La primera vez. Un relato erótico inédito del gran escritor Arturo Pérez-Reverte

Entre el deseo y la tensión sexual, la sensualidad que antecede a una confesión

El pasillo parece interminable. Hay apliques de cristal con luces amortiguadas y moqueta donde se hunden un poco los tacones: hotel de cinco estrellas, fachada blanca y modernista, años veinte, que se abre al paseo, la playa y el mar. Ella pasó hace cuatro minutos entre la recepción y la conserjería sin mirar a uno ni otro lado, decidida, vista al frente, caminando segura hacia el ascensor. Durante media hora, antes, sentada en un banco del paseo marítimo, ha estado planeando esa entrada, ese modo de penetrar en territorio desconocido mientras aguardaba el zumbido del teléfono, el mensaje, el número de habitación. Zum, zum, zum: 362. Luego se ha dirigido a la puerta del hotel repitiendo mentalmente el número: 362, 362, 362. Eso la ha ayudado a concentrarse, a cruzar el vestíbulo con naturalidad, a entrar firme en el ascensor, pulsar el botón de la tercera planta y mirarse en el espejo para comprobar que todo está en orden, y después a caminar por el pasillo como lo hace ahora, ni demasiado despacio ni demasiado aprisa, sintiendo el pulso batirle fuerte en las muñecas y las sienes.

Habitación 362, al fin. Un cartelito blanco cuelga del pomo dorado. No molestar. El timbre suena dentro, cling, clang, como una campanilla lejana. Una sola vez. Ella no oye nada hasta que se abre la puerta. Su sonrisa. Fue lo primero que vio de él. Lo primero que ve ahora.

—No has tardado nada.

—Rondaba por ahí afuera. Como una loba.

No sabe por qué ha dicho eso. Está a punto de azararse por ello, pero no lo hace. Es lo primero que vino a su imaginación, la imagen. Como una loba. Ayer, cuando hablaban por teléfono, conversaron sobre lobos. Animales solitarios aullando a la luna.

—Pasa.

Él se ha hecho a un lado, rozándole los labios con un beso ligero, casi amable. Cierra la puerta a su espalda mientras ella camina hasta el centro de la habitación. Es amplia, luminosa, con una ventana que da al mar. Un saloncito a la izquierda y una cama grande, de matrimonio, a la derecha. La colcha está intacta. Ella mira la cama procurando aparentar naturalidad. Disimulando, mientras deja el bolso y el abrigo en una silla, un leve estremecimiento de pudor. Nunca antes, piensa de nuevo, asombrada de su propia audacia. Realmente nunca.

—¿Quieres tomar algo?

—No.

—Ven aquí. Mira la vista.

Está junto a la ventana, mirando hacia afuera, y ella se acerca hasta su lado, obediente. El mar es verde en la orilla y azul oscuro a lo lejos, y en él centellean los rayos del sol.

—Hermosa, ¿verdad?

—Sí.

Él ha puesto una mano sobre su hombro izquierdo. Lo hace con una naturalidad que a ella casi la conmueve. No por el contacto, sino por la extraña camaradería que establece. No aparenta deseo, sino afecto.

—Hace calor. Deberías quitarte la chaqueta.

La ayuda a quitársela y la coloca sobre otra silla, procurando hacerlo de modo que no se arrugue. Y lo está haciendo muy bien, piensa ella. Con extrema sencillez, procurando que se sienta cómoda. Comportándose como si la situación fuera lo más corriente del mundo.

—¿Qué tal el trabajo? —pregunta él—. Tu congreso.

Ella asiente con la cabeza, despacio.

—Bien. Todo en orden.

—¿Tienes tiempo suficiente?

—Tengo todo el tiempo necesario.

Advierte que él mira de soslayo el reloj que lleva en la muñeca con una mirada rápida, cortés. Es la una y cuarto del mediodía. El reloj es de acero, y el metal destaca sobre la piel morena de él, junto a la mano firme, masculina, sólo levísimamente velluda en el dorso. Las uñas cortas y cuidadas. Los dedos sin anillos.

—Ven.

La besa. Cálido y con ternura. Breve. Lo hace bien, sabe ella desde anoche, cuando salieron del restaurante, en la playa, circundados de luces lejanas. Lo hace muy bien, ni húmedo ni seco, un leve roce de lengua en sus dientes, un suave mordisco con los incisivos en el labio inferior de ella, al acabar.

—Dios mío —lo oye murmurar—. Eres guapísima.

Ella echa un poco atrás la cabeza y lo mira a los ojos. Castaños, tranquilos. Una chispa divertida en ellos, que no se intenta ocultar. Un destello cómplice.

—Tú sí que eres guapísimo.

Ríe. Lo ve y lo oye reír. Primero con los ojos y luego torciendo la boca a un lado mientras asoman los dientes blancos, ajenos en apariencia al tabaco y al café. Una risa que le rejuvenece el rostro, iluminándolo. Mi hijo de quince años, piensa ella, ríe igual. Ríe así.

—¿De verdad tienes toda la tarde?

—Claro.

—¿Y toda la noche?

—Eso ya lo veremos.

Él le ha puesto las manos en las caderas. O más bien las posa, porque lo hace suavemente, con extrema delicadeza. Como si le diera a ella opción de retirarse, de apartar su cuerpo del suyo.

—¿De qué depende?… ¿De mí?

—No. De mí.

