Marta Minujín acaba de volver de Brasil, donde su obra es celebrada con admiración, y tiene listas las valijas para exponer en Nueva York.
En el barrio porteño de San Cristóbal hay una puerta que conecta con otra dimensión. Cuando se abre, empieza un territorio sin fronteras, donde los colores arman una fiesta, las telas se entrelazan en relatos mágicos, las fotos evocan tiempos de experimentación y vanguardia y la escultura dialoga con los cuadros, los colchones pintados, las figuras inflables y hasta un viejo Citröen tapizado de botones. Detrás de aquella puerta funciona el estudio-taller de Marta Minujín. Es un espacio moderno y luminoso cobijado por una antigua casona familiar donde vivieron sus abuelos y donde Marta nació. Esa combinación de raíces y ruptura, de pasado y de futuro, representa, de algún modo, el arte inclasificable de Minujín.
La escenografía funciona también como un espejo. En esa diversidad de técnicas y colores se reflejan un espíritu rebelde y una personalidad ecléctica que nunca ha dejado de explorar y de correr los límites. Hoy, a sus 80 años, Marta transmite la energía y la vitalidad de siempre. Habla el lenguaje de la creatividad, pero también del entusiasmo. Se refugia en el arte para mitigar las ausencias y dolores. Mira siempre hacia adelante, con un sentido de trascendencia que ella prefiere nombrar de otra manera: “eternidad”.
La biografía clásica dirá que Marta Minujín es una de las artistas plásticas más destacadas de la Argentina contemporánea. Es una figura central del arte pop y conceptual, que introdujo en la década del sesenta el formato del happening y el arte efímero. Se atrevió a romper el molde, y lo hizo sin red, a puro riesgo. “Me gritaban loca por la calle”, contará en esta entrevista. Su sello ha quedado marcado en obras como La Menesunda, El Partenón de los libros prohibidos, El Obelisco de pan dulce y las esculturas de colchones. Hizo que el espectador se metiera en la obra e interactuara con ella. Y construyó, así, un “arte vivo” que se desarrolla en una experiencia que conjuga los sentidos.
Fue emblema de “la generación del Di Tella”, amiga de Andy Warhol e incansable trotamundos. El éxito, en términos convencionales, se demoró en un camino arduo y plagado de obstáculos. Hoy es una figura consagrada, tanto acá como en el mundo. Acaba de volver de Brasil, donde su obra es celebrada con admiración, y tiene listas las valijas para exponer en Nueva York. Podría descansar en una trayectoria que ya alcanzó la cima. Pero todos los días se sienta en su taller y vuelve a empezar. El último tramo de su obra es un registro de la pandemia, desde los meses de encierro hasta la irrupción de la vacuna. Ahora trabaja, con talento artesanal, en una obra que se llama Endemia, la guerra y mil cosas más, que alude al fin de la pandemia, a la invasión rusa a Ucrania y a las desventuras cotidianas de un país del que se ha ido, pero al que siempre ha vuelto. En las horas de trabajo y creación no escucha música, sino noticias. Su arte se nutre de la realidad. Y en el dorso de los bastidores, detrás de cada cuadro, hay una constelación de anotaciones: cifras, fechas, frases, sentimientos. Sus cuadros guardan, así, un mapa secreto de datos que se reflejan en la parte visible de la obra.
¿Cómo se ve la Argentina desde esa cabeza única? ¿Cómo se le ponen palabras a esa historia que rompió moldes en el arte y la cultura? Esta conversación trata de responder esas preguntas. Marta pone una sola condición: “tuteame”.
–Tu nombre es sinónimo de vanguardia y de ruptura; también de un espíritu de rebeldía y de innovación. En la Argentina de hoy, ¿se mantiene o se ha desdibujado ese espíritu asociado al arte y a la cultura en general? ¿El arte se ha vuelto más conformista, más previsible?
