Desde el origen de los tiempos, los seres humanos hemos sentido fascinación por nuestra propia imagen, de manera que los espejos han acabado convirtiéndose en una herramienta indispensable en nuestras rutinas.
Los artistas también sintieron la misma atracción por los espejos, ya que les permitía hacer visible lo que permanecía oculto a los ojos del espectador. Sin duda, el ejemplo más recordado y característico del uso del espejo es el Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa (1434), por Jan Van Eyck, una obra que ha pasado a la historia por el uso brillante de este elemento.
La pintura es más conocida como El matrimonio Arnolfini, nombre que recibe debido a la teoría del famoso historiador del arte Erwin Panofsky, quien sostenía que el cuadro representaba en realidad el enlace entre ambos retratados, y que el sacerdote y los testigos indispensables para la ceremonia aparecían representados ocultos en el espejo. Sea o no real esta hipótesis, cuestionada en la actualidad, lo cierto es que entre los personajes reflejados en el espejo, que estarían situados en el lugar que hoy ocupa el espectador frente a la pareja, se encuentra el propio Jan Van Eyck que, no contento con autorretratarse, señala su presencia en una inscripción sobre este, que le sirve de firma: «Van Eyck estuvo aquí».
¿No te resulta familiar lo de que un artista incluya su propio autorretrato en una obra? Sin apenas esfuerzos seguro que te viene a la cabeza un cuadro muy especial, una de las joyas de la corona del Museo del Prado: Las Meninas (1656), de Velázquez. Y es que, en esto de autorretratarse, el pintor sevillano gana todos los premios: es complicado superar a un artista que osa a colocarse a sí mismo en la composición de la familia real, y además lo hace con descaro. La posición que ocupa el pintor frente a los espectadores ha envuelto a esta obra en un halo de misterio y ha hecho que nos preguntemos si no seremos nosotros los representados en el lienzo que está pintando. Sin embargo, el reflejo del espejo que hay al final de la sala nos permite salir de dudas: las personas cuya apariencia estaría siendo capturada por el pincel de Velázquez son Felipe IV y Mariana de Austria .
El uso del espejo para retratar lo que no puede ver el ojo del espectador, lo que supuestamente quedaría a su espalda, es un recurso bastante común. El ejemplo más representativo tal vez sea el de Un bar aux Folies Bergère (1882), la última obra de Manet, en la que lleva esta curiosa técnica al extremo. Ahora el espejo lo inunda todo, hasta el punto de que únicamente la barra y la camarera del bar, que parece mirarnos atentamente, son reales y no un simple reflejo. Y decimos parece porque es precisamente el espejo el que nos permite ver una realidad muy distinta que de otra manera habría permanecido invisible: la joven, que se llamaba Suzon y que realmente trabajaba en ese famoso cabaret parisino, se enfrenta a una conversación poco interesante con un caballero.
Una puerta a nuevos mundos
Más allá de un recurso con el que representar la realidad, los artistas encuentran en el espejo un mundo nuevo, una manera de colocar a los espectadores en un lugar incómodo y alejado de la realidad que les obligue a hacer uso de su percepción. El espejo representado por el artista belga Paul Delvaux en Le Miroir (1936), por ejemplo, se escapa a todas las leyes de la lógica, enfrentando a dos figuras totalmente antagónicas: la desnudez frente a los ropajes más lujosos, el interior frente al exterior, etcétera. ¿Y cuál es el significado? Lo cierto es que cada uno puede extraer el suyo propio. Sobre el uso de los espejos en la producción de Delvaux, Gisèle Ollinger-Zinque escribe: «El espejo se ha convertido en una especie de segunda vista, un reflejo de lo oculto, de lo maravilloso, de lo tácito. Una segunda visión del mundo del artista».
Este mismo uso del espejo es el que explica la artista surrealista Dorothea Tanning, que en una entrevista con Alain Jouffroy en 1974 señalaba que su primer arte exploraba este lado del espejo (que para ella es una puerta), mientras que su pintura posterior se sitúa en el otro lado, en un «vértigo perpetuo» en el que una puerta conduce a otra y que es una auténtica invitación a ir un paso más allá, y explorar el mundo de los sueños. Cumpleaños (1942), un autorretrato de la propia artista, ejemplifica muy bien el concepto de la puerta perpetua.
¿Una foto espejo?
Como te contábamos en este artículo, aunque el auge de los smartphones ha popularizado los selfies, la realidad es que su concepto está lejos de ser una novedad. Nuestras populares fotos delante del espejo no son una excepción: algunos artistas hicieron uso de este elemento como recurso en su búsqueda de valoración y autoconocimiento, copiando el reflejo que les devolvía en sus autorretratos. Ya hemos visto autorretratos ocultos, como el de Van Eyck en El matrimonio Arnolfini, pero también hubo artistas que colocan el espejo como protagonista indiscutible de sus composiciones.
En el Autorretrato con espejo convexo (1524), Parmigianino, uno de los máximos exponentes de la pintura manierista, realiza una copia prácticamente exacta de su reflejo. De hecho, la obra tiene la misma forma y proporciones que el espejo que sirvió de inspiración a su artista. Y va un paso más allá: copia las deformidades fruto de la peculiar forma del espejo, al contrario que la mayoría de sus contemporáneos que más bien corregían este tipo de imperfecciones. Fue precisamente su originalidad, unida a la calidad técnica, las que hicieron que otros artistas echaran el ojo a la pintura y siguieran su estela.
Seguro que alguna vez te has enfrentado a la obra de M. C. Escher, un artista de estilo único y del que ya recopilamos 14 obras fascinantes. Entre los múltiples acertijos visuales que lo caracterizan, uno de los más famosos es Tres esferas II, una muestra de la fascinación del artista por los reflejos. Cada una de las esferas están hechas de un material: la de la derecha es opaca, mientras que la de la izquierda es transparente y ofrece un estudio realista de su comportamiento ante la luz. Pero la más interesante es la central en la que, como hizo Parmigianino, comprime su propio autorretrato deformado, añadiendo en este caso la representación de la estancia en la que se encuentra.
Si a ti también te fascinan los reflejos, te recomendamos que visites el Cloud Gate, obra del escultor indio-británico Anish Kapoor. Situada en pleno corazón de Chicago, en el Millenium Park, The Bean (la alubia), como se la conoce popularmente, se ha convertido en auténtico icono de la ciudad americana, que recibió más de 12,9 millones de visitantes solo en la segunda mitad del año 2016. El propio Kapoor ha reconocido que cuando construyó esta pieza no podía ni imaginar hasta qué punto el reflejo que ofrecería sería tan impresionante ni cómo, su primera obra monumental al aire libre, acabaría convertida en un icono con fama internacional.
Fuente: El País, España