Montevideo, 1948.- Otra posibilidad es que se hayan conocido en un café, como sugirió una hija de Felisberto. O en la embajada uruguaya, según algunos amigos. Todos concuerdan en el diálogo y en que ella dio el primer paso.
Ansioso por presentarla ante su amigo el profesor Benvenuto y los dos hijos, Felisberto pidió a la novia que organizara una cena en Passy. Al saludar a Carlitos, el mayor de los adolescentes, ella se conmovió, o fingió conmoverse, y apenas contuvo las lágrimas porque, le dijo, su rostro le recordaba al de su hijo Julián, que había muerto a los doce años.
Los jóvenes quedaron muy impresionados por la bienvenida y sobre todo por la deliciosa comida española. Carlitos, quien años después sería una especie de padrino mío, recordaba con entusiasmo su tortilla babé, al parecer única en el punto justo del dorado exterior. También hablaba de la cocinera, “una mujer muy buena moza, muy guapa, muy dicharachera, con esa gracia andaluza”, como decía todo el mundo. Ella contaba que había asistido a clases en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París, donde hacía ejercicios de memoria visual, como mirar a un modelo vivo durante cinco minutos y después dibujarlo. Llevó a Montevideo uno de esos bosquejos, el desnudo de una joven senegalesa que conservaban los Ramírez.
Entre el flechazo en París y los planes de casamiento en Montevideo no pasaron más que unos pocos meses. La “Operación María Luisa”, como la llamó después Fló, fue fulminante.
“María Luisa me pide que busquemos juntos un apartamento (en Montevideo). Ella piensa estar tres meses sin hacer nada antes de instalarse y tendrá $$ cómo hacerlo”.
Felisberto era tan pobre que cuando Supervielle quiso conocerlo no tenía ropa adecuada para presentarse en su casa. Carlitos Benvenuto le tuvo que prestar los zapatos (“Nunca me los devolvió”) y su padre, el traje.
Entre los amigos, ninguno se sorprendió cuando llegó a Montevideo la noticia del súbito casamiento. Toda la vida amorosa de Felisberto había sido precipitada, ya había pasado por dos matrimonios oficiales, otro informal, tenía dos hijas y, en ese momento en París, dos novias: María Luisa y una inglesa que posiblemente se llamaba Fiora.
Si bien hacía varios años de su separación de Amalia Nieto, el divorcio no se había formalizado. Apurado —o presionado por el apuro de María Luisa— compró un pasaje a Montevideo para el 20 de mayo, dos meses antes de la finalización de la beca, el 31 de julio de 1948. Su intención era liquidar el asunto del divorcio lo antes posible y esperar a María Luisa para luego casarse allá. Pero las cosas no iban a ser tan sencillas.
Los Benvenuto comieron en el apartamento de Passy varias veces antes de que se produjera lo que los amigos bautizaron como “la doble despedida”. En nuestras evocaciones de Montevideo, ese era el top hit de la mitología felisbertiana. Veinte años más adelante, amigos íntimos de los hijos de Carlitos, mi hermano y yo participábamos de sus tertulias familiares los fines de semana. Solían ser por las tardes, mientras los mayores tomaban unos mates y los chiquilines les pedíamos que nos volvieran a contar “las dos despedidas de Felisberto”. Historiador y escritor, Carlitos era más bien callado y solía ser su esposa Myriam quien cedía a nuestra insistencia. Peinada con unos batido saltos tipo Brigitte Bardot en versión negro azabache, con su voz de contralto nos contaba lo ocurrido el 20 y el 21 de mayo de 1948, cuando Felisberto había insistido en que los Benvenuto lo acompañaran dos veces a la estación de trenes de Austerlitz. La primera fue con María Luisa. Los novios se despidieron en el andén flanqueados por Carlitos, su padre y su hermano. Felisberto abordó el tren a Burdeos, donde debía embarcar hacia Montevideo. Pero, lejos de llegar a ese puerto, se bajó en la primera estación para volver a Austerlitz. La segunda despedida fue al día siguiente y estuvo dedicada a la novia inglesa, una muchacha en silla de ruedas “absolutamente deforme, muy simpática, con problemas para comunicarse”, a quien había conocido en unas jornadas universitarias de Navidad. Esta vez Felisberto siguió viaje hasta Burdeos, donde lo esperaba el transatlántico.