–Se ha vuelto más comercial, y eso es terrible. El hecho de que existan las ferias de productos artísticos ha desnaturalizado mucho ese espíritu. Ahora nadie quiere ser como Van Gogh (que murió pobre) o como aquellos pintores románticos que jamás vendieron nada. Yo de chica me creía Van Gogh, y nunca vendí nada hasta los 41 años. Cuando empecé a hacer las esculturas, en Colombia vendí por primera vez. Después vendí en New York. Hoy todos quieren plata. Y los artistas jóvenes argentinos venden muy bien; venden carísimo y muchísimo.
–¿Y eso atenta contra la creatividad? ¿Se asumen menos riesgos en el arte?
–Yo creo que sí. Hay una carrera por representar lo novedoso, pero sin pensar en el arte por el arte mismo. Nadie quiere morirse de hambre, como yo me morí de hambre en París y en New York, cuando vivía para el arte, pero no tenía para comer.
–¿En qué te marcó aquella experiencia de la bohemia y el hambre en París?
–No lo volvería a hacer, porque fue cruel. Alquilaba a medias con un español; dormí en bolsa-cama tres años, sin baño y sin agua caliente. Al baño iba en la esquina, y me bañaba en los baños turcos. Tuve una beca por tres años, y ahí fue donde empecé a pintar colchones. Los arrastraba por la calle, los desinfectaba y los subía por las escaleras. Después volví a la Argentina y gané un premio con Revuélquese y viva. Con esa beca me fui a New York. Y después me salió otra, y otra… Gané 17 becas.
–Esa carrera forjada a través de las becas parece describir una cultura distinta a la que se ha terminado imponiendo en la Argentina, más asociada al subsidio que a la beca…
–Claro, ganarse una beca también es un trabajo bárbaro. Yo me ganaba una y ya me estaba presentando para la siguiente. Es todo muy burocrático: yo juntaba el currículum, las cartas de presentación… Lo hacía como un trabajo. La beca es por mérito, pero sobre todo es felicidad. Es como ganarte un premio. Ahora, por desgracia, ya no me puedo presentar a una beca, pero sería buenísimo. Me podría presentar al Nobel [se ríe], pero no hay un Nobel de artes plásticas.
–Hace cuarenta años, cuando en la Argentina se reestableció la democracia, hiciste una de tus obras emblemáticas: El Partenón de los libros prohibidos. Era un símbolo de un país que recuperaba la libertad. ¿Cómo recordás el clima de aquella Argentina que salía de la oscuridad?
–Bueno, eso lo hice absolutamente gratis, no gané un centavo. Pero fue parte del entusiasmo y la emoción de la gente por el final de la dictadura. Lo empecé a hacer con un permiso que me dio Pacho O’Donnell en una tarjetita. Todavía no había asumido [como secretario de Cultura del gobierno de Alfonsín], y me escribió una autorización para montarlo en Santa Fe y Nueve de Julio. Conseguimos la iluminación gratis; la gente que limpiaba, gratis; los libros los donaron las editoriales, que los habían tenido guardados en depósitos y sótanos. Yo propuse un Partenón, porque fueron los griegos los que inventaron la democracia. Y lo quise hacer con los libros, porque lo primero que prohíbe una dictadura son los libros, que son los vehículos de la inteligencia. La estructura de hierro se pagó con un aporte de 25 mil dólares que hizo el grupo Macri, que era del padre. Todo lo demás, lo conseguí gratis. Casualmente, fueron 30.000 libros, y después se dijo que habían sido 30.000 los desaparecidos.
–Si aquella obra representó la salida de la dictadura, ¿cuál sería “El Partenón” del momento actual, en los cuarenta años de la democracia?
–Sigue siendo lo mismo, porque todavía hay libros prohibidos en Latinoamérica. En Venezuela, por ejemplo, hay libros prohibidos. En Ecuador también. Entonces, en un nuevo Partenón yo uniría a Latinoamérica. A lo mejor lo hago este año, y si no será el próximo.
–¿Qué diferencias ves entre aquella Argentina que se reencontraba con sus libros prohibidos y la que vivimos hoy?
