pasarme, a través de los guiños. Vivo guiñando. Quizás por el miedo a que se lo tomen demasiado en serio. En la temporada 2024, La vis cómica se resignificó sola: hay algo en el aire, un contexto político que volvió todo más nítido. Funcionarios de Cultura que parecen salidos de una comedia negra, verdugos con hacha en mano, puestos ahí para ejecutar despidos y desguaces con una sonrisa profesional. Una actitud miserable, si las hay.

–¿Hoy siguen los mismos protagonistas que el año pasado?

–Sí. La obra tuvo un solo cambio: cuando se terminó la temporada en el Teatro San Martín, uno de los protagónicos fue reemplazado por otro actor. Fue el único.

–¿Qué se ajusta en una obra que lleva tanto tiempo en cartel?

–Lo que más influye es el público. Los espectadores son, con sus risas o con sus silencios, quienes moldean lo que sucede arriba del escenario. El trabajo del director, en ese sentido, es mantenerse en un plano de espectador objetivo. Sostener los valores originales de la puesta, pero también aprovechar lo nuevo. A veces pasa que el público empieza a reírse mucho en determinado momento. Entonces aparece un gesto, una forma, una reacción del actor que es creativa, que suma, y se incorpora. Una obra es un fenómeno vivo. Creo que esa es la razón principal por la cual la gente va al teatro. Y por la cual algunas personas vuelven a ver la misma obra varias veces. Con La vis… hay espectadores que ya vinieron tres, cuatro veces. ¿Por qué uno vuelve a ver una obra y no vuelve a ver una película cuatro veces en cuatro años? Porque la obra está viva. Porque sabés que cada función es distinta. Porque el clima en la sala modifica lo que pasa. Ahí el rol del director es fundamental. Tiene que saber que, si no está presente, la obra puede ser ganada por la democracia. Y la democracia, en este caso, no siempre es un valor.

–¿Estás siempre en las funciones?

–Siempre. Soy como un director con cama adentro (risas). Estoy ahí, pero no la veo siempre desde el mismo lugar ni la veo completa cada vez. En una función veo la primera mitad; en otra, la segunda. Cuando estamos de gira, sí las veo enteras. En Buenos Aires tengo un rinconcito arriba, en la sala. Me gusta sentarme ahí al principio. Es un ritual que me hace feliz. Miro el comienzo, percibo el clima. Es como esos muñequitos que cambian de color con la temperatura. Bueno, yo también cambio de color según cómo está el público.

“Si veo que la función va bien, salgo en silencio, me voy a un supermercado chino a la vuelta, me compro una latita de cerveza y vuelvo. A veces me siento en la escalera –eso es buena señal, significa que la sala está llena– o en la última fila, si hay espacio. Me tomo la cerveza con paciencia y alegría, viendo la obra, y anotando mentalmente todo lo que después charlamos en camarín. Eso que también se va madurando función a función».

Este mes, Kartun viajará con su obra La vis cómica al Festival del Siglo de Oro, en España. “Vamos a representar a la Argentina con la obra, que dialoga directamente con los textos y las tensiones del Siglo de Oro español. Así que estamos con muchas expectativas. Confiando, sobre todo, en que la energía del público –esa que acá sentimos tan fuerte– continúe también allá.

Mauricio Kartun en masterclass en el Festival Nacional de Teatro en Santa Rosa, La Pampa
Mauricio Kartun en masterclass en el Festival Nacional de Teatro en Santa Rosa, La Pampa

–¿Cómo se acerca un actor a vos?

–Mirá, hay varios caminos. Hoy lo que más se ve es el actor que se te acerca, que te escribe, que te para en algún lado y te propone mandarte un reel con trabajos en video para que lo conozcas. También están los que te invitan a las obras que montan, justamente para que puedas verlos en vivo. Es una actitud que valoro, porque me permite conocer nuevos cuerpos expresivos, nuevas maneras de decir, de estar en escena. Uno siempre está buscando eso. Igual, en mi caso, como no soy un director prolífico –dirijo una obra cada cinco años y suelen tener cuatro o cinco intérpretes– la mayoría de las veces trabajo con artistas que ya vi en el escenario, que de algún modo me dieron confianza porque los vi ahí, en acción.

“Esta experiencia que estoy haciendo ahora con La vis cómica es inédita para mí. Todos los actores surgieron de audiciones: primero videos que fueron mandando, después encuentros presenciales. Salvo una de las actrices, con quien ya había trabajado, el resto fueron completamente nuevos para mí. El trabajo del director, en ese sentido, es parecido al del pintor. Está mezclando en la paleta hasta que da con una tonalidad, una intensidad, una gama que no había encontrado antes. Nosotros hacemos eso con los actores. Por eso, siempre es bienvenido el descubrimiento de un nuevo color.

“Después hay otra diferencia, importante, respecto a otros medios como la televisión, donde el trato está mediado por un respeto funcional: venís, grabás, aceptás lo que te piden y listo. En el teatro hay algo mucho más humano: la convivencia. Sobre todo, en el caso de mis obras, que suelen estar muchos años en cartel. Con el tiempo, uno descubre que buena parte del secreto para sostener una obra es trabajar con gente con la que podés irte a comer después, con la que podés divertirte. Gente con la que hay un vínculo real. Armar un elenco es también armar una banda, o una familia sustituta.