Mientras él agilizaba los trámites del divorcio en Uruguay, los documentos falsos de María Luisa se atascaban en la burocracia parisiense y aplazaban el casamiento. Si su condición de refugiada política le había permitido una cobertura adecuada en Francia, para un viaje transoceánico necesitaba un pasaporte en regla. Y un pasaporte en regla valía oro para un agente secreto, nada fácil de obtener. De manera que Felisberto tuvo que acudir a sus vínculos con la diplomacia. Solucionaron el engorro sus viejos amigos Esther y Enrique Cáceres, una escritora y un psicoanalista que reunían en su casa a la flor y nata de la intelectualidad montevideana.
“Parece que se le ve la pata a la sota, que se resolverán los papeles de M Luisa; pero hay para escribir un libro. Esther le escribió una carta a Blanco Acevedo, embajador nuestro en París. Hemos pasado las angustias más espeluznantes”.

Gracias a las gestiones de los amigos, María Luisa obtuvo un pasaporte provisorio de las autoridades francesas visado por el cónsul uruguayo. El documento, de solo un año de validez, la obligaba a casarse cuanto antes si quería permanecer en Uruguay.
Se embarcó en la primera clase del buque Kerguelen en Burdeos el 3 de diciembre. La fachada pudiente no le permitía viajar en segunda, y para eso contaba con el apoyo de Moscú. Pasó la Navidad en el barco, con un incipiente dolor de muelas que fue creciendo durante la travesía. Pese a las molestias, podía estar satisfecha. En el comedor conoció a un senador del Partido Colorado y a otras personalidades. La realidad, una vez más, estaba superando todos los planes trazados. Aun antes de pisar América ya había establecido contactos y su documentación uruguaya, si lograba el casamiento, estaba en marcha.
Atenta a tender lazos hacia las amistades que se proponía granjear, desde París le había enviado una carta cordial a la exesposa de Felisberto, y este solo gesto ganó su estima. Otra ex, Paulina Medeiros, contó que Felisberto “se enamoró de la viuda de un combatiente español muerto en un campo de concentración”. Una de las fábulas de María Luisa. Desembarcó en el puerto de Montevideo el 27 de diciembre con un falso Certificado de Identidad y de Viaje para los Refugiados Españoles. Se inscribió como María Luisa de las Heras de Darbat y rellenó un formulario en el que mezcló datos falsos y auténticos de su marido, de sus padres, de sus tíos y de paso se sacó un año de edad.
El pasaporte la describía con precisión de identikit: “Un metro y sesenta y tres centímetros de estatura, cabellos negros, frente recta, ojos castaños, nariz recta, mentón redondo, cara ovalada, tez mate”.
En esos últimos días de 1948 se hospedó con su prometido en la pensión de la “pieza murriñenta”, como la llamaba Felisberto, en la calle Juan Manuel Blanes 1324, aunque para guardar las apariencias daba una dirección en la misma calle pero en el número1138. Si bien para enerode 1949 los papeles del divorcio estaban a punto, la feria judicial atrasó el casamiento un mes más. Sin perder el tiempo, la pareja buscaba apartamento para alquilar.
“Por fin encontramos un piso entero para nosotros, es maravilloso, de piezas grandes, lujoso, teléfono, calefacción, dos ascensores, una gran terraza, etc. Queda en Br. España y Paullier. Era de lo más apuro porque ella quiere ponerse a trabajar cuanto antes. Cuesta $120.000 mensuales”, escribió Felisberto a su familia, que vivía en el interior del país.
Todo giraba, ahora, alrededor de María Luisa. Pero no pudieron mudarse de inmediato porque ella tuvo que hacerse varias intervenciones odontológicas a las que él asistió, diligente. Las primeras semanas en Montevideo se fueron en las visitas al centro radiológico y al consultorio del dentista, que eran diarias debido al estado de su dentadura, descuidada durante la temporada en las estepas. Pero también se divertían. Según unos amigos, una noche en el balneario Solís María Luisa bailó flamenco con castañuelas ante varios artistas y poetas.