–Por empezar, no hay miedo. Hay miedo a que te roben en la calle, pero no a un gobierno que te venga a perseguir por lo que hacés. Seguimos viviendo en democracia. Si le va mal al país, es por la mala organización de ciertos grupos que no han sabido manejar las cosas. Hoy ves que la economía es un desastre, el dólar está carísimo, los turistas vienen y se llevan todo porque es regalado para ellos…
–¿Y con qué estado de ánimo ves a la Argentina?
–La veo con tristeza. La verdad es que no estamos bien. Era un país mucho más rico, que ha ido perdiendo lo que tenía…
–Muchos jóvenes hoy imaginan el futuro fuera del país…
–Y tienen razón. Si acá los paran en todo. No les alcanza la plata, y ven que la educación es mejor en otros países. Los que pueden, se quieren ir a estudiar y hacer un master afuera. Los médicos, por ejemplo, no ganan nada. Los músicos menos. Yo tengo dos nietos, y veo que a esa generación no le alcanza para tener casa propia. Yo me casé a los 18. ¿Hoy cuántos jóvenes, a los 26, viven todavía con los padres porque no pueden ni alquilar una casa?
–¿El arte también queda aplastado por la crisis económica, o hay una oportunidad en las crisis para la expresión artística?
–Se ve totalmente aplastado. Vas a comprar una pintura, y es carísimo. Y los bastidores… los materiales, en general, son muy costosos. Yo tengo suerte porque tengo financiamiento de empresas…
–¿En la Argentina hay una cultura de apoyo al arte desde el sector privado?
–Sí, la hay. La ley de mecenazgo [de la Ciudad], por ejemplo, es fantástica: ellos no pagan impuestos y ayudan a muchos artistas.
–Algunos referentes de la cultura, sin embargo, parecen buscar más el subsidio estatal…
–No sé. Yo no conozco ningún apoyo del Estado al artista. Solamente me gané el Premio a la Trayectoria, pero no te alcanza ni para vivir un mes.
–Vos propusiste un arte en el que se desdibuja la frontera entre el espectador y la obra, pero vos misma te has convertido en una expresión de tu propio arte…
–Lo que yo hago es que la gente participe en la obra. Un pintor antes quería hacer un cuadro genial, que lo compraba un mecenas. Ahí el pintor casi desaparecía, salvo los impresionistas, que empezaron a destacarse con su personalidad. O Picasso o Dalí, que eran sujetos, pero a la vez objetos de arte. Con Dalí todo el mundo se quería sacar una foto, como si la estrella fuera su obra, pero también él. Y después apareció el rock and roll, con esas figuras totalmente libres que liberaban a la gente con sus conciertos. Yo vengo de ahí.
–Y tu forma de vestir, tu fisonomía singular, ¿forman parte de tu expresión artística?
–Yo creo que sí, porque no puedo ser de otra manera. Muchos me trataron de loca. Cuando hice La Menesunda, en tapa de Gente titularon “¿Loca o tarada?”. En serio… Me gritaban loca por la calle.
–¿Y eso te ofendía, te divertía o te resultaba indiferente?
–Me daba igual. Nada me iba a cambiar. Pero después me empezaron a amenazar ciertos grupos, como Tacuara, entonces me cambié totalmente, me puse sombrero y traje de caballero y me fui varios meses al Sur hasta que pasara todo eso…
–¿Has tratado de mantener cierta distancia de la política?
–Sí. Yo creo que primero está el arte, que es espiritual, y más abajo la política…
–Alguna vez dijiste que antes del arte está la ciencia…
–No, porque los científicos se equivocan dos por tres. El arte no se equivoca: es o no es. Einstein escribió la Teoría de la Relatividad sin ser científico. Pero lo bueno de la ciencia son los avances de la medicina, desde la anestesia hasta las vacunas. Hoy la gente vive mucho más que antes.
–Tu obra expresa una ambición y también una apuesta al futuro. Es una obra que ha apelado a la tecnología y a una constante evolución, más que a la permanencia y a lo estático. ¿Creés que eso refleja el clima general de esta época de la Argentina?