Parece pensarlo un instante mientras la observa, atento. Casi curioso. Después la sonrisa llega despacio, todavía reflexiva, curvándole otra vez la comisura de la boca. Todavía tiene esa sonrisa cuando la besa de nuevo. Al sentir la suave humedad, la presión cálida de los labios del hombre, ella se pega a él, deslizándole los brazos por la espalda. Ésta es fuerte, tensa. Parece endurecerse aún más bajo sus manos. Es un hombre delgado, pero entre los brazos de ella parece más corpulento. Más duro. Por alguna extraña asociación de ideas, la mujer piensa en la espalda de un gladiador bien adiestrado, silencioso, surcada quizá por cicatrices de antiguos latigazos.

—Ven —dice él.

La acerca unos pasos a la cama con naturalidad, tras desasirse, conduciéndola de la mano. Ella lo deja hacer, obediente. Junto al lecho él la besa. Esta vez las lenguas se encuentran, tantean, se exploran una a otra, recorren los dientes. Como en broma, casi travieso, él le toca los incisivos con los suyos y eso la hace reír.

—No seas payaso.

Lo ha dicho para ocultar la turbación, pues los cuerpos están pegados uno al otro, el abrazo es ahora más intenso y ella siente entre el vientre y el nacimiento de los muslos la presión del miembro endurecido del hombre. Una de las manos que apoyaba en sus caderas asciende lenta por la cintura hasta el arranque de un seno, deteniéndose justo ahí. Ella siente endurecérsele los pezones bajo la blusa. De pronto él alza la otra mano, índice en alto, como si acabara de recordar algo.

—Espera —dice.

Apartándose un poco con mucha calma, retira la colcha de la cama. Ella permanece de pie, inmóvil, observándolo mientras realiza la operación. Después él se le acerca de nuevo, la mira unos instante sin tocarla y al cabo emite una especie de suspiro suave, agradable, cómicamente resignado.

—Vamos allá —murmura.

Ella lo mira, suspicaz, intrigada por el comentario. O por el suspiro.

—¿Es una obligación?

—No —encoge los hombros—. Sólo son las reglas.

—¿Las reglas?

—Sí —mueve él la cabeza, con expresión casi inocente—. Una maravillosa obligación.

—No te entiendo.

—Claro que no. Apenas nos conocemos, todavía.

—¿Y crees que esta manera…?

—Esta manera es perfecta. La única posible.

Se ha acercado de nuevo y ahora desliza una mano entre sus muslos, bajo la falda, mientras vuelve a besarla. Y bajo el fino tejido de las medias, a ella se le eriza la piel. Cuántas veces habrá hecho esto, se pregunta con extraña lucidez, sorprendida de sí, como si hubiese dos mujeres distintas combinadas en la misma persona, una que siente y otra que observa. Con cuántas mujeres habrá él retirado la colcha de la cama y dicho vamos allá. Sin duda, las suficientes. Esa sangre fría no se improvisa, desde luego. No es algo que suceda, que se adquiera, en un par de minutos. Y sin embargo, todo transcurre con extrema naturalidad. Con delicadeza.

—Hay algo que quiero decirte —murmura ella.

La mira con rapidez, un destello breve de sorpresa en los ojos. Luego vuelve la sonrisa. Si es que te ha bajado la regla, me da igual, parece decir. O si estás fértil como una coneja, tendremos mucho cuidado. Puedes estar tranquila. El caso es que él la mira de ese modo elocuente, silencioso y sereno.

—No lo hemos hablado antes —añade ella tras un momento.

Él mantiene un instante, todavía, la mano bajo la falda. Luego la retira despacio aunque sin apartarla del todo, los dedos acariciándole con suavidad el arranque de los muslos.

—Lealtad, quizá sea la palabra —dice ella.

—Lealtad —repite él, mirándola a los ojos como si intentara situar el término.

—No estoy siendo desleal con nadie.

Asiente él despacio, al fin. Ha comprendido.

—Tengo un marido que…

Con la misma mano que acariciaba sus muslos, él le toca ligeramente la boca, pasando con suavidad los dedos sobre sus labios. Interrumpiéndola.

—No sé de qué me hablas —dice—. Ni me importa. Éste es nuestro territorio. Sólo nuestro.

Ella aún siente la tensión reemplazar por unos instantes al deseo. Atenuarlo. Imágenes externas danzan ante sus ojos, enturbiándole la mirada. Vagas sombras de remordimientos.

—No quiero que creas lo que no es… Lo que no soy ni debo ser.

—No creo nada más que lo que veo. Tú, yo y este lugar. Esta ventana y su paisaje. El resto del mundo se queda fuera. Lejos.

—¿Una especie de tregua? —comprende ella, o define por fin.

—Eso es.

—Una tregua y un lugar aparte, quieres decir.

—Sí.

Ahora siente deseos de reír, aliviada. De abrazarlo fuerte. De que él la abrace más fuerte todavía.

—Celebro que lo entiendas. No he venido aquí para hacer daño a nadie.

—Yo tampoco.

Él le ha puesto ahora el dorso de los dedos en el cuello como si le tomara la temperatura, buscase el latir de sus venas o pretendiera sentir su respiración.

—¿Todo está bien? —pregunta.

Ella suspira entonces muy hondo, relajada al fin. Todos sus remordimientos y su pudor se han desvanecido diluyéndose en la luz silenciosa, ajena a las palabras, de los ojos masculinos que la observan.

—Sí —responde feliz, serena al fin—. Todo está bien.

Fuente: Arturo Pérez-Reverte, La Nación