Finalizada la feria judicial, ya sin impedimentos legales, la pareja se casó el 14 de febrero. Hasta que pudieran mudarse al piso alquilado, los Cáceres les prestaron el ático de su apartamento. El edificio Rex, erigido sobre la esquina de la avenida 18 de Julio y Julio Herrera y Obes, en el corazón de la ciudad, es una de las más bellas obras modernistas uruguayas. El ático, un gran ambiente vidriado, está bajo la cúpula azulejada, que tiene a esa altura un extraordinario mirador circular. Los Benvenuto vivían a la vuelta, lo que propiciaba tertulias, cenas, mates y vermuts. En ocasiones, se unían a las reuniones los estudiantes que acudían a los cursos sobre Freud que daba Enrique Cáceres en su apartamento.
En la planta baja del edificio estaba el cine, decorado con un vitral del dios Pan tocando la flauta. Con mi hermano y los chiquilines Benvenuto vimos en el Rex My fair lady y todo el James Bond de los años 60. El ingenioso régimen continuado nos permitía volver a ver la película hasta que el acomodador nos echaba a la hora del cierre.
Durante el periodo del Rex, María Luisa siguió trenzando relaciones fructíferas. A poco de instalarse, ya había logrado la confianza de la empleada doméstica de unos vecinos. María Barrios, costurera por afición, iba a ser una pieza esencial en el engranaje que estaba empezando a girar. La española le sufragó un curso de corte y confección por correspondencia y le ofreció algunas labores de aguja. Por las tardes, después de servir el té a su patrona, María Barrios se apresuraba a pedir permiso para subir al ático a coser. El oficio de ayudanta de modista significaba menos un ascenso social que la liberación de un trabajo esclavo que carecía de perspectivas. De alrededor de cincuenta años y una fidelidad a prueba de balas (podría decirse que en un sentido literal), María Barrios nunca dijo una palabra de más, aun cuando fue entrevistada por el periodista Fernando Barreiro en varias ocasiones. Y cuando la dijo, fue para negar todo: “¡No! Ella no era espía de Rusia. Ella era gitana de Ceuta”. Era absolutamente imposible que fuera una espía de los rusos, porque era anticomunista: “Ella estaba con Luis Batlle (un político uruguayo) y era todo por el Uruguay. Y cuando decía Uruguay se ponía la mano en el corazón”.
Entre estas dos mujeres se fraguó una relación singular refrendada por actas, contratos de por vida, algo así como pactos de sangre nada ajenos a las prácticas del espionaje. Un vínculo similar, pero de una hondura dramática más profunda, fue el que unió a María Luisa con los cuatro integrantes de la familia Ramírez. Para cada uno de ellos, tanto para Esther Dosil como para su esposo, tanto para Luis como para el Cabeza, esta relación fue única y definitiva y los enlazó, abrazó o estranguló hasta la muerte.
Sus tácticas de aproximación obedecerán a un orden sistemático. Se va a declarar amante de los niños y disponible para cuidarlos: va a llevarlos de paseo, hacerles regalos, mecer las cunas. Como adición, ofrecerá sus servicios de modista. Con cualquiera de estos dos pretextos logrará entrar por la puerta grande de la vida doméstica y acceder a secretos e intimidades de utilidad para su trabajo de espía. Se ofrecerá de madrina, de abuela o de niñera de los chiquilines; oficiará de madre o de hermana de las amigas; se hará necesaria como parte integrante de cada núcleo familiar. Jamás llegará a una casa con las manos vacías. Comprará masas y dulces en las confiterías más refinadas de la ciudad y no escatimará en las cantidades. Por último, si bien se presentará como una exiliada de la República, va a demostrar ante casi todos indiferencia ante cualquier tema político. Pero no ante todos.
