Un guardia del Museo Nacional de Bellas Artes asegura haber visto caminar por los pasillos a Manuelita Rosas, retratada por Prilidiano Pueyrredón
Parejas que aprovechan para besarse (o algo más) en un rincón, entre los recovecos de una obra o en un baño poco transitado. Siluetas que aparecen y desaparecen, objetos que se mueven o se caen solos y ascensores que se activan en plena noche, sin que nadie los llame. Visitantes que se desnudan, se disfrazan o intentan entrar con perros, cobayos y hasta serpientes. Todo eso y más suelen ver los guardias y auxiliares de sala de los museos, según revelaron a LA NACION días antes de que se celebre el sábado próximo el programa gratuito que los mantiene abiertos hasta las dos de la mañana.
La Noche de los Museos no es para algunos de ellos la jornada más estresante del año, pese a que la convocatoria gratuita del Gobierno de la Ciudad moviliza a cientos de miles de personas. Lino Espinola tuvo otras peores. “Una vez, hace unos cinco años, estaba solo y alguien me tocó el hombro. Me di vuelta y no había nadie”, aseguró al referirse a una de esas ocasiones en que le tocó cuidar el segundo subsuelo del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, centenario edificio que antiguamente fue depósito de la fábrica de cigarrillos Nobleza Piccardo.
“Cuentan que hubo accidentes de gente que trabajaba en la tacabalera”, dice Espinola, antes de enumerar las escalofriantes situaciones de las que fue testigo pasada la medianoche: secamanos que se prendían en un baño vacío o ascensores que subían y bajaban. “En 2020, cerca de la una de la mañana, el ascensor se abrió en el segundo piso –recordó-. Algo salió de ahí, porque vi pasar su reflejo en la ventana”.
Un mes atrás en el mismo museo, cerca de las 11 de la mañana, Mirta Castel avanzaba hacia su puesto de trabajo por el pasillo del primer piso. “Siento que alguien camina fuerte, atrás. Miro y no había nadie, solo un viento que cruza –dijo a LA NACION-. Al rato, una compañera dijo haber visto a un hombre vestido de negro entrar en la sala. Pero la sala estaba vacía”.
A Susana Arroyo le avisaron repetidas veces desde el sector de cámaras que se registraba movimiento de telas en una sala, pero encontraba nada al entrar. Sí escuchó el ruido de “chicos jugando a la noche en los pasillos” y descubrió cuerpos semidesnudos el día que apuntó su linterna hacia los almohadones de la oscura sala donde se proyectaba una videoinstalación de Tomás Saraceno. “Cualquier cosa hacían ahí –dijo riendo-. También apareció una bombacha en un sillón que formaba parte de una obra de Ana Gallardo”. Según Espinola, a él le tocó interrumpir en situaciones íntimas a varias parejas dentro de La Menesunda, la gran instalación interactiva de Marta Minujín, que no sabían que estaban siendo registradas por las cámaras.
Otros dos jóvenes se quedaron durante “varias horas” adentro del recóndito baño del segundo piso del Malba, muy concurrido por las parejas según los orientadores de sala del museo. Los mismos que les golpearon la puerta cuando el museo estaba por cerrar, y que los observaron irse algo avergonzados. “Los argentinos tienen una forma de expresarse muy exagerada”, dice haber pensado la venezolana Katny Ferrer cuando le tocaba presenciar escenas fogosas en la sala titulada “Transformar el cuerpo”. Como “un evento traumático” define lo que vivió frente a la escultura Pudor, de Victor Brecheret, y en medio de desnudos de artistas como Antonio Berni, Alfredo Guttero y Annemarie Heinrich: una chica la “miraba fijo” mientras besaba a su compañero durante un largo tiempo.
Ferrer y sus compañeros también tienen anécdotas de supuestos fantasmas. Según ellos, los guardias nocturnos vieron “huellas de pies descalzos”, sillas que se movían solas e incluso un muñeco de la tienda que se estrelló una noche contra el piso sin motivo aparente. El salto al vacío quedó registrado por las cámaras.
Hay además otras insólitas, como la del visitante que entró con “una serpiente pitón enroscada en el brazo”. “Era un vecino del barrio. Dijo que era su mascota, estaba tranquilita, no se movía”, recordó Juan Valenzuela Cruzat. Otros llegan con valijas y se cambian de ropa varias veces para hacer producciones fotográficas -no autorizadas- frente a las obras, toman fotos de sus muñecos o pegan códigos QR junto a las cédulas museográficas. Hubo alguien que llegó con uno de esos códigos impresos en su remera, acompañado por otros dos vestidos de negro. “Tenían una actitud desafiante, les hablabas y no respondían -agregó Valenzuela Cruzat-. Fue una situación desagradable”.
Otro grupo “vestido de época, como en el siglo XIX” llegó días atrás al Museo Nacional de Bellas Artes, y el público pensaba que era una performance. Otra visitante insistió allí en dejar a su cobayo en el guardarropas. Pero más allá de estos comportamientos inusuales, o del hecho aislado de alguien que se quitó la ropa hasta quedar semidesnuda, en ninguno de estos museos se reportaron casos de vandalismo similares a los que abundan en Europa. En el Museo Nacional de Arte Decorativo, donde desaparecieron algunas piezas en 2022, prefirieron que sus empleados no hablaran con la prensa.
“Yo no vi nada”, aclaró Tomás Dotta, coordinador general del Museo Nacional de Arte Oriental, que tuvo su sede en el Decorativo hasta que se mudó en 2022 al Centro Cultural Borges. No se refería a los robos sino a la leyenda de que el Palacio Errázuriz está habitado por el fantasma de “Mato”, el hijo de Matías Errázuriz y Josefina de Alvear, que murió de un disparo en un confuso episodio.
Claro que esas leyendas urbanas circulan también en el Bellas Artes, donde un guardia aseguró por ejemplo haber visto caminar a Manuelita Rosas por la sala donde cuelga su retrato realizado por Prilidiano Pueyrredón. Los guías turísticos las mencionan al pasar por la puerta del Palacio Noel, sede del Museo Fernández Blanco, donde habría habido varias “apariciones”. Una de ellas junto a la fuente del jardín, donde en marzo de este año se realizó una polémica performance con alto contenido sexual.
“No he visto fantasmas y acá no se hace marketing con ese tema, no nos hace falta”, aclara Juan Ignacio Holder, a cargo de las relaciones institucionales del Fernández Blanco. Aunque sí señala que la antigua casa de Oliverio Girondo, anexada al museo, se cree que el poeta hacía “sesiones de espiritismo” con su mujer, Norah Lange. Y en el Museo Histórico Nacional, los guardias aseguran haber visto merodear la figura del sargento Mamani, que combatió con Güemes, y cuyo retrato se exhibe en la antigua casa de Parque Lezama.
“Todavía no tenemos fantasma propio”, bromea Dotta en el Museo Nacional de Arte Oriental. En esas salas, en cambio, las orientadoras de sala suelen ser testigo de muchas citas de parejas. “No preguntamos si son sus novias”, aclaran con prudencia.
Fuente: Celina Chatruc, La Nación