“A mí me pasó muchas veces eso. Tuve experiencias muy amorosas dentro del sistema cooperativo. En cada elenco que formé hubo de todo: desde ayudar económicamente a alguien hasta ir a pintar un departamento o hacer una vaquita para que uno pueda cambiar el auto. Esa clase de gestos también son parte del encuentro. Es una modalidad que nosotros, a veces, no valoramos lo suficiente porque creemos que está en todos lados. Pero no es así. Armarse en cooperativa es aceptar una hipótesis de trabajo solidario, no solo arriba del escenario, también abajo. Por eso, la calidad humana en un elenco es fundamental. Cuando empiezan a aparecer demasiado seguido las miserias, los egoísmos, las mezquindades, es inevitable: ese núcleo se rompe”.

Una escena de "Chau Misterix", de Mauricio Kartun
Una escena de «Chau Misterix», de Mauricio Kartun

–En la función había gente con el teléfono. Y eso desconcentra mucho a los actores. ¿Cuánto se puede confiar en el público? ¿Hasta qué punto el cambio de hábitos no rompe el rito teatral?

–No lo rompe. Lo puede modificar, interrumpir, generar cortocircuitos. Pero el rito sucede igual. Si no sucediera, la gente no pagaría la entrada. Lo que pasa es que el teléfono tiene una particularidad: afecta directamente al actor. Porque el teatro es un acto de fluidez. No es algo que esté milimetrado: lo que el actor hace ahí, en ese trance, es moverse, jugar, crear. Y si suena un teléfono o alguien saca una foto con flash y no se va, el actor no puede seguir. No porque se distraiga, sino porque ese corte interrumpe el clima. Y si se rompe el clima, se pierde todo. Nosotros, con esta obra y también con Terrenal, tomamos decisiones: parar la función. Los actores sabían qué hacer, era casi coreográfico. Se detenían, avanzaban hasta la cuarta pared, cruzaban los brazos y esperaban a que apagaran el celular. Después volvían a la escena. Eso no es solo una defensa del actor: es un acto de salud para el teatro.

–¿No se puede entrenar al actor para que lo ignore, como hacen en yoga con los ruidos que se filtran en una clase?

–No, porque sería contraproducente. Le estarías exigiendo que rinda igual, con un nivel de presión enorme, y eso baja la calidad para todos, incluso para el que está en silencio y pagó la entrada. Hay actores que pueden zafar si la interrupción es breve, claro. Pero cuando se vuelve sostenida, no hay manera. El teatro es un oficio donde se salvan baches todo el tiempo: se te cae un objeto, alguien se olvida la letra. Pero esto no es un bache: es un quiebre. Y a veces, cortarlo es el único modo de seguir. Recuerdo que en un teatro de Lima tenían un sistema muy gracioso: cuando alguien miraba demasiado el celular, con luz fuerte, aparecía “el podador”, alguien que apuntaba con un láser rojo. Era como mostrarle una amarilla. Un aviso. ¿La verdad? Funcionaba.

–Acaba de publicarse Dolores diez minutos.

–Sí. El año antepasado publiqué Salo soloEl patrullero del amor, una novela que en realidad surgió durante la pandemia. Eran relatos con un personaje fijo que empecé a publicar en redes. Porque en pandemia ese era el único lugar donde se podía ser leído. Lo editó también Random House, como este. Y muchos de los cuentos de Dolores… también surgieron ahí, en redes sociales, aceptando ese soporte como un espacio de lectura. Pero también como una herramienta de edición. No solo de publicación, sino de corrección. Publicar en redes es someter un texto a una lectura inmediata. Eso te permite probar: corregir, descartar, borrar, eliminar. Yo escribía un cuento, lo subía, y si sentía que no funcionaba o no era leído como esperaba, lo corregía, lo bajaba, lo volvía a trabajar. La mayoría de estos cuentos pasaron por ahí. Y los lectores nunca supieron si leyeron la primera, la segunda o la quinta versión.

–¿Eso también influye en el impulso para seguir?

–Sí. Porque no es solo corregir: también es escribir con una interlocución. Gente que te escribe, que te dice: publicá otrono seas canuto. Eso genera deseo. El deseo de escribir nace de una demanda concreta. No es lo mismo escribir en la duda de si alguien lo va a leer, o para quién. Esto venía de otra lógica: hay alguien esperando. Como cuando escribís una nota y sabés que tenés que entregarla porque el diario cierra. Ese apuro también escribe. Esa dinámica me sostuvo. Sin ella, no hubiera escrito ni la novela ni este libro.

–El tono seco, breve, ¿cómo lo fuiste trabajando? ¿Salió de ahí también?

–Sí, un poco sí. Me divirtió mucho escribirlo así. Hay algo de economía, de sequedad. De decir mucho con poco. Creo que ese tono también nació en las redes, donde uno se acostumbra a cortar, a ajustar, a ir al hueso.