Los hilos del ovillo
Montevideo, 1949-1953
María Luisa conoció a Esther Dosil de Ramírez, discípula en los grupos de estudio de Cáceres, en el living del apartamento del Rex. Esther todavía sentía con vivacidad el desgarro que había significado para su familia, de raíces asturianas y gallegas, la tragedia de la Guerra Civil. Había militado en la Casa de España y en el Centro Español de Montevideo, y apenas se enteró de que María Luisa era española no contuvo su entusiasmo al interrogarla por las batallas perdidas de la República. La conversación fue tan atrapante que María Luisa, alerta ante las inmensas posibilidades operativas que podía brindarle este nuevo personaje, propuso un encuentro un par de semanas más tarde.
Casada con el historiador Arbelio Ramírez, tan culto y pobre como ella, madre de dos niños y bibliotecaria de la Facultad de Humanidades a tiempo completo, Esther apenas tenía aliento para seguir estudiando. Pero poco después de terminar el curso con Enrique Cáceres se inscribió en la carrera de Psicología. Huérfana, de un físico más bien robusto, pelirroja, tanto que cuando era gurisa le decían “pelo con tuco”, había trabajado desde los once años limpiando en casas de familia, mientras leía a escondidas a Émile Zola. Inteligente, empecinada, la educación formal se ofrecía ante ella como el único mecanismo posible de movilidad social.
En el año 1949, cuando María Luisa irrumpió en sus vidas, las rutinas cotidianas de los Ramírez no incluían grandes diversiones, afectos expansivos y menos aún despilfarros. Vivían en un modesto apartamento alquilado de la zona del puerto, en la calle Cerrito 196, esquina Maciel. Los fines de semana, mientras Arbelio preparaba las clases en el IAVA, un instituto de enseñanza secundaria, Esther solía cocinar y lavar la ropa para adelantar las faenas domésticas de los días siguientes. En este cuadro de apretada austeridad, la llegada de María Luisa con sus cajas de regalos envueltas en cintas dora- das, el buen humor y las bromas salerosas era mucho más que una nueva alegría.
Los domingos al mediodía aparecía con Felisberto, cargada con unos ravioles deliciosos que compraba en una fábrica de pastas de Pocitos, y con vinos que no se conseguían en los almacenes comunes. “Era muy alegre y se fue haciendo querer mucho por mis hijos, para los que fue como una abuela, aunque un tanto joven. Se venía a casa y traía lo que nosotros no podíamos comprar, que era uno o dos kilos de masas de La Mallorquina, y se instalaba con su charla, con su alegría y todo ese cariño que desparramaba. A partir de cierto momento, las visitas de María Luisa se hicieron muy importantes como ayuda y como apoyo para nosotros”, contó Esther.
Mientras ella cocinaba o lavaba los platos, María Luisa la entretenía con chistes verdes que hacían reír a todos y con anécdotas de sus nuevos amigos, los jóvenes Benvenuto y Fló. También jugaba con los chiquilines, pero lo que más le atraía era conversar con Arbelio. Después del almuerzo y las largas sobremesas, Felisberto se iba a tomar un café en un bar del centro y entonces Arbelio y María Luisa se quedaban charlando por varias horas. Simpatizante del Partido Comunista pero no afiliado orgánico, al profesor le interesaban la Revolución rusa, la historia de España, la Guerra Civil. Solo con él María Luisa hablaba de política.
En 1955 Esther recibió una invitación de la Unesco para perfeccionarse en bibliotecología en Francia. A su regreso en el barco Louis Lumiére, seis meses después, Arbelio y sus hijos la recibieron en el puerto junto a María Luisa. El Diario publicó, el 6 de abril de 1956, una foto que la muestra para- da tras Esther, con las cejas altas dibujadas a lápiz y una mira- da esquiva. Como todo espía, detestaba que la fotografiasen, pero no pudo evitar que el periódico registrara el regreso de la becada uruguaya. Esa imagen, que tengo en mi poder, hasta ahora no trascendió.
