Adiós al piano maestro de Manolo Juárez

El pianista, compositor y formador, falleció a los 83 años en la Fundación Favaloro, donde llevaba poco más de un mes internado y el 3 de julio se le detectó coronavirus.

Manolo Juárez, fallecido a los 83 años, deja para siempre el pulso vanguardista y maestro de su piano que se erige como guía axiomática para hacer de la música popular asunto a estudiar, vital y en movimiento.

El pianista, compositor y formador, rol desde el que fue uno de los fundadores en 1986 de la Escuela de Música Popular de Avellaneda (EMPA), falleció en la Fundación Favaloro, donde llevaba poco más de un mes internado y en donde el 3 de julio se le detectó coronavirus.

“Lamentamos comunicar que a las 14.40 del sábado 25 de julio falleció el pianista y compositor Manolo Juárez en la Fundación Favaloro. En su último momento pidió escuchar Chopin. Estaba acompañado de sus hijos Mora y Pablo, quienes le sostuvieron la mano hasta su último aliento”, comunicó la familia del artista.

Nacido en Córdoba en 1937, Juárez compuso música popular, sinfónica y de cámara. Algunos de sus grupos más recordados datan de los 70 cuando formó el Trío Juárez, primero con el guitarrista Álex Erlich Oliva y el percusionista Chiche Heger, luego con el Chango Farías Gómez y Oscar Taberniso.

Además lideró el Trío Juárez + , con José Luis Castiñeira de Dios en piano, Juan Dalera en quena, Álex Erlich Oliva en guitarra y bombo y Marta Peñaloza en voz.

El reconocido músico que trabajó en diversos proyectos con Farías Gómez ostenta una discografía con unos 15 discos títulos, entre ellos «Manolo Juárez Cuarteto», que grabó en 2013 con la notable formación conformada por Roberto Calvo (guitarra), Horacio Hurtado (contrabajo) y José Luis «Colo» Belmonte (percusión).

En 2015 publicó «Antología Uno» donde incluyó piezas que recorren su obra: «Trío Juárez» de 1970, «Trío Juárez +2» de 1971, «De aquí en más» de 1976, «Tiempo reflejado» de 1977, «Manolo Juárez y Lito Vitale, A dos pianos en vivo» de 1983, «Tarde de invierno» de 1980, «Sólo piano y algo más» de 1984 y «El que nunca se va» de 1987.

La intérprete Liliana Herrero recordó a Juárez presentándolo como “un conversador empedernido. Un polemista. Cuando llegábamos al punto del debate máximo en términos políticos y estéticos, íbamos a la música y nos quedábamos todos sumergidos en su piano y las voces de todos. Se amaban con el ‘Cuchi’ Leguizamón. Juntos en Rosario nos llevaron a tardes y noches inolvidables”.

Desde esa impronta personal, otra voz esencial de la canción argentina como Silvia Iriondo agregó que “ tengo tan presente su humor, sus ocurrentes ironías, su manera de ser y hacer de la realidad un relato único, curioso, sarcástico, siempre con originalidad sagaz, irreverente e inteligente”.

Pero, además y acerca de su obra ponderó “su mirada rica, libre y renovada acerca del paisaje musical argentino que abrió nuevos modos de hacer y entender nuestra música, iniciando y estimulando otros caminos posibles de composición, lenguaje e interpretación y que queda por siempre en el campo de nuestra música argentina como acervo incorporado a la hora de escuchar, sentir o cantar”.

El pianista Adrián Iaies, que estudió unos siete años con Juárez, subrayó a Télam que “más allá de la música que hizo porque fue uno de los tipos que en el folclore más alambrados saltaron y eso lo convierte en héroe y pionero, su rasgo más importante es su rol de maestro. Siempre en todos lados hay más músicos que maestros, que es algo en un sentido mucho más integral que el de ser un docente”.

“Tomar clases con Manolo -añadió- era algo muy fructífero y anárquico que iba de Beethoven a Atahualpa o de Bill Evans al ‘Cuchi’ pero en algún momento esos cabos se terminaban de atar porque referían todo el tiempo a la música y al oficio”.

Otros de sus discípulos, el tanguero Nicolás Ledesma lo definió como “el maestro de un montón de músicos que han podido desarrollarse gracias a sus enseñanzas” y Gabriel Valverde aportó que Juárez “me enseñó a amar la música desde un lugar profundo, desde el ‘afecto’, palabra tan suya”.