–A partir de esto quería preguntarte si creés que, en el conjunto de cuentos, hay un único enunciante. ¿Es siempre la misma voz, aunque cambien los personajes?

–Ayer justo daba una clase en un seminario que terminó hoy y hablábamos de eso: cómo la interlocución crea el tono. Yo hablo con vos y no es lo mismo que si hablo con otro periodista, o con otra periodista. Las relaciones generan tono y también contenido. De la misma manera, cuando uno escribe, escribe para alguien. Estos cuentos fueron escritos para un público que yo sabía que exigía algo en particular, pero que también leía con la hipótesis de que el que está ahí soy yo. Porque está mi cara, mi nombre en una red social, y eso también determina el tono. Lo que explicaba en clase es que muchas veces la ironía no viene de los personajes, sino del autor. Es el autor el que le guiña el ojo al lector. Y ese guiño, en este caso, es descarado. Esa economía de la que hablás vos también forma parte del estilo con el que trabajo siempre. Al menos intento que lo sea. Para mí, menos es más.

–Suena simple, pero no todos los artistas lo entienden, ¿qué nombre le pondrías a esa economía de menos es más?

–La sintaxis Carlitos.

–¿Qué?

–Hace unos años vinieron a mi casa cuatro doctorandos que estaban haciendo un estudio sobre la construcción del emisor. Una de las preguntas era cómo definiría yo la sintaxis que uso. Se llama sintaxis Carlitos. Les explico por qué. En ese momento tenía un coche bastante destartalado, que cada tres meses terminaba en el taller. Lo llevaba a lo de Carlitos, un mecánico extraordinario, de una gran economía en el habla. Le dejaba el coche, lo iba a buscar al otro día y, si estaba ocupado arreglando otro, le decía: Carlitos, ¿cómo quedó? Y él me contestaba: “Mar del Plata. Cuatrocientos kilómetros. Ruta”. Una respuesta que, en principio, parece idiota o directamente delirante. Pero lo que hacía era responder con imágenes, con conceptos que aludían a lo que yo le preguntaba, pero sin decirlo directamente. Eso, en términos retóricos, es una sinécdoque, una metáfora, una figura. Yo por un lado me reía, pero por el otro pensaba: qué eficaz es la sintaxis Carlitos. Sobre todo, si uno escribe teatro, donde hay que decir mucho con pocas palabras para que el espectáculo no se alargue. Los que escribimos teatro aprendemos estructura, y aprendemos también lo que se llama el habla coloquial. Mis cuentos tienen estructura de habla coloquial. Eso que vos notás como una ruptura no es más que la belleza de lo coloquial: su capacidad de construir sentido sin obedecer las reglas de la buena redacción literaria. Es una voz que cuenta.

–¿Eso genera polifonía?

–Totalmente. Pero no una polifonía en el sentido clásico. Acá tiene que ver con lo mismo: con la capacidad que tenemos los dramaturgos de mimetizarnos con el cuerpo de los personajes. Porque mis obras no las escribo yo. Las escriben mis personajes. Yo improviso metido en ellos. Me los pongo encima. Los cuentos también fueron escritos con ese mecanismo. Eso les da, ojalá, una rareza, una singularidad. Ojalá sea una virtud.

–¿Estás preparando dos obras nuevas?

–No, una sola. Es un texto que escribí hace más de quince años, y que siempre me pareció desafiante. Muy narrativo, con un humor distinto al que suelo trabajar. Me daban ganas de hacerlo, pero no me animaba. El año pasado tomé la decisión de armar un elenco de audaces que le pusiera el cuerpo. Me pareció que el mejor lugar para buscar esa audacia era la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (Emad), donde fui docente durante más de veinte años y vi surgir generaciones de estudiantes que, a los pocos años, estaban trabajando en teatro, cine y televisión. Entonces armé un equipo completo —actores, escenógrafa, iluminadora, asistente, diseñador de sonido— con egresados de distintas camadas. Algunos salieron hace cinco años; otros, hace veinte. Lo que los une es una formación común, con la mística que da estudiar en una escuela pública de asistencia diaria. El teatro, en ese sentido, también es tiempo: el tiempo de aprendizaje, de práctica, de repetición. Como alguien que hace malabares en un semáforo y no muestra otra cosa que años de oficio.

–¿Cómo se llama la obra?

Baco Polaco. Es una versión farolera de Las Bacantes (la tragedia de Eurípides). Actúan seis personas.

–¿Cuándo se estrena?

–El 7 de septiembre, en la Sala Sarmiento del Complejo Teatral de Buenos Aires. La íbamos a estrenar en una sala independiente, pero el Complejo se enteró del proyecto y nos ofreció ese espacio. Es un escenario grande, muy espacioso, y eso me obligó a repensar todo. Yo suelo imaginar mis obras en salas pequeñas. Esta vez el tamaño del espacio me llevó a descubrir nuevos signos, nuevas ideas. No sé si mejores, pero sí distintos. Y eso ya es un avance.

Fuente: La Nación