Con el tiempo empezó a llevar a los niños al cine, un programa que seguía en el parque y terminaba en la juguetería. Y volvían los tres cargados con paquetes. Solía entregarle a Esther una pila de camisetas para los botijas, calcetines o cuadernos y lápices de colores que la familia festejaba. “Yo disfrutaba de ella porque era como una madre protectora que me había salido —contó Esther en la grabación—. Atinaba a hacerles obsequios a los chiquilines que coincidían con cosas que se necesitaban”. A ella le regalaba perfumes, medias de nylon y maquillajes que Esther apreciaba muchísimo porque era coqueta y no podía darse el lujo de gastar en esas fruslerías pequeñoburguesas. Cuando le propuso hacerle un vestido, lo cosió un poco a ojo, después de tomarle las medidas sobre el cuerpo al tuntún, sin mayor cuidado. Una de las pequeñas revelaciones de la grabación de Esther —de las grandes voy a hablar más adelante— fue que María Luisa era una pésima modista. Ni siquiera le gustaba coser: “Hizo algún que otro vestido, y rezongó mucho por tener que hacerlo, pero eran compromisos sociales. Ella era una artista para dibujar y planificar, no sé si era así para coser. Después no cosió más”. Según Fló, la cobertura de alta modista fue una ficción notable. “Cuando le preguntás a la gente, ninguna parece haber recibido una prenda magnífica, y alguna que recibió, no quedó contenta. Al final de cuentas había una decepción sobre los talentos vestimentales de María Luisa… Le dio un trabajo enorme cumplir con una mínima decencia las responsabilidades que había asumido”.

Entre estos compromisos sociales se incluía la relación con la poeta Ida Vitale. “Creo que para el casamiento me haré un tailleur negro con el género que me regaló Ángel, y tengo ganas de encargárselo a María Luisa, la mujer de Hernández”, escribió Ida en una carta. Conquistada por la simpatía de la modista, le encargó el tailleur. Además, se llevó a su luna de miel una gabardina que ella le había confeccionado. Años más tarde, en un texto sobre Felisberto, describió a María Luisa como una “andaluza, lustrosa de piel, expansiva y sin inhibiciones”.
En vez de alquilar aquel apartamento lujoso de bulevar España, se mudaron a un apartamento en Brito del Pino 829, un barrio pituco pero desprestigiado por su relativa cercanía con el penal de Punta Carretas. María Luisa se había quejado mucho, ante Esther, del pequeño ático del Rex y su incómodo baño. Sin abandonar Brito del Pino, al poco tiempo alquiló otra vivienda en la planta baja de Colonia 876, donde montó el taller y un laboratorio para revelar fotos. También hizo acolchar los muros y colocar burletes en las puertas, con el pretexto de no perturbar a Felisberto. Es cierto que él era un maniático con los ruidos, pero su celo debió responder a la necesidad de ocultar el radiotransmisor que estaba por adquirir.
En los comienzos del taller, contó Paulina Medeiros, para que Felisberto “pudiera entregarse a su obra sin molestias, la española le alquila fuera de su propio departamento, una habitación capaz de servirle de refugio, lejos de la charla y asiduidad de su clientela”. La excusa de protegerlo de los par- loteos de las clientas y del traqueteo de la Singer ilumina la eficacia del cuarto de costura como cobertura.
Su simpatía, los famosos platos españoles y la especial inclinación que mostraba hacia los niños y los jóvenes lograron que el apartamento se convirtiera en el cenáculo que reunía a la barra que se estaba formando. Los Benvenuto y sus amigos poetas, pintores y escritores ya formaban parte, o estaban por hacerlo, de la vanguardia artística montevideana.
A fines de los 40, también pasaron por la calle Colonia algunos amigos de Juan Carlos Onetti, otro gran escritor uruguayo. Entre ellos, varones en su mayor parte, había una jovencita a la que los biógrafos describen de manera similar: “Faby era una muchacha hermosa, intelectual, pero con un encanto especial que consistía en ser adolescente y a la vez, ya mujer. Tenía el aire de la Maga de Cortázar, y enloquecía a todo el mundo noctámbulo de las dos orillas del Plata”, registra Carlos M. Domínguez en las páginas que dedica a Faby. “Entonces tenía un aire místico que derivó hacia las religiones orientales. Pero una crisis existencial volvió a dejar atónitos a los amigos que la frecuentaban. Repentinamente, como si hubiera hallado una puerta insospechada, cambió las religiones por la mística del sexo. Comenzó a deambular con una seductora boina en la cabeza y la convicción de que entregarse a un solo hombre era un acto egoísta que nadie merecía”.