–Yo siempre hice arte para los demás. Ese fue el espíritu. Hoy, como te decía antes, se trabaja para las ferias de arte. Y no sé si hay un valor muy espiritual en eso.
–En muchas de tus propuestas asumiste riesgos. Fueron cosas “atrevidas”, tal vez provocadoras. ¿Sentiste alguna vez que te habías “pasado de rosca”?
–Algo salió mal cuando hice el Obelisco de pan dulce, en el ‘79. En realidad, el Obelisco era como el pene de los militares, que estaba erguido a pesar de las guerras que armaron, y después se caía. Cuando una grúa gigante lo empezó a acostar, la gente se colgó brutalmente para agarrar los panes dulces, que en realidad eran falsos: había que cambiarlos por uno real en locales de Marcolla. Entonces, el Obelisco se desmoronó, vino la policía y empezó a tirar agua a la gente, como a plagas de langosta. Sacaron a todo el mundo volando. Después hubo que hacer el reparto de otra manera, pero terminó mal. Yo me tuve que subir una grúa y salir a las disparadas…
–¿Percibís que en otros países hay una mayor sensibilidad con el arte en el espacio público?
–Acá se valora mucho. El gran arte se valora siempre.
–Cada cuadro te lleva al menos un año de trabajo. Parece una excentricidad en un tiempo en el que todo queda atravesado por la inmediatez y por el vértigo…
–Pero yo no trabajo para la inmediatez sino para la eternidad. Yo sé que estos cuadros van a ir a parar a museos, no a colecciones privadas.
–¿Y qué mensaje te imaginás que van a transmitir estas obras en el futuro?
–Yo espero que muchos jóvenes puedan inspirarse en mi obra. Mis últimos cuadros, por ejemplo, van a ser un testimonio de la pandemia.
–Y el conjunto de tu obra, ¿de qué nos habla? ¿qué valores expresa?
–Mi obra es una invitación a vivir el arte. La gente que entra en el El batacazo (una performance que se montó por primera vez en 1966) y se tira por el tobogán, o camina por el Big Ben (Una instalación que hizo en Manchester en 2021), tiene una vivencia con el arte. Es un arte efímero, que toca la emoción y la razón.
–Esa articulación entre la emoción y la razón parece reflejada en tu propia experiencia familiar: estuviste sesenta años casada con un economista, y al menos desde el prejuicio, esa podría verse como una combinación difícil entre dos mundos antagónicos. En una época que exalta la polarización, también en esa historia se expresa algo simbólico…
–Eran dos mundos muy distintos, pero ese fue el gran equilibrio. Yo hice una performance hace cuatro años en El puente de la Mujer que se llamaba Find your equal (encuentra a tu igual). Ahora voy a hacer una que se va a llamar Find your opposite (encuentra a tu opuesto), porque los opuestos se complementan. Pero quedé devastada, porque me falta ese equilibrio [Juan Carlos Gómez Sabaini, su marido, murió en marzo de 2021]. Fue genial: yo no sabía nada de las cuentas, podía volar todo el tiempo. Y él podía volar conmigo.
–¿El arte ayuda frente al dolor y frente a las crisis? ¿Qué valor tiene en un momento de incertidumbre y desesperanza como el que atraviesa hoy a muchos argentinos?
–Yo digo que el arte puede producir momentos de paz. Hay que aprender a mirarlo y aprender a vivirlo. Vale la pena tomarse un momento de reflexión para conectarse con el arte. Este siempre fue un país con mucha cultura.
–¿Y creés que esa sensibilidad cultural ha declinado como consecuencia del deterioro de la Argentina?
–No, es un país cultural desde sus comienzos. Si no, estaríamos como Centroamérica, donde la pobreza también es conceptual.
–El arte puede ser, entonces, una defensa frente al desánimo colectivo…
–Sin duda. Hay que vivir en arte.
Fuente: Luciano Román, La Nacion