En un sentido similar, el también pianista Andrés Pilar aportó que Juárez “tenía dos grandes pasiones: la música y la pedagogía y en ambas fue prolífico. Lo musical lo podemos escuchar y la obra pedagógica es sumamente importante por la EMPA que fue un proyecto fundamental en esa época y sirvió como eslabón para que una generación de jóvenes se acercaran a una música que había sido censurada por la dictadura”.

Para el armonicista, autor y cantante Franco Luciani, el músico muerto hoy “no fue sólo un gran pianista y creador sino también una persona interesada en la buena enseñanza de la música popular. Un músico sincero y frontal sin pelos en la lengua. Ni en la música”, según expresó a Télam.

El compositor, arreglador y director Guillo Espel apuntó a Télam que Juárez “tomaba la tradición como su punto de partida y, al mismo tiempo, como el horizonte para el perfecto retorno y su obra se instala tozudamente a partir de esta circulación entre renovación y cautela, y quizás sea ese su mejor legado. Esta construcción rumiante es inmejorable alimento para generaciones actuales y venideras”.

Por su parte, el guitarrista José Saluzzi, integrante del grupo de su padre Dino con quien Manolo compartió músicas y experimentaciones, consignó a esta agencia que “compartimos encuentros, juntadas, escenarios, conciertos y por sobre todo la música junto a él. Fuiste una gran persona y un gran maestro de música”.

Acerca de Manolo Juárez. Por Sergio Pujol

EL PIANO DE LA BUENA MEMORIA

Para relatar los momentos más significativos de su vida, Manolo Juárez suele apelar al recurso de la anécdota ejemplar. Una escena del pasado, resplandeciente como esos acordes con los que el pianista subraya la síncopa de una vieja zamba, le sirve para contar quién fue y quién sigue siendo, aunque la vida nunca deja de modificarnos un poco, paso a paso, compás tras compás.

De la memoria de su infancia, que transcurrió entre Buenos Aires y Córdoba, Manolo prefiere una anécdota que lo explica – y explica su música – de modo conmovedor: la de aquel viejo bandoneonista que, con las patas en la fuente, se dejaba acicalar por sus hijas mientras con su instrumento desgranaba temas tradicionales de nuestro folclore. No era un músico profesional. Era un trabajador que al volver a su casa se divertía un rato con el fueye. La música como descanso. El pequeño Manuel lo escuchaba con delectación las veces que su madre, hermana de la nuera del viejo, lo llevaba de vacaciones a Córdoba. Mientras tanto, en Buenos Aires quedaban sus otros amores: su padre, el tango de Julio De Caro, los Impromtus de Schubert y el jazz de Bob Crosby. 

Otra escena, muchos años después. 1970. Manolo está a punto de grabar su primer disco, Trío Juárez, cuando descubre que el repertorio elegido lo regresa al momento en que se enamoró del folclore, cuando lo silvestre se imponía sobre lo urbano y lo breve sobre lo extenso. El bandoneonista amateur murió hace tiempo y Manolo es ahora un compositor “clásico” perfectamente formado, a la vez que un inspirado intérprete “popular” de piano. Entre una escena y la otra se interpone un espacio-tiempo que expresa una distancia cultural aparentemente irreversible. En esa Buenos Aires que transita, agitada, de los años 60 a los 70, nada parece remitir a la Córdoba medio bucólica de los años 40. Ahora los acordes de paso, las tensiones armónicas y los juegos de textura con los que Manolo labrará un nombre en la música popular parecen sellar esa distancia, resignando la inspiración del folclore a sólo eso, un punto de partida, la reminiscencia de algo lejano y querido. ¿No hace eso Bill Evans cuando improvisa sobre un standard y en el segundo coro ya nos cuesta reconocer la canción del comienzo? Sin embargo, habrá que escuchar con atención a Manolo y sus músicos para entender que para ellos el folclore es más que un motivo inspirador. Los lazos rítmicos y melódicos son fuertes, delatan una identidad.  Algunos guardianes de la tradición repudiarán esa manera de tocar folclore, pero ningún oyente honesto y mínimamente enterado de la música criolla podrá decir que al joven pianista “la empanada no le chorrea”, como él mismo sentenciará muchos años más tarde.