Pues bien, Faby era mi madre.
Y hay algo que Domínguez y sus fuentes ignoraban: esas convicciones le habían sido transmitidas por una nueva amiga, una española mayor, atrevida, culta, sensacional: María Luisa, la modista.
La crisis existencial, esa puerta insospechada, coincide exactamente con las primeras visitas al taller de costura, que quedaba a solo cinco cuadras de la pensión donde vivía Faby con mi abuela española. Allí se reunían los onettianos para escuchar música clásica —se tendían en el piso, cortinas cerradas, luces apagadas— en el periodo místico al que alude el biógrafo. Uno ponía los discos y los demás debían identificar el nombre del compositor y de la obra. Esta pieza de nuestro anecdotario familiar se completa con el testimonio del escritor Manuel Claps y su vuelta de tuerca: “Todos los hombres que la rodeaban entonces iban a la pieza donde vivía con la madre y se agarraban unas calenturas frenéticas. Armaba unos líos espantosos”.
Una de esas madrugadas, en un bar del centro, Onetti y Faby conocieron a Nina Kandinsky. La viuda del pintor enloqueció de amor y de celos a Onetti hasta el punto de hacerle partir un vaso contra el borde de la mesa y rozar con los vidrios sus muñecas: “Ahora me voy a suicidar”. Esa noche quien se llevó a Nina Kandinsky, dice el biógrafo, fue Faby.
Cuando la modista le decía a mi madre: “Ven, ven a almorzar, ven aquí que te hago un vestido”, ella iba encantada. Las conversaciones con María Luisa, lejos de la frivolidad, eran una pedagogía. Las ideas de liberación femenina y libertad sexual que les trasmitió a las muchachitas que rondaban la calle Colonia conformaban una ética feminista que estaba a la vanguardia de los movimientos de esos años. María Luisa fue para ellas el manual de Masters & Johnson. En su semántica no había novios; ese apelativo, despreciado por burgués, estaba excluido de su acervo enciclopédico; se hablaba de amantes. Leían a Virginia Woolf, a Simone de Beauvoir, a Alexandra Kollontái, a Mary McCarthy y, después, a Betty Friedan. El segundo sexo era su Biblia, Memorias de una joven formal y La plenitud de la vida, la Enciclopedia.
A poco de conocer a Elsa Methol, María Luisa le ofreció hacerle un vestido. Con esa excusa, la muchacha se dejaba caer en la calle Colonia casi todos los días. A los diecisiete o dieciocho años Elsa era un terremoto, vivía prácticamente en casa de la española y se había enamorado de Sergio Benvenuto, el hermano menor de Carlitos. Comensal diaria de su mesa, Elsa decía que era hija de la modista y a nadie le parecía raro.
Así, entre María Luisa, los Benvenuto, Elsa Methol y otros pocos se fue tejiendo una textura de amistades y amores. La familia Fló fue parte vital del entramado. Endogámicos, los miembros del cenáculo se casaron, viajaron, se separaron, fue- ron amantes, amigos y enemigos sin dejar del todo de formar parte de ese tejido compacto. Cuando tuvieron hijos, no cesaban de repetir que María Luisa se había convertido en una abuela de todos ellos. Es decir, de nosotros.
Los Ramírez no pertenecían a nuestro círculo. “Ella no mezclaba”, dijo Esther. “No quería que se conocieran sus amigos entre sí, salvo los que ya eran grupos. A nosotros nos tenía bastante aislados”. Una fina línea dividía a los Ramírez del resto, los que le iríamos a servir de fachada o de contacto con la política y la diplomacia. Rulito, como le decía Arbelio Ramírez a María Luisa, mantenía su vínculo con la familia en una celosa intimidad, aplicando el mismo criterio de compartimientos estancos de las células guerrilleras, sin conexión entre sí. Todavía no estaba clara la función de los Ramírez en su constelación, pero desde los comienzos hubo dos jerarquías: los de arriba y los de abajo. La lucha de clases.
Sus relaciones con personalidades públicas eran sorprendentes e insospechadas. Un mediodía, en el restaurante El Águila, el general Óscar Gestido se acercó a saludarla. El hijo menor delos Ramírez, que estaba en la mesa, se asombró cuando, al año siguiente, reconoció a aquel hombre: era el nuevo presidente de la república.
Para Esther Dosil, ella vivía “en guerra” con Felisberto. Las dos mujeres, en complicidad, durante los almuerzos se miraban en silencio cuando él decía alguna grosería. Felisberto era muy gracioso al contar historias y Arbelio solía pedirle que les relatara la trama de sus relatos. Una vez les leyó “Muebles El canario”, un cuento hermoso que fue muy festejado. Pero Esther le tenía antipatía: “Era despectivo. Aparte de ordinario era agresivo con María Luisa, y nos ponía en ridículo a ella y a mí. María Luisa se reía y yo me reía junto con ella, pero a mí no me hacía gracia. María Luisa se reía porque ella tenía una gran facilidad para la sociabilidad y para reírse, y para tomar del modo más adecuado los disparates de Felisberto. A veces decía cosas horribles”.
Los Ramírez recordaban con incomodidad la diversión de María Luisa cuando relataba anécdotas cruentas de la Guerra Civil. Los republicanos habían jugado a la pelota, contaba entre carcajadas que nadie compartía, con la cabeza cortada de un cura. La familia se espantaba ante ese humor feroz y María Luisa cambiaba de tema.
Hacia fines de la década de los cuarenta, su enlace dejó de transmitirle mensajes y dinero del Politburó, al que los iniciados llamaban “el Centro”. Vadim N. Kirsanov, segundo secretario de la embajada soviética, se había vuelto invisible para María Luisa. Ella no tenía vinculaciones con el Partido Comunista uruguayo, al que criticaba cuando charlaba con Arbelio. En esos días, Esther Dosil fue a verla al apartamento de la calle Colonia, preocupada porque no había ido a visitarlos el último domingo. “La encontré llorando amargamente. Estaba con un llanto y una pena, una indignación y un llanto muy grandes, y me dijo que se había quedado sin dinero y que estaba muy sola y aislada”. Desde la otra habitación, escuchó Esther, resonaban las carcajadas de Felisberto y del poeta Luis Caputi, que lo ignoraban todo. Para ofrecer credibilidad a Moscú, María Luisa necesitaba conseguir la residencia uruguaya, una papelería que estaba en marcha pero llevaría unos meses más.
Felisberto y Caputi coincidían muchas veces en el apartamento. Una noche las dos amigas asistieron, desde el living, a un encuentro sexual entre los hombres, que se produjo en el dormitorio. Al parecer, esto sucedía a menudo. Ofendida por las inclinaciones de Felisberto, Esther lo calificó de “homosexual y degenerado”.
En diciembre de 1949, Felisberto publicó en la revista Escrituras el cuento “Las Hortensias”, dedicado “A María Luisa”. En la tapa de un ejemplar que le regaló, con tinta violeta agregó a la dedicatoria: “el día que dejamos de ser novios”. Este cuento o nouvelle introduce, de un modo lateral, la idea del espionaje. Las hortensias del título aluden a unas muñecas, personajes centrales del relato: “Muy hermosa, señor. Se parece mucho a una espía que conocí en la guerra”, dice sobre una de ellas Alex, el criado del protagonista. Por si faltaran otras similitudes, las muñecas son en un principio maniquíes, y el ruido incesante de unas máquinas se sostiene durante toda la narración. “Las Hortensias” parece un tipo de alegoría, pero fue escrito en Francia poco antes de que la pareja se conociera. Claro que Felisberto pudo corregir o reescribir después el cuento. Entre tantos rumores que corrieron, se dijo que María Luisa escondía el radiotransmisor en los maniquíes del apartamento de Colonia. Su ahijado Luis Ramírez fue quien me dijo que la radio estaba debajo de la máquina de coser. Este testimonio, por la proximidad única del muchacho con María Luisa, tiene más peso que una prueba forense.