Desde aquel debut del 70 hasta la presentación en 2014 de su nuevo cuarteto en la Biblioteca Nacional, Manolo ha mantenido indestructibles esos lazos entre la tradición del folclore y la modernidad de su piano impresionista. Lo ha hecho con una coherencia tan definida que cuesta encontrarle a su música equivalentes cercanos. En una época que prestigia los ejercicios de reinvención, no sería correcto decir que Manolo se reinventó de disco a disco. La verdad es que nunca abandonó la senda vislumbrada en sus primeros arreglos de “Zamba de Vargas”, “Siete de abril” y “La López Pereira”. Su propósito ha sido siempre tratar de tocar de la mejor manera posible aquella música que lo emocionó por primera vez. Y eso hizo, como se puede observar en la secuencia virtuosa que, partiendo del primer álbum, continúa por Trío Juárez + 2De aquí en másTiempo reflejadoA dos pianos en vivoTarde de inviernoSólo piano y algo más y El que nunca se va. (La serie se completará pronto con el resto de los discos).

Naturalmente, esto no significa que no haya en el extenso recorrido de esta antología marcas de época. Los primeros tres discos estaban apegados aun a la escuela de Eduardo Lagos y Waldo de los Ríos, sin desmerecer jamás la influencia del enorme Ariel Ramírez. Estos influjos no ahogaban la originalidad de Manolo, que siempre ha puesto en valor su calidad de arreglador por sobre la de instrumentista. En “La loca”, por ejemplo, la segunda vuelta comienza con un piano solo que ralentiza el ritmo casi hasta la inmovilidad total, para dar paso en una transición sutil a la guitarra; se suspende así, por unos compases, la algarabía típica de la chacarera y se revela un ánimo oculto de tristeza e introspección. El final “abierto” remite al jazz modal sin desertar del folclore. Lo mismo sucede en “La telesita”, con un rol protagónico de la quena y un sugestivo fondo de piano (aquí acompaña en bloque, como una guitarra) y bombo.  

Entre fines de los 70 y mediados de los 80, Manolo sumó a sus discos algunos temas de su autoría, como “Momento número 1”, “Pablo y Alejandro” o la ingeniosa “Chacarera sin segunda”, la primera obra en su especie de forma abierta. También se animó a explorar otras combinaciones – el formato de piano con orquesta en “Para el Chango Farías Gómez” – y otros repertorios – “Capricho de Medianoche” de Joe Zawinul-, mientras colaboraba con músicos tan notables como Dino Saluzzi, Chango Farías Gómez y Daniel Homer, entre varios otros. También incorporó ocasionalmente los teclados electrónicos y la guitarra eléctrica y, seguramente estimulado por la escena del jazz fusión, se permitió desarrollos más extensos. 

Pero, más allá de estos nuevos planteos, su estilo pianístico y su rigor de músico de cámara no se modificaron. Manuel Juárez era tan “Manolo” en 1970 con su trío como lo fue en 1987 acompañando a Litto Nebbia en una versión de “Piedra y camino” o en 1989 tocando a dos pianos con Lito Vitale en el CECI. En este punto, su admiración por Horacio Salgán (“él es un pianista, yo sólo un tipo que toca el piano”) nos ayuda a entender no sólo el parámetro de excelencia interpretativa que lo impulsa a seguir tocando sino también su posicionamiento frente a los axiomas de la vanguardia. En otras palabras, ni Salgán en el tango ni Juárez en el folclore se reivindican como vanguardistas; prefieren ser renovadores, lo que siempre suponer mantener abiertas las vías de diálogo con la tradición. 

Si resulta extraordinaria por la calidad de su contenido sonoro y el esmero de su presentación gráfica, la presente antología también sobresale por su valor como repositorio documental de la historia musical argentina. ¿De cuántos artistas contamos con antologías que nos permitan escucharlos en sus sucesivas etapas creativas, momentos de vidas que fueron también momentos de la cultura de un país? Ojalá este rescate de grabaciones legendarias y a la vez extraviadas del gran Manolo Juárez sirva de incentivo para seguir reeditando tanta joya perdida del tesoro nacional.

Sergio Pujol 

Historiador y crítico musical. Es autor, entre otros libros, de En nombre del folclore (Biografía de Atahualpa Yupanqui),  Historia del baile: de la milonga a la disco y Cien años de música argentina.