Como sugería, premonitorio, el agregado manuscrito a la dedicatoria, en este periodo empezó a gestarse la separación de la pareja. En plena facultad de sus técnicas de contrainformación,
María Luisa comenzó a difundir entre los cercanos los desacuerdos matrimoniales. Ninguno desconocía la pereza de Felisberto, que Fló llamó “el egoísmo monstruoso del Gordo”. Compadecían a “la española”, como la llamaba Felisberto, que lo mimaba con sus papas fritas y una casa siempre hospitalaria para los amigos. Les decía que ella “tiraba del carro, que lo iba a matar, que trabajaba como costurera para comer”. En sus protestas ponía el énfasis en Calita, la madre de Felisberto, a la que todos conocían por un temperamento tiránico y su empeño por entrometerse en los asuntos del hijo. Según los rumores, las dos mujeres llegaron a enfrentarse en una fuerte disputa. Pero Felisberto no parecía estar al tanto de estos conflictos domésticos. Preocupado por las habladurías, el padre de los Benvenuto lo interrogó: ¿la relación había mejorado? Él se sobresaltó: “Yo creí que éramos felices”.
Aquejada de una dolencia al corazón en la que todos creyeron, un día anunció que viajaría a Europa para hacer unas consultas médicas. Los amigos quedaron con la impresión, transmitida por ella misma, de que Felisberto no la había apoyado en esa delicada situación. A la vuelta se separaron sin más y Calita, de una hostilidad incorruptible, dio diferentes versiones sobre las razones. “Porque Felisberto no soportaba que ella fumara”, decía en las conversaciones ajenas al círculo rojo. En la intimidad le dijo a Amalia Nieto, la segunda esposa, que se habían separado porque ella era una espía. La madre del profesor uruguayo Gabriel Saad, íntima de Calita, corroboró el chisme. Cuando esta versión trascendió, a todos les pareció un disparate y nadie le dio importancia. Felisberto se cuidó mucho de mencionarla.
Para 1951 Felisberto ya estaba viviendo con su madre, otra vez en una pensión. Pese al distanciamiento estaban en buenos términos, ya que él testificó a su favor cuando tuvo que solicitar la ciudadanía. Nadie duda de que ella lo apoyó económicamente para mantenerlo de su lado. Una vez separados, Felisberto fue más bien objeto de risas que de críticas.
—María Luisa, te tengo que decir una cosa —su joven amiga Barenka Lezama estaba agitada—. Hoy o mañana se casa Felisberto con Reina Reyes.
—El cura’e su pueblo los va casar —respondió ella. Se rieron como locas. ¿Se burlaban a cuento de las peripecias homosexuales de Felisberto? ¿De sus matrimonios y divorcios múltiples?
En septiembre de 1952, ya separada, consiguió la nacionalidad uruguaya. Tanta laboriosidad había dado sus frutos. Con la residencia permanente y sus documentos en regla, libre para empezar su actividad de espionaje permaneció unos meses más en el apartamento de la calle Britos. La planta baja de Colonia quedó como taller y vivienda para la costurera María Barrios, que dejó definitivamente su trabajo como doméstica en el Rex.
En1953 se fue a vivir, ya sola, a un pequeño departamento en Franzini 829, casi 21 de Setiembre. Una vez obtenida la ciudadanía, la comunicación con el Centro volvió a fluir. Recibió dinero suficiente para la misión y un aparato de radio —el que escondió bajo la máquina de coser— con el que empezaron las transmisiones. En abril de 1956 firmó la escritura de una casa en la calle Williman 551 por la que pagó, al contado, veinte mil pesos uruguayos.
Pável Sudoplátov menciona las tareas de la española en este periodo: “El equipo de ilegales en Latinoamérica, quienes regularmente viajaban con diversos pretextos a Estados Unidos, eran expertos en acciones de sabotaje. Todos habían participado en la guerrilla contra los alemanesdurante la gue- rra. Estos incluían a Vladimir Grinchenko, Mijail Filonenko y la antigua secretaria de Trotsky, María de la Sierra, alias María Luisa”. El mismo Grinchenko alude a ella como “responsable de los ilegales en Europa y en América Latina”.
Fuente